4 abril,2024 5:12 am

Heráldica porteña V

ACAPULCO, SIEMPRE Y PARA SIEMPRE

 

Anituy Rebolledo Ayerdi

Racismo

El mosaico social y racial de la Nueva España estaba compuesto por indígenas, mestizos y castas, mulatos y negros, asiáticos, españoles, peninsulares y criollos, extranjeros y judíos. Una sociedad profundamente racista inmersa en una tensión social provocada por tantas diferencias y contradicciones y serán los negros quienes lleven la peor parte, sometidos permanentemente a prohibiciones y castigos como los siguientes:
1.- Las esclavas negras no podrán usar ni oro, ni seda, ni perlas del mar, ni gargantillas, ni zarcillos, ni pequeños aretes y tampoco adornos como ribetes en zaya de terciopelo.
2.- La negra que se enrede con un cimarrón será ahorcada.
3.- El negro no podrá tener esclavos –ni negros ni indios– porque sería en menoscabo de su propia raza.
4.-Los negros sólo podrán casarse con negras.
5.-Todo negro tiene prohibido salir por la noche de sus aposentos, so pena de muerte.
6.- Un mulato vivirá en libertad sólo cuando sirva a amos conocidos, respetados por la sociedad.
7.- Ningún negro podrá portar armas aún en resguardo de su amo.
8.- Para el negro que huya cuatro días: 100 azotes; ocho días, 200 azotes; cuatro meses, 200 azotes y cárcel.
9.- Los negros cimarrones tienen mejor trato y libertad que los negros esclavizados, duermen en refugios y forman palenques (pueblos o colonias de negros).
10.- Los bailes de los negros son prohibidos por la Santa Inquisición por lascivos, vulgares, lujuriosos y ejecutados con poca ropa. Entre ellos La Maturranga, El Chuchumbé, Sacamandú, y El Congo que se bailan en Acapulco. El Sapo y El Gallinero en Tierra Caliente. El Papirolo y El Sarangandingo, en la capital de la Nueva España y en Pachuca.

Bonaparte, García Polo, Navarro, Bustos

La vieja costumbre de los poderosos de compartir el poder con familiares y amigos recibe el nombre de nepotismo. Alude a la palabra italiana nepote que significa sobrino, el parentesco familiar más usado históricamente para esconder tal usurpación. Y no sólo sobrinos. Napoleón Bonaparte, por ejemplo, nombró reyes a sus cinco hermanos, tres hombres y dos mujeres, de las regiones conquistadas por él. Y qué decir de México donde hoy mismo los árboles genealógicos se deshojan con mayor intensidad que con Otis, en busca de las riquezas derivadas del poder público. Pero regresemos al Acapulco de 1677.
Se cuestiona aquí entre la clase gobernante la designación del joven Diego García Navarro, tenido como un “bueno para nada”, como capitán de infantería y ayudante del gobernador José Polo y Navarro, su tío. Su salario de 60 ducados se equipara con el del viejo coronel Jesús de Olloqui, de apenas 20 ducados. Por su parte, Diego Joseph Bustos jura como guarda mayor de Acapulco con salario de cuatro pesos oro.

Mandinga

La salud pública en el Acapulco de finales del Siglo XVI es necesariamente precaria. Se conjugan para ello dos hechos sustantivos, el ámbito inhóspito del puerto y el flujo intenso de nacionalidades cagadas de “humores” tenidos como patológicos. Acapulco, debe recordarse, ya era entonces el eje del comercio entre el Nuevo Mundo y el lejano Oriente. Una auténtica babel circundando la bahía tenida ya como singularmente bella por los navegantes que la frecuentaban.
En tal entorno cobra fama como curandero un negro llamado Tomás Mandanga, cuyos servicios dejan pronto de ser exclusivos de sus paisanos africanos para alcanzar a toda la población. No es Mandinga un taumaturgo, un brujo o cosa parecida. Sus habilidades para desterrar los males del cuerpo están referidas a las yerbas que utiliza en sus curaciones traídas de su tierra o recogidas en los alrededores del puerto. Hábil como es, Tomás envuelve sus consultas con humo intenso de copal e invocaciones dramáticas a sus dioses africanos.

