1 noviembre,2022 4:53 am

Estamos a un pensamiento de distancia  

Federico Vite

 

Día de Muertos. Hora en la que los paños frescos de la memoria entonan los versos de Mnemósine y con ese canto se aviva la presencia de los que se han ido –con el dolor y la enfermedad a cuestas, con el peso de las heridas y las deudas– de este mundo. Para ellos, nosotros estamos cerca. Más de una persona ha dicho (médium, filósofo, poeta o sabio) que los muertos y los vivos realmente transitan en vidas paralelas. Algunos pensamientos, cuya densidad nos golpea, nos detiene en la dulzura de ciertos momentos pretéritos que por irrepetibles agrandan la hondura casi siempre agria del presente. En esos instantes decantados por la vida, muchos escritores convocan a los suyos para disfrutar la melaza de la comunión. Recuerdo, por ejemplo, un libro que hoy tiene exiguos lectores, pero años atrás gozaba de una etiqueta que lo definía como best-seller. Ahora el autor reposa en el botarate de los novelistas exitosos de tiempos perdidos. Torcuato Luca de Tena (1923) era nieto de un acaudalado empresario cercano a la monarquía española. Su familia fundó la revista Blanco y Negro (1891); también el diario ABC (1903) y la sociedad Prensa Española (1909). Su padre fue embajador de España en Chile. Torcuato pasó su adolescencia en Santiago. Inició estudios en leyes y publicó un poemario a los dieciocho años de edad. Volvió a Madrid y se licenció en Derecho; pero debido a que la justicia era un asunto vedado en España por esas épocas, Torcuato se aventuró en el periodismo. Fue corresponsal de prensa en Londres (durante la Segunda Guerra Mundial), Washington, Oriente Medio y México. Entre 1962 y 1975 fue director del diario ABC. En 1973 ingresó a la Real Academia Española (RAE). Debido a que no comulgaba con muchas de las opiniones políticas de los empresarios de ABC dejó su cargo y se mudó a México. Este país lo “convenció” de que era un escritor (algo tiene México que alegra corazones literarios y los insufla para que naveguen en los egos de la creación). Algunas de sus novelas son La mujer de otro (Premio Planeta, 1961); Pepa Niebla (Premio Ateneo de Sevilla, 1970); Señor ex ministro (1977); El fabricante de sueños (1978, publicada por Ediciones SM en su colección El Barco de Vapor); Los renglones torcidos de Dios (1979); Los hijos de la lluvia (1986); La llamada (1994) y Las tribulaciones de una chica decente (1995). Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1955; el Premio Fastenrath de la Real Academia Española, en 1969, y el Premio de la Sociedad Cervantina de Novela.

Torcuato concedió a El País, en marzo de 1978, una entrevista sobre Cartas del más allá (España, Planeta, 1978, 234 páginas). “Trato en ella (la novela) un tema distinto al de toda mi producción anterior. Aparece escrita por un muerto que reflexiona sobre sus experiencias terrenales y extraterrenales. El protagonista muere asesinado. Sus primeras preguntas son sobre la identidad y los motivos de sus asesinos. Como condena, él recibe la de seguir vagando entre los humanos hasta que averigüe lo que ha ocurrido”, refiere el autor y obviamente esas frases dotan de un cariz policiaco este proyecto. Considera a este libro como un producto “erótico, teológico y policiaco”. Y agrega: “No se trata de un libro político. Se contienen en él reflexiones sobre la vida social en que ha discurrido la existencia del personaje, pero no hay reflexiones directas sobre aspectos concretos de la sociedad española de estos días”. Lo relevante no es la novela narrada por un muerto sino las reflexiones que desataría en un amigo de mi padre, más tarde amigo de la familia, sobre la vida después de la muerte. Amador Sumano Vera era electricista. Conoció a mi padre en  días de juerga. Amador, a quien terminarían apodando “La Bruja”, entabló algunas conversaciones con mi madre acerca de espíritus. Él contaba que durante las noches se desprendía de su cuerpo. Él ascendía, pero lograba verse acostado y durmiendo. “Cuando encienden la luz me cuesta mucho trabajo regresar”, decía Amador. ¿Regresar adónde? Preguntó mi madre. “A mi cuerpo”, respondía él. Conversaron sobre los desprendimientos del alma. Fueron por libros a la Ciudad de México y recorriendo la anchura de la Calzada de Los Misterios, rumbo a la Basílica, tomaron la decisión de ir a un templo espiritista en La Lagunilla. Ahí descubrieron que Amador era un médium.

Una tarde llegó con un libro que acababa de leer. Nos lo prestó. Justamente era Cartas del más allá. Dijo que el autor entendía muy bien lo que le pasaba a una persona cuando se desprende del cuerpo. También señaló que Torcuato era muy hábil cuando detallaba la inmaterialidad de las cosas y la otra percepción del tiempo, porque en la muerte el tiempo es otro. Pero yo me anclé en algo simple: Cuando alguien muere y tiene pendientes, así lo dijo, pendientes, sigue entre los vivos como si estuviera en esta dimensión, pero es inmaterial (no invisible u holográfico, sino inmaterial, con otro devenir del tiempo). Bajo el matiz de la literatura, esa novela aprueba la verosimilitud de un texto realista que aborda la historia de un fantasma que resuelve un crimen. Un crimen que en realidad era su vida. Lo que fue su vida, colegiría a riesgo de parafrasear los versos de una canción de Rafael Pérez Botija.

Mi madre y mi padre asistían a Amador durante las sesiones. Un espíritu ingresaba en él. Siempre era alguien vinculado a la vida de quienes estaban en las reuniones, pero no eran un montaje digno de un filme sino algo más sencillo. De hecho, lo definiría como un acto humilde. Mi madre colocaba una veladora al centro de un grupo de personas sentadas en círculo. Amador usaba un sillón, a la cabeza de la circunferencia. Estaban a oscuras y oraban. Amador se quitaba los anteojos y aparentemente dormía. Durante la sesión no habría los ojos. Su tono de voz era otro e incluso la tesitura cambiaba. A veces los espíritus pedían agua y Amador bebía largamente de un vaso. Daba mensajes, recetas para curaciones o confort emocional. Recuerdo con azoro que la habitación cambiaba de temperatura. Era mucho más fresca durante las sesiones. Estuve ahí varias veces. Conocí gente que se curó de enfermedades tras seguir al pie de la letra las indicaciones que le dieron los espíritus. Amador no podía recibir dinero. Estaba prohibido lucrar. Si cobraba por brindar la ayuda de los espíritus perdía su mediumnidad. Era un tipo dicharachero y fumaba muchísimo. “A veces veo gente que se acerca y me habla muy rápido. Tardo en saber si están vivos o muertos”, me decía. Él creía que vio el hombro de Dios en uno de los desprendimientos. Conoció a parientes muertos y habló con guías espirituales. A veces ocurrían cosas extrañas en casa. Se movían objetos o muebles; se abrían puertas y se encendían luces. Los hermanos, como les decía mi madre, también nos recomendaban que pensáramos en ellos para estar en comunión. Si los llamamos tres veces acuden a brindar consuelo. Amador murió hace un mes. No lo he soñado. Gracias a él abrí las puertas del entendimiento. Son misterios que ahora sondeo sin estridencia. Es otra forma de entender la luz que para mí fortuna, en los amaneceres de noviembre, me anima a pensar que la verdadera distancia entre un vivo y un muerto es la de un pensamiento. Se trata de un asunto inefable, pero fidedigno.