20 abril,2018 7:03 am

Felicidad Nacional Bruta

RUTA DE FUGA 
Andrés Juárez
 
Cuando le dije a mi amiga lo que había gastado en un viaje, ella no lo podía creer, le parecía demasiado barato. Y en realidad lo es. Desayunar y cenar en casa –salvo una vez, en cada ciudad visitada, cenar en un buen restaurante–, comer algo sencillo a medio día, usar el transporte público, hospedarse en lugares conseguidos mediante Airbnb, caminar mucho en calles y museos, tener amigos por aquí y por allá y, sobre todo, no comprar nada que no sea alimentos. Es una receta sencilla, aunque conseguir la frugalidad voluntaria es un ejercicio complejo. Se interponen los deseos, la ansiedad y las imposturas sociales. Es curioso que entre las preguntas más frecuentes al contar un viaje estén ¿qué me trajiste?, y su variante ¿qué te compraste?
Comprar y comprar. Parece que viajar no queda completo si no va de por medio comprar. La expresión de extrañeza al escuchar que se prepara la cena en el viaje, carga fruta en la bolsa o una botella de agua que se rellena cada que hay oportunidad, en vez de comprar agua embotellada o refrescos en el camino. Ropa, zapatos, perfumes, souvenirs para toda la familia y amigos, todo eso se puede evitar.
Pensaba en esto hace unos días y como por casualidad o quizás por filtro inconsciente me topé con un artículo en internet con una frase demoledora: la gente feliz no suele consumir. Capturó mi atención de inmediato por las referencias que tengo sobre el consumo, sobre la idea de felicidad utilizada en la publicidad y porque acababa de concluir que paradójicamente consumo más y por lo tanto gasto más dinero –esto es importante por la idea desarrollista de medir el progreso exclusivamente en términos monetarios– en un día laboral cualquiera que en cualquier día de paseo, como buen oficinista gris e infeliz que alivia su desdicha cotidiana con cafés capuchinos caros, paletas de hielo, “colaciones” innecesarias, ropa barata, comida callejera y cuanto sirva para tal efecto. Puede ser, aunque me considero un tipo frugal, más frugal que el promedio. Lo infeliz no lo discuto.
Serge Latouche, profesor de economía y “decrecentista”, se lanzó contra la sociedad de consumo con tal frase demoledora: la gente feliz no suele consumir. Vivimos “fagocitados por la economía de la acumulación” que, dijo el francés, conlleva la frustración y el querer lo que no tenemos ni necesitamos.
Pero ¿qué es la felicidad y por qué es tan relevante como suplemento ambientalista? La felicidad ha sido tema de filósofos, sociólogos y, en menor medida, politólogos. Sistemas políticos desde el siglo XIX han planteado la felicidad como un eje estructural y como aspiración individual y colectiva, aunque expresado en términos de bienestar, de comodidad. La alegría y el placer se pueden tomar por felicidad. Sin embargo, Pascal Bruckner, en La euforia perpetua, sobre el deber ser feliz o William Davies, en La industria de la felicidad, rechazan el uso de la felicidad como pilar que apuntala el mantra del capitalismo que es crecer y consumir para ser feliz. La idea exactamente contraria al planteamiento de “decrecentistas” como Latouche.
Pero es que la idea de Latocuhe no es tan sencilla como euforia, alegría, comodidad, placer. Es quizás lo más parecido a la idea budista de estar y ser. La felicidad que se alcanza no por la satisfacción de los deseos sino, justamente al revés, por la supresión de los deseos. Nada puede ser más anticapitalista que luchar cada día por no tener deseos ni aspiraciones. No quiero, por tanto no adquiero.
En la esfera pública. ¿se puede imponer la felicidad como eje de una política de Estado? Y lo más importante: ¿una política que considere la felicidad puede impulsar la conservación de los ecosistemas, las especies silvestres y las funciones de la naturaleza, reducir la contaminación y el agotamiento de recursos naturales? Parece una misión imposible. Los detractores de la idea creen que es francamente una ridiculez.
Se habla ahora del modelo de desarrollo de Bután, el país más feliz del mundo. Este pequeño reino no mide tanto el Producto Interno Bruto, como lo mide el resto de los países del mundo, con economías basadas en divisas y dinero, sino que mide la Felicidad Nacional Bruta. Este indicador contempla condiciones de vida como bienes, vivienda e ingreso per cápita y familiar; bienestar sicológico como satisfacción con la vida, emociones positivas / negativas y espiritualidad, salud mental, días saludables al año, discapacidades; responsabilidad hacia el medio ambiente, daños a la vida silvestre, aspectos urbanos, alfabetización, enseñanza, conocimiento y valores; personas que hablan idiomas nativos y extranjeros, participación cultural, habilidades artesanales; conducta social, donación de tiempo y dinero a la comunidad y buen gobierno. Todo eso medido para conocer qué tan feliz una persona puede estar.
Este índice se mide en casi todo el mundo, pero sólo en Bután se aplica como política de Estado. Aunque las embestidas del capital también van contra modelos como el de Bután, por obvias razones. Hay acceso a internet y medios masivos que incitan al consumo, y parece que lo están logrando, aunque no en la misma medida que en el resto del mundo.
Conseguir la frugalidad voluntaria, consumir de todo, pero poco, cada vez más poco, es la forma en la que personalmente me encuentro más cómodo con el ambientalismo. Es injusto pensar que de los problemas ambientales somos responsables todos por igual. Unos comen más que otros. El problema no es tanto el número de habitantes sino la inequidad en el consumo, el consumo desmedido de las élites. Aspirar a la frugalidad voluntaria tendría impacto significativo en la reducción de las desigualdades y en disminuir la huella ecológica, está visto.
 
La caminera
 
Por un momento pareció que el nuevo aeropuerto de la capital sería el terreno fértil en el que florecería un fresco debate entre crecimiento o decrecimiento de la economía como dos modelos de futuro profundamente opuestos. Pero lamentablemente ganó el partido del capital. Debemos crecer, reconocen todos, reproducir las inversiones, aunque eso signifique cualquier deterioro. Nadie del espectro político parece estar en contra de esta piedra angular del modelo actual. El debate fue a estancarse entre si debe ser privado o estatal el capital a reproducir. Una decepción.