EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Andrés Manuel es un populista y está muy bien

Gibrán Ramírez Reyes

Julio 18, 2018

No es por exquisitez académica: me interesa reivindicar el uso de la palabra populista para referirme a Andrés Manuel López Obrador porque el vocabulario importa para orientar la manera en que pensamos las cosas.
Lo publicado en El Clarín por Federico Finchelstein es un poco extraño. Muy en síntesis, sostiene que López Obrador no es populista porque no es autoritario, no apuesta por la polarización extrema y no tiene la certeza de ser “el elegido”. Más que polemizar, Finchelstein da clase: “Los historiadores sabemos que el populismo es un concepto histórico que se aplica a casos específicos en los cuales se combinan liderazgos autoritarios con la polarización extrema”, dice; “aquellos que no reconocen el liderazgo del líder son tildados de idiotas o traidores a la nación”, lanza, y remata: “El líder se cree un ser predestinado a gobernar, se cree el único intérprete de los deseos del pueblo y, en suma, preside una democracia autoritaria que paulatinamente carcome las instituciones personalizándolo todo”. Desde luego, “nada de esto es aplicable a la forma en que Andrés Manuel López Obrador se presentó en el proceso electoral”. “No hay razones para pensar hasta ahora en un peronismo a la mexicana”.
Más allá del argentinocentrismo –el populismo será peronista o no será–, incomoda la falta de matices, porque cuando el autor dice que no puede entenderse a Andrés Manuel mediante Perón, Trump o Kirchner, automáticamente hace pensar que sí se puede entender a Trump con el lente de Perón y la distancia que media entre ambos puede ser igual o más grande que la que separa a don Andrés Manuel de don Juan Domingo. Además, en el artículo se pierde por completo la dimensión democratizadora del peronismo, de participación y ampliación de derechos que incluso los críticos más incisivos señalaron desde la academia (por ejemplo, Gino Germani, o el mismo Finchelstein en su From fascism to populism).
Si diésemos por bueno lo que dice Finchelstein, con un poquito de mala leche, obtendríamos que López Obrador se civilizó, se lavó el populismo que lo lastraba y entonces llegó a ser un demócrata con todas las de la ley, cosa que no habría sido antes. El problema es que su potencia como demócrata en realidad viene justamente de su marcado talante populista. Y no es sólo Andrés Manuel sino todo el lopezobradorismo, porque el populismo no es un estilo de liderazgo, o una estrategia a ser cambiada si es que falla; el populismo es una forma de generar sujetos políticos que dependen, para su triunfo, de reconfigurar el espacio político, que necesitan ganar culturalmente antes del triunfo electoral porque los regímenes siempre se resisten al cambio. Por ello, uno de los problemas de Finchelstein es que el arco histórico que observa es de corto plazo. Piensa en López Obrador como candidato, no como líder de un movimiento de largo aliento; mira sus discursos de la campaña, no los términos en los que reconfiguró la discusión política, y entonces lo normaliza.
Las consecuencias de pensarlo de uno u otro modo no son menores. Si se piensa del modo de Finchelstein, parece que basta presentarse a las elecciones con un programa parcialmente antineoliberal, portándose bien, construyendo un partido y haciendo una gran campaña. Y no es cierto. Si López Obrador ganó, si fue capaz de hacerlo con más de 30 puntos de ventaja y en todo el territorio nacional, es porque polarizó, nombró a los autores de los agravios ­–que presentó en términos morales–, sacudió a la mafia del poder –que existe– y la dividió; no dio más opciones que estar en el bando del cambio o el de la continuidad –y militar en este último se volvió fuente de vergüenza hasta para los intelectuales del régimen y los oligarcas.
No estoy de acuerdo con Enrique Krauze y los que le han colgado a Andrés Manuel el letrero de populista, porque creo que no matizan, no reconocen las ventajas de Andrés Manuel y de otros de los llamados populistas. Finchelstein hace lo mismo que ellos, con la diferencia de que saca a López Obrador del maldito saco de la ignominia. Usa el mismo psicologismo del que hizo gala José Woldenberg cuando presumió un talante autoritario del líder, pero a diferencia suya lo salva, al opinar que Andrés Manuel no se cree el elegido. Pero creo que esa operación enreda más el entendimiento.
Despojar a López Obrador de la etiqueta de populista es no asumir el peso del fenómeno en nuestros días, y su capacidad para encauzar los agravios sintetizados en el cambio de época. Si se abre el lente más allá de América se entiende mejor. Si Andrés Manuel no puede entenderse a la luz de Hugo Chávez no es porque no sea populista, sino porque, más que ser un izquierdista a destiempo persiguiendo la cola de la marea rosa latinoamericana, del ciclo progresista que el líder venezolano inauguró, López Obrador es el primer presidente populista democrático con ese peso, posterior a la crisis de 2008 y en parte su producto. Algunos contarían a Alexis Tsipras, de Grecia, pero fue derrotado en su agenda y aunque ganó el gobierno no pudo nunca tomar el poder ni desarrollar ninguna reforma de gran envergadura. En ese sentido, como Donald Trump, AMLO es una respuesta populista a la crisis, pero lo es de un signo totalmente opuesto. El populismo, valiéndose del reclamo a la democracia realmente existente, puede aspirar a ensancharla como AMLO, o a controlarla y limitarla como Trump (crítica constructiva o destructiva).
Creo que se gana más en la limpieza del vocabulario de la conversación pública si matizamos lo que pensamos del populismo, que si lo mantenemos como un insulto sofisticado para confeccionar una bolsita donde metamos o saquemos personajes según supongamos su constitución psíquica y la intensidad con la que plantean los antagonismos. En una de esas, populismos democráticos como el lopezobradorismo son la mejor respuesta a la fragmentación del espacio político, al desprestigio de lo público, a la crisis de los valores republicanos y no por ello dejarán de ser polarizadores, de imponer la autoridad de la mayoría con la legitimidad de las urnas, de plantear los efectos de la política en términos morales. Es absolutamente razonable que rechacemos la bravuconería y el estilo de Trump, pero eso no quiere decir que sea con conciliadores bienportados como se arreglará el mundo –y hay que asumirlo.