15 enero,2018 7:03 am

Historia del Ayuntamiento XIX

Víctor Cardona Galindo

Cuando los primeros aviones sobrevolaron el cielo atoyaquense, causaron gran expectación y miedo en la población. Muchos creyeron que había llegado el fin del mundo. El sonido que emitían estos aparatos los aterraba y sentían que se los tragaba la tierra. Y más cuando apareció la primera nave que dibujó letras en el cielo anunciando la Coca cola, la población analfabeta interpretó que decía, “Fin del mundo”.

Durante el porfiriato se hicieron los primeros intentos por volar en México, pero fue el presidente Francisco I. Madero el primer mandatario mexicano que voló en un avión, quien también mandó a Estados Unidos a Alberto y Gustavo Salinas, Horacio Ruíz y a Juan Pablo y Eduardo Alsadoro, para que se formaran como pilotos; ellos, a su regreso fundaron la Fuerza Aérea Mexicana.

La calle principal de Atoyac, por muchos años se llamó Emilio Carranza, en honor a ese gran piloto mexicano que hizo grandes hazañas en el aire y que murió precisamente en un accidente aéreo. En 1927 Emilio Carranza Rodríguez voló sin escalas de México Distrito Federal a Ciudad Juárez, lo hizo en el avión Quetzalcóatl, al que también llamaban El Tololoche, fabricado en México por el ingeniero Ángel Lazcurain. Al año siguiente Carranza falleció, cuando regresaba de Nueva York, después de realizar exitosamente el vuelo de la Ciudad de México a Washington.

Es seguro que los primeros que volaron en avión la zona fueron los ejecutivos de la fábrica de hilados y tejidos Progreso del Sur Ticuí, luego lo hicieron los rapamontes, después los acaparadores de café y algunos cafetaleros acomodados. En 1924 el cónsul norteamericano en Acapulco, Harry K. Pangburn, ya contaba con un hidroplano, con él llegó a la laguna de Coyuca para reunirse con el general Amadeo Vidales, que amenazaba con tomar el puerto de Acapulco. Aunque fue 1932 cuando los aviones comenzaron a volar constantemente los cielos de Guerrero.

En la comunidad de Los Valles la mayoría no sabía leer. Pocos conocían las primeras letras. Un día apareció un avión de propulsión a chorro que dibujó en el cielo la palabra Coca Cola. Era domingo, las mujeres que lavaban ropa en el arroyo vieron de lejos las letras, percibieron que algo estaba escribiendo en el aire.

Se preguntaron “¿Qué dirá tú?” alguien que tampoco sabía leer dijo que decía: “Fin del mundo”. Las mujeres comenzaron a llorar, entraron en pánico y emprendieron la carrera rumbo al pueblo para abrazar a sus hijos y morir junto a sus seres queridos.

En la sierra mucho se hablaba que al estar cerca el fin de mundo se verían señales en el cielo, ésta podría ser aquella tan temida y esperada indicación. La mayoría hombres y mujeres lloraban, otros rezaban, solamente algunos querían disimular su miedo con fanfarronerías. El viento pronto disipó el letrero que anunciaba la marca del famoso refresco. Mientras ese pueblo olvidado en la serranía se hundía en la desesperación y sollozos.

El mito del fin del mundo no era nuevo en aquella pequeña comunidad. Había un religioso que todos los días leía la Biblia y muy seguido mandaba a sus hijos a decirle a todo el pueblo que se prepararan porque el fin estaba cerca. Se decía que llovería fuego. Miedo al que contribuyeron también los primeros Testigos de Jehová que comenzaron a visitar esos olvidados lugares, donde la gente vivía presa de los rumores que llevaban los vendedores y gente que transitaba de un pueblo a otro, como los huacaleros que traían las versiones de lo que pasaba en el centro del estado.

Pero las cosas no terminaban ahí, en la parte alta del pueblo, instalaron su templo los evangélicos, que venían de otras comunidades y por las noches se oía, “¡Salva a este pueblo señor! ¡Sálvalo! ¡Ten piedad de él¡”, por eso ese día que apareció el avión hubo reconciliación y arrepentimiento, porque el fin estaba cerca.

La sorpresa que provocó el avión que dibujaba letras en el cielo no fue solamente en la sierra, también ocurrió en los pueblos de la costa, como Corral Falso, donde un hombre asustado se metió a la capilla y sacó la imagen del Santo Patrón y la llevó a media calle, después del susto no la podía meter porque estaba muy pesada y tuvieron que ayudarlo.

