Raymundo Riva Palacio
Julio 28, 2006
Para los politólogos, la democracia sólo se da cuando el gobierno es eficiente y legítimo. Si es eficiente pero no legítimo, se le clasifica como autoritario. México vivió durante gran parte de su historia precolombina, colonial e independiente bajo regímenes autócratas, que se sofisticaron durante el reinado del PRI hasta que el sistema se comenzó a desmoronar por razones políticas en los 70 y por necesidades económicas en los 80. El último presidente priísta, Ernesto Zedillo, posibilitó la transición pacífica de poder al panista Vicente Fox, con lo que se coronó la democracia electoral, que se venía construyendo años atrás.
Si Luis Echeverría y José López Portillo comenzaron a abrir los cauces legales para que la oposición pudiera llegar al poder, Carlos Salinas construyó en las comisiones de derechos humanos y el IFE las primeras instituciones de un orden democrático. Zedillo continuó la edificación de otras instituciones democráticas, como un Poder Judicial independiente y profundizó las reformas electorales que vieron el nacimiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y la consolidación de la ciudadanización del IFE. En el esquema politológico, México dejó el autoritarismo, había rebasado la transición –con la llegada al poder de la oposición y el equilibrio de poderes–, y estaba en el umbral de la transición, tarea magna que le correspondía a Fox.
¿Qué hizo? El hombre que estuvo en el momento y sitio adecuado para echar al PRI del poder con la promesa de cambio, le volteó la espalda a la consolidación de la democracia. Lo único que puede acreditar como aporte a la institucionalidad democrática es la Ley de Transparencia –fundamental para la observancia del poder–, que salió por iniciativas ciudadanas y paradójicamente a contracorriente de él. Fuera de ella su sexenio estará caracterizado por una regresión importante de la democracia. En efecto, la Presidencia foxista ha sido un baluarte en la desinstitucionalización del país, truncando el camino andado hacia un gobierno legítimo y eficiente.
No hay retórica en esto. El Banco Mundial tiene un índice de gobernabilidad y anticorrupción que elabora anualmente que permite medir estos procesos. De los seis indicadores que definen la legitimidad y la eficiencia de un gobierno, en los seis bajó el gobierno de Fox. En rendición de cuentas, cayó de una calificación de 59.6 en 2002, a 56.8 en 2004; en estabilidad política se redujo de 52.4 a 43.7; en eficiencia gubernamental se desplomó de 65.7 a 56.7 (en 1998 tenía una calificación de 68.9); en Estado de derecho cayó de 47.4 a 45.9; el control de la corrupción bajó de 51 a 48.8; y en calidad regulatoria, aunque subió de 66.8 a 68 en el mismo bienio, cayó con respecto a 1998, cuando tuvo 75.5. A este desastre se le puede añadir otro indicador de eficiencia y legitimidad importante: la ausencia de violencia. En este sexenio no sólo se disparó en número, sino en la calidad de la violencia y la extensión con la cual se maneja el crimen organizado.
En la manera más plástica como pueda ser ejemplificado, durante lo que va del sexenio Fox se desmantelaron diversas instituciones, comenzando por la Presidencia misma, a la que su colorida personalidad devaluó como soporte nacional, sin modificar las entrañas legales que le dieran una mayor fuerza institucional –como un poder de veto real para evitar chantajes del legislativo–, y manteniendo a su disposición todos los recursos subrepticios que en el pasado fueron aprovechados por líderes más autócratas. La bonhomía de Fox y su aparente talante democrático, no impidieron que en sus momentos críticos dispusiera de esos remansos de autoritarismo que tiene el Poder Ejecutivo para, por ejemplo, utilizar discrecionalmente la ley para beneficio de su gobierno o de su familia.
Botones de muestra de esa desinstitucionalización fueron el gabinete social extralegal encabezado por su esposa Marta Sahagún que remplazó en muchas ocasiones la política social, la de salud y la educativa; la desarticulación del gabinete que propició, por señalar un caso, la paralización por más de dos años de la red de infraestructura carretera; o el aniquilamiento de la coordinación de seguridad pública por las veleidades de su gabinete, y cuyas consecuencias se están viendo hoy en día. El Ejecutivo y el Legislativo se la pasaron peleando, minando la relación política entre dos poderes autónomos y sepultando todas las reformas, mientras la Presidencia se convirtió en una caja de desatinos y de ánimos vengativos. La ingobernabilidad por la debilidad de instituciones no sólo se expresó en el florecimiento del narcotráfico, sino en el surgimiento de comunidades regidas bajo su propia ley.
No fue extraño que casi 7 de cada 10 mexicanos perdieran la fe en la democracia durante este sexenio, y que fuera creciendo el deseo del regreso del autoritarismo. No hubo construcción de la cultura democrática, sino su destrucción por vía del desmantelamiento de las instituciones. De la ruta de la consolidación, este gobierno saltó hacia atrás, cruzando la etapa de la transición y tocando nuevamente la puerta del viejo autoritarismo. Fox terminará su mandato con una enorme deuda política y la vergüenza histórica sobre sus hombros. Pero no es el único demoledor de instituciones.
En estos momentos de enorme griterío postelectoral, todos los actores políticos se están disputando la supremacía para ver quién destruye más eficientemente a las instituciones democráticas que tanto han costado. Estamos en un momento crítico dentro de nