Gibrán Ramírez Reyes
Septiembre 02, 2019
Pensándolo Bien
Nadie con buen juicio evaluaría a un gobierno reformista con menos de un año en el encargo en los mismos términos que a un gobierno de normalidad política. Un gobierno de cambio, y más uno que aspira a transitar a un régimen político distinto, debe juzgarse más bien por su éxito en destruir lo que aspira a destruir, y aquel que tenga en su labor de siembra de un nuevo futuro. Y el gobierno de López Obrador ha sido exitoso arrancando el sistema de intermediación corrupta de la vieja política social, cambiando la correlación de fuerzas a golpe de votos, poniendo frenos al federalismo de los gobernadores ladrones, y extirpando el viejo sistema de compras públicas. Sobre el éxito de la construcción de las instituciones que estructurarán el nuevo régimen, a saber, la Guardia Nacional, el Instituto de Salud para el Bienestar y el nuevo Pemex, habrá que dictaminar después. Hasta que el nuevo orden no vea la luz, el cambio de régimen estará incompleto, o terminará en algo diferente –diferente a lo que busca AMLO, diferente a lo que busca también su casi inexistente oposición. Tenemos, entretanto, algunas claridades.
Hay un momento de acuerdo nacional, el mayor que ha tenido un presidente mexicano desde que vivimos en pluralismo. Según el acumulado de encuestas de Oraculus, López Obrador es sin duda el presidente más popular de la historia reciente. Él llega a su primer informe de gobierno (su tercer informe ante el pueblo) con una aprobación de 70 por ciento y una desaprobación de alrededor de 25 por ciento, mientras a Calderón y a Peña los aprobaban 66 y 51 por ciento, y los desaprobaban 26 y 40 por ciento, respectivamente. Los números de Fox tampoco fueron mejores (véase oraculus.mx). No es una diferencia menor, y menos si se considera que a los presidentes del pasado los respaldaba una amplia mayoría de comentaristas de radio, televisión, periódicos, internet. A Fox los medios lo consintieron por ser el presidente de la alternancia; a Calderón, por su guerra contra el crimen; a Peña, por las reformas estructurales. López Obrador ha vivido todo lo contrario en cada uno de sus proyectos clave: ni la cancelación del NAIM, ni la lucha contra el huachicol, ni la austeridad republicana, ni el sistema de compras públicas o la política sobre Pemex y la CFE han sido apoyados mayoritariamente por la comentocracia heredada del viejo régimen. Esto da cuenta de que el apoyo social no es solamente rebelde ante la manipulación, sino bastante firme. Es un 70 por ciento (74, si se registra a quienes dicen en El Universal que votarían por que AMLO continuara) a prueba de guerra mediática que da, por lo menos, el beneficio de la duda y del tiempo al presidente de México.
Es claro también que ahora se cimbran algunos cimientos del poder, particularmente en la relación entre proveedores y políticos, pero otros permanecen intactos, particularmente en los estados de la república y en el Poder Judicial. Y, finalmente, lastran la transformación la falta de cuadros políticos (la de un partido serio, para empezar), la de diagnósticos regionalizados, y la de un aparato institucional fuerte para que las instrucciones de la Presidencia se ejecuten en correcto orden.