9 julio,2024 5:57 am

Eso que une al librero y al lector

 

Federico Vite

Empecé a leer los mensajes que llegaron a mi Facebook cinco meses después del huracán Otis. Obviamente pude hacerlo antes, pero la lentitud del servicio de internet o alguna otra circunstancia, los cortes de luz (que aún siguen sin que alguien pueda explicar qué pasa) o, sobre todo, el ánimo; especialmente el ánimo, porque no había mucho que comentar en los muros. Mejor dicho, no había nada que yo quisiera comentar. Pero fue amable e incluso alentador leer algunas muestras de apoyo y de cariño de personas lejanas, colegas y uno que otro amigo reciente. No muchas ni pocas personas, sólo las necesarias. Ofrecí una disculpa por la demora en mi respuesta. Agradecí cada intento de comunicación en un momento extraordinario. Seguí respondiendo los mensajes, pero me encontré con uno que me conmovió literalmente hasta las lágrimas. Algo inusual.
Yo he comprado con frecuencia algunos libros en italiano en una librería de italianos en la Ciudad de México, Librería Morgana. Para ser preciso, solía comunicarme con la señora Ferri acerca de algunos autores y, por supuesto, sobre la existencia de ciertos libros. Las charlas se focalizaban en autores y novelas, además de ensayos, y uno que otro libro de cuentos y ciertamente algunas biografías. Eran diálogos sobre escritores y libros. La señora Ferri tuvo la gentileza de preguntarme cómo habían estado las cosas conmigo y con mi familia después de Otis. Esperaba que el huracán no nos hubiera hecho daño. El mensaje fue enviado durante las siguientes horas tras el impacto del huracán al puerto. Como les decía, yo en marzo respondí. No quise detallar los hechos, pero le agradecí los parabienes y, especialmente, una pregunta, ¿necesitan algo? ¿En qué puedo ayudarles? Como solemos comunicarnos en italiano, las conversaciones adquieren una fraternidad extrapolada de la geografía y del idioma que sin duda alguna vuelve más personal la comunicación. Se trata de un vínculo entre lector y librero, aunque a mí me gustaría más hablar de esto como un rasgo de humanidad. Le comenté que lamentaba la pérdida de mis libros. Dijo que quería ayudarme. Y me negué. No, dije, no es necesario. Fue insistente y amable. Me hizo ver que ofrecía los libros de corazón, porque era lo que yo valoraba. Al final, accedí. Sentí lo mismo que dije a los trabajadores de la brigada de Incendios Forestales que llegó a ayudarme una semana después del impacto de Otis. Yo les daba las gracias, pero eso no bastaba. Eso nunca bastará. Era imposible retribuir la ayuda, aunque básicamente se tratara de contar árboles, troncos de palmeras y derribar los obstáculos que nos impedían andar con libertad en las inmediaciones de la casa. A ellos les dije gracias unas quince veces; a ella le dije gracias en cinco ocasiones. También señalé que debido a esos detalles me sentía bendecido. Me hizo llegar vía correo electrónico un bono para la compra de libros, la cantidad era generosa, y en cierta forma con eso podría recuperar un poco de mi biblioteca. No fue necesario que lo dijera, pero ella entendía muy bien la relación que uno tiene con los libros. Es mi librera y confío en el buen juicio de ella; en sus recomendaciones y, sin tenerlo muy claro en ese momento, me di cuenta de la importancia de este vínculo, tan vital, que hay entre un librero y un lector. No porque nos facilitan textos, sino porque inciden en ciertas percepciones del gusto literario y en ciertas dinámicas de lectura. Por simple que parezca esto nos permite abrir algunos senderos poco transitados por los escribas, por los lectores y, evidentemente, por los libreros, porque el vínculo no sólo se trata de una compra –insisto, el producto no lo es todo– sino de un punto de entendimiento entre el público y el mercado. Un punto de encuentro entre los gustos privados en un ambiente público. También podría pensarse en el librero como un filtro.
Ni duda cabe que siempre estaremos trayendo a cuento el mercado, pero lo esencial no está ahí, sino en lo que ordena un librero y construye como acervo para que el lector elija de ese universo una serie de ejemplares, esperemos siempre, en pos del placer y propician así la continuidad de influencias literarias. Aunque viéndolo de manera más íntima es un acercamiento a autores que construyen un ideal de literatura, un canon propio. Es cuando se pone en evidencia que los lectores, en realidad, son una extensión del buen gusto de los libreros. Claro, también trabaja en sentido opuesto. Los lectores de literatura rápida, digamos, literatura con fecha de caducidad y temas de actualidad, también tienen su nicho lector. Pero lo que me interesa describir es el vínculo que se genera y la confianza que uno deposita en los libreros. No es casual que uno compre libros en negocios específicos y se relacione hondamente con los rumbos de esa empresa.
Las buenas librerías son aquellas que nutren, porque no es lo mismo comer que nutrirse, ni mucho menos es lo mismo alimentarse que ingerir comida chatarra. ¿O a usted no le ha parecido que algunos libros son como la comida chatarra? Es decir, si usted busca nutrirse no va enfocar sus esfuerzos en comer sabritones. Obviamente no.
Hablo de un vínculo que se fundamenta en la confianza y en la fidelidad. Ser un librero implica leer a gran escala, ser un lector nos hace un poco libreros, pero no siempre con atino para la atención al público, porque hay cientos –tal vez miles– de lectores que adquieren ese calificativo de misántropos. Libreros tampoco hay muchos. Así que si usted ya tiene el suyo, no lo suelte. Ese vínculo beneficia al ecosistema literario, porque los diálogos entre autor, lector y librero siempre serán benéficos. Por lo menos, le baja el ego a los escritores y eso ya es ganancia. Uf. Eso ya es la gloria. Pero esa aseveración linda con los bordes de otra historia. Una más siniestra y mucho más ominosa, porque hay autores que quieren sobornar libreros y ofrecen dinero para que los recomienden en voz alta.