En la cabecera municipal pasó lo mismo, al escuchar el sonido del avión sentían que la tierra se abría y se los tragaba. Sobre todo la gente vieja corría a esconderse, como pasó con el señor Marta Castro, quien temblaba rogando a Dios que le perdonara sus pecados. La gente se atemorizó cuando escuchó el ruido de ese aparato que se acercaba. Luego, pasado el susto la presencia del primer avión sería tema de cantos y corridos cuyos versos fueron borrados por el tiempo.

Robertina Soberanis contempló el vuelo de un avión por primera vez en la sierra, en la comunidad de El Estudio, “Ay amá y eso que será”. Más tarde sabrían que la nave fue a La Soledad a recoger el café de Domingo Ponce.

En 1935, la comuna municipal, que encabezaba Pedro Mesino Parra, gestionó por conducto de Serapio Salcedo, administrador de la fábrica de hilados y tejidos de El Ticuí, ante las compañías españolas de Acapulco, Alzuyeta, Fernández, Quiroz y Compañía, un terreno en el llano de El Ticuí, para construir un campo de aviación. Se inauguró ese mismo año con la llegada de un avión trimotor piloteado por el estadunidense, Cloyd Clevenger.

Dice Wilfrido Fierro que a partir de 1940, Enedino Ríos se echó a cuestas el acondicionamiento del llano de El Ticuí, y fue así como algunas avionetas prestaron servicio al público y a la fábrica de hilados y tejidos. En 1942, siendo presidente municipal Simón Martínez, el regidor de educación Enedino Ríos amplió la pista y estableció un servicio constante de avionetas que iban para Acapulco, la capital del estado y Michoacán.

Rosa Santiago Galindo tenía 22 años cuando vio el primer avión, en 1941, fue cuando Román Reyes, distraído de sus facultades mentales, le dio un balazo de retrocarga a su esposa Antonia Ayerdi. La gente se arremolinó para ayudarla y la llevaron en hamaca al aterrizaje de El Ticuí, donde llegó a recogerla un avión grande que la llevó al puerto de Acapulco donde sanó de sus heridas. La tía Rosita se alegró porque estaba contemplando una cosa prodigiosa y nueva, y recordó la sorpresa que le causó a Taurino Santiago la presencia del primer carro frente al Zócalo de Atoyac, quien llegó, asustado, corriendo a la casa diciéndole a su mamá “llegó una serpiente de siete cabezas”.

Agustín Hernández Vázquez recuerda que en el año 1944 venían las avionetas de Acapulco para tirar volantes que anunciaban casas comerciales. Los chamacos corrían por las calles para recoger los papeles, algunos les gritaban: “avión, avión, tráeme un hermanito”.

El gerente de la cooperativa David Flores Reynada, Enedino Ríos Radilla moriría en un trágico accidente aéreo el 15 de diciembre de 1951, junto al industrial Elías Hanan y el profesor Rómulo Alvarado. La nave en que viajaban se desplomó en la Cañada del Zopilote, del cerro del Ajusco. Tardaron muchos días en encontrarla.

En el transcurso de noviembre de 1954, los comerciantes e industriales Carmen García Galeana, Raúl Esteves Galeana, José Navarrete Nogueda, Onofre Quiñones, Miguel Ayerdi, Sotero Fierro y Domingo Ponce, instalaron en la sierra los primeros beneficios húmedos de café. Todos ellos compraban café para Avellaneda o Roberto Nogueda que eran los jefes del acaparamiento.

El 8 de noviembre de 1954 la compañía Productora de Café Pluma, S de RL, con domicilio en Pie de la Cuesta número 42, de Acapulco, Guerrero, estableció el servicio de transporte aéreo entre Atoyac-El Ticuí-Plan del Carrizo y otros puntos de zona cafetalera. Autorización de ruta número 53 C-21065, expedido por la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas. Dicha empresa aparece en la firma de “PROCASA”, nos indica Wilfrido Fierro.

El dueño de esas avionetas fue el español Guillermo Avellaneda, quien había colocado beneficios húmedos de café en toda la sierra. Tenía en Río Santiago, La Soledad, El Paraíso y Plan de Carrizo. Ahí se construyeron pequeñas pistas de aterrizaje. Concepción Eugenio, recuerda que en El Río Santiago pasaban las avionetas y tiraban el dinero en unas bolsas de lona que caían sobre la parcela de la escuela. La palabra “cúmulo” era la clave para pedir dinero y seguir comprando café.

