Raymundo Riva Palacio
Agosto 05, 2005
ESTRICTAMENTE PERSONAL
Londres. Todos los días, los cuerpos de seguridad realizan operativos en esta ciudad para evitar lo que el 85 por ciento de los británicos están convencidos sucederá dentro de los siguientes 12 meses: un nuevo ataque terrorista. La élite de las legendarias fuerzas especiales, los comandos de Operaciones Especiales 19, entrenados para todo y en cualquier circunstancia, con sus pasamontañas fabricados con asbesto antiinflamable y chalecos contra balas del material sintético kevlar, con cerámica para de soportar fuego de ametralladora y armas automáticas que disparan 750 balas por minuto, buscan evitarlo a costa de todo, a la par de mil detectives que durante 24 horas al día, 7 días a la semana, no hacen nada mas que rastrear a las células terroristas. El gobierno británico no quiere que una bomba más en la capital termine de quebrar los nervios de sus ciudadanos y mine la confianza en su gobierno.
Este es el esfuerzo más grande que ha hecho un gobierno británico desde la Segunda Guerra Mundial, y le está inyectando casi 10 millones de pesos diarios para evitar otro ataque terrorista que se sume a las nueve bombas detonadas desde el 7 de julio. ¿Servirá? La psicosis se extiende y entró la paranoia por la porosidad de sus fronteras. Cuando uno antes demoraba escasos 15 minutos para cruzar por migración y aduanas al llegar a Inglaterra, ahora son filas de una hora e interrogatorios breves, pero muy precisos de las autoridades, en los puertos de entrada. El miedo exuda en la gente. El 59 por ciento cree que viajar por esta ciudad es peligroso, y sólo el 1 por ciento piensa lo contrario. La crispación es notoria. Este jueves, el cuarto después de las primeras bombas, tres mil policías más fueron enviados a Londres como refuerzo y varios países alertaron a sus ciudadanos a preferiblemente no viajar. El turismo empieza a decaer y antes de la segunda ola de bombazos calculaban que para finales de 2006 habrán perdido 1.6 millones de turistas.
La confianza no sólo está lejos de regresar, sino que se empiezan a dar disensos dentro del gobierno sobre el porqué de los atentados y la sociedad comienza a polarizarse. Desde que se dieron los bombazos, 37 personas han sido arrestadas presuntamente vinculadas con los atentados en tres países en dos continentes. En Gran Bretaña, la división de la sociedad ha empujado olas crecientes de racismo hacia los musulmanes. En un mes se han registrado 269 incidentes de violencia racial, que representa un incremento de 40 por ciento con respecto al año pasado. De ese total, 69 se cometieron en las primeras 72 horas de que estallaran las primeras bombas. Los voceros de los sectores más conservadores contribuyen a incendiar la pradera seca. Este miércoles, por ejemplo, el Daily Mail tituló “Libres de alimentar veneno”, refiriéndose a que los predicadores radicales nacidos en Gran Bretaña que están alabando a quienes colocaron las bombas y que no pueden ser detenidos porque, de hecho, no han cometido ningún delito. El Mail abusó de adjetivos peyorativos ante su incapacidad para persuadir que, en el caso de los musulmanes, la libertad de expresión tendría que ser cancelada. The Daily Telegraph, el periódico de información general de mayor circulación en el país, editorializó que “la obsesiva corrección nos ha traicionado”. Quieren acotar la tolerancia y las libertades, y que contra los extremistas vaya toda la fuerza del Estado.
Para argumentar han importado de Estados Unidos el término del “perfil racial”, donde las probabilidades legales se han transformado en la presunción de culpabilidad o en racismo institucional derivado del color de su piel y su origen. El discurso oficial más llamativo en esta línea lo dio el jefe de la Policía de Transportes, al anunciar que reorientaría la búsqueda de sospechosos en el metro de acuerdo con lo que parezcan. “Se perdería el tiempo si buscáramos ancianitas”, dijo. Los atentados galvanizaron las contradicciones de este país, que fue la meca occidental para sus ex súbditos en las viejas colonias en Asia que inmigraron en busca de mejores opciones de vida. La tolerancia inglesa fue tan notoria que a Londres se le empezó a llamar “Londontistán”, que unía el nombre de la capital con Pakistán, a donde llegaron oleadas de personas para inundar el servicio de taxis y restaurantes. Como ellos, indios y sauditas eran parte del paisaje nacional.
Los bombazos han causado un choque de conceptos. La tolerancia inglesa y el multiculturalismo se enfrentan ahora en un debate, donde la línea dura es la que abreva de la estadunidense. Mano dura, admite la mayoría de los ingleses (el 60 por ciento pensó que la policía actuó en lo correcto, en su momento, cuando le metió ocho balazos en la cabeza a un brasileño que corrió de la policía), pero en cuanto al multiculturalismo no están convencidos de seguir el pensamiento estadunidense, donde conservadores y liberales piensan que ha sido un mal para la nación y que les ha frenado el desarrollo. El debate es, entonces, si el multiculturalismo debe ser incluyente o excluyente. Los sectores menos extremistas en la sociedad inglesa consideran que el fenómeno va más allá de la pluralidad cultural, y que si no se ofrece a los ciudadanos un sentido claro del país al que llegan y se les da la bienvenida, no debe extrañar que cambien sus lealtades. El argumento se fortalece con el origen de quienes colocaron las últimas bombas: segunda generación de paquistaníes nacidos en Gran Bretaña. ¿Qué sucedió? La sociedad los alienó y profundizó su falta de identidad. Los jóvenes musulmanes en este país tienen una vida desordenada, echada a perder, sin empleo, metidos algunos en las drogas. Otros encontraron en el Islam su razón de ser. En lugar de corregir socialmente el rechazo, se quiere profundizar en el error volteando a Estados Unidos en su experiencia con los mexicanos. Aquí es “Londontistán” y allá es “MexAmérica”. La diferencia es que los mexicanos son católicos –pasivos–, no se sienten agraviados por invasiones y no ponen bombas. Los musulmanes no han dejado de ser invadidos y agredidos a lo largo de la historia, imbuidos en el radicalismo de su religión donde morir significa la vida eterna.