Vargas, Dulché

No era Tomás Mandinga el negro de cuerpo apolíneo y ojos verdes de la idealización morbosa de la escritora Yolanda Vargas Dulché, en celebérrimas novelas ilustradas y televisivas. Se trata de un hombre de baja estatura, cargados de carnes, pelo cuculuste y voz de bajo profundo. Las cicatrices de su rostro las adjudicaba a la viruela negra, aunque no lo parecían. Eran nudos en lugar de cráteres que, sus competidores, adjudicaban perversamente a su militancia en una tribu de caníbales. Otra falacia soportada por el curandero era su procedencia cimarrona. Los negros cimarrones de Huatulco, Oaxaca, fueron perseguidos acusados de crimines nefandos, al grado de que un virrey de la Nueva España llegará a pedir la castración masiva de la tribu.
Por cierto, muchos cimarrones de Oaxaca encontrarán refugio en el “palenque” (asentamiento de esclavos libertos) conocido como Cuajinicuilapa (hoy Guerrero) donde se concentrará la mayor población negra de la Nueva España. Las cien parejas fundadoras de Cuijla cuidaban entonces miles de cabezas de ganado vacuno, convertidos en hábiles y temerarios vaqueros.

Los remedios

Una fila de hombres boquiabiertos frente a la choza de Mandinga, era indicio seguro del atraco de algún galeón español. Enfermos de escorbuto, enllagadas lengua y esófago, aquellos marineros encontraban pronto alivio con los remedios a base de limón, ajo, cebolla y geranio. El epazote, utilizado por las amas de casa del puerto para darle sabor a los frijoles, le servía a Mandinga para curar el mal de San Vito. La sarna y la tiña, comunes entre la marinería filipina, la trataba eficazmente con las semillas de chicalote, mientras que para los cólicos desaparecían con el estafiate. la yerbabuena para el dolor de estómago, el tomillo como antibiótico eficaz y la guayaba contra la diarrea. La tripa de Judas, buenísima para las reumas, el te de retama bueno para el riñón y como mejor vermífugo la granada.
Las enfermedades venéreas estaban en Acapulco a la orden del día. Despreocupados marineros y sí muy angustiados frailes acudían al redondo de Mandinga, donde éste les preparaba brebajes a base de cola de caballo, zarzaparrilla, doradilla y pirúl. Y hasta la próxima.

Alvear, Carrillo

Los mismos dioses africanos que habían convertido a Mandinga en una celebridad acapulqueña –Yemayá, Changó y Obatala– le retirarán al mismo tiempo toda tutela y protección cuando sean rechazados por una atracción diabólica. El curandero acepta mediante una generosa paga el encargo de la esposa de un alto funcionario del virreinato. La dama pide un elixir que haga volver a sus brazos a un jovenzuelo al que, alcoholizado, había violado y que ahora, sobrio, la rechazaba como si fuera el mismo demonio. El negro Tomás se esmera tanto en la elaboración de aquel brebaje que se le pasa la mano: trastorna la razón del chamaco. El abogado de la familia, Juan de Alvear y Carrillo, presenta el asunto ante el Tribunal del Santo Oficio como un caso de hechicería, penado con el “garrote vil”. Mandinga será ejecutado corriendo el año de 1586.

Del Rincón, Olaguíbel, López Victoria

Capellán de las fuerzas del sargento Francisco del Rincón, el padre Olaguíbel atiende con diligencia a las familias damnificadas por el feroz temporal que se abate sobre el puerto. Les ofrece lo poco que tiene, ropa seca, caldo caliente y mucha resignación y consuelo. Esto último es imposible ante madres e hijos que lloran la ausencia de esposos y padres sorprendidos por el temporal pescando en alta mar. Es tanto el dolor reflejado en aquellos rostros morenos que el cura toma una decisión inesperada: buscará personalmente a los ausentes.
–¡Una canoa y dos hombres!, demanda decidido el cura Olaguíbel.
Todos los hombres se disputaron el honor de seguirle –narra don José Manuel López Victoria, el cronista por excelencia de Acapulco– pero el cura sólo escogió únicamente a dos, con quienes aborda la canoa en plena borrasca para dirigirse al farallón. Llegan al promontorio y Olaguíbel lo escala con gran dificultad ayudado por sus dos acompañantes y una vez en lo alto implora el cese de aquella maldición desencadenada sobre Acapulco.
Milagrosamente el temporal cesa lo que permite el descenso de los tres varones que abordan inmediatamente la canoa. Será al regreso a tierra cuando vuelva el vendaval para estrellar la nave sobre las rocas con la desaparición de sus ocupantes.
El promontorio será bautizado Farallón del Obispo por los parroquianos del padre Olaguíbel, seguros de que fructificaría la petición hecha al Vaticano para darle póstumamente tal jerarquía.