En El Paraíso, Roberto Nogueda metió la primera avioneta allá por 1955, aterrizaba en Los Planes y hacia viajes hasta Acapulco. Luego, en los terrenos que ahora ocupa la escuela secundaria, entre los años 1955 y 1957, aterrizaba una avioneta propiedad de Avellaneda que transportaba café de El Paraíso a El Ticuí. La avioneta cobraba 50 pesos por llevar gente de El Paraíso a Chilpancingo y le cabían 14 sacos de café por cada viaje.

La construcción de la carretera que comunicaría a la sierra se inició el 14 de noviembre 1954, por cuenta de la Compañía Industrial Maderas Papanoa, misma que el 19 de noviembre instaló maquinaria para aserrar en el Arroyo Ancho. Al año siguiente llegó la brecha a San Vicente de Jesús. El campamento de la compañía maderera se instaló en La Peineta y se abrieron los ramales de terracería que comunicaban a San Francisco del Tibor y San Vicente de Benítez.

En 1955, un aeroplano volaba y volaba en círculos en el cielo de Plan del Carrizo. Dos veces anduvo el avión dándole vueltas al pueblo. Asomándose al cielo Juan Vargas Pérez le dijo a su hermano, Hermilo, “creo que quiere aterrizar porque no le abrimos una pista”, y en un terreno plano le abrieron una “pistita” como de 100 metros, ahí aterrizó esa avioneta.

Ya que estaba en el suelo, el piloto les dijo dónde podían construir un campo de aterrizaje. El aeromotor resultó ser propiedad del industrial Guillermo Avellaneda. Un español radicado en el puerto de Acapulco que se interesó en instalar un beneficio húmedo en el Plan del Carrizo. El primer viaje en el avión lo hizo Juan Vargas de Plan del Carrizo al puerto de Acapulco. En ese tiempo, el aeropuerto estaba en Pie de la Cuesta, donde ahora está la base de la Fuerza Aérea Mexicana.

En esa ocasión Juan Vargas se entrevistó con Guillermo Avellaneda, con quien trató las condiciones de la sociedad. Él financiaría la maquinaria para el beneficio del café, y los Vargas pondrían el producto, quienes durante dos años compraron el grano a los agricultores de la comunidad y con la máquina despulpadora de dos discos procesaban en café para hacerlo pergamino.

Dice el cronista Wilfrido Fierro Armenta en la Monografía de Atoyac, que en 1955 los hermanos Hermilo y Juan Vargas, en sociedad con Avellaneda, pusieron en operación un campo de aterrizaje en El Rondonal, donde ahora está la calle que se llama Viejo Aeropuerto. Ese servicio se inició el 15 de diciembre de 1955 utilizando una avioneta marca Piper con las iniciales XBTEA.

Cuando las avionetas comenzaron aterrizar en la colonia Moderna, al oír el sonido del avión los chamacos corrían al cerro del Calvario, porque al pasar la nave cerca del cerro, volando por el lecho del río, se podía ver la figura del piloto sentado.

Cuando los Vargas se capitalizaron, le compraron al español una avioneta en 66 mil pesos. El piloto, Adolfo Hernández, al ver que era negocio el transporte de café y de pasajeros les compró la avioneta. Pero ya cuando trabajaba por su cuenta, Adolfo se emocionó echando viajes y no atendió el mantenimiento de la nave. El aparato comenzó a quemar aceite, se vino a pique en las inmediaciones de Plan del Carrizo y murió el piloto.

A la avioneta de los Vargas le cabían tres personas, cuatro con el piloto. Juan aprendió a pilotear y llegó a volar solo. Hasta que llegó la carretera y los costos se elevaron, ya no tuvieron recursos para sostener al piloto. Los vuelos de la avioneta se acabaron en 1961.

A principios de la década de los setentas, el avión donde viajaba el industrial Melchor Ortega fue derribado a tiros en la sierra y murió el más poderoso rapamontes. El hecho se atribuyó a sus competidores en el ramo. Para 1970 un ruidoso avión pasaba todos los días, a las cinco de la mañana, por el cielo de Los Valles. Desde que comenzó a pasar se convirtió en el despertador de la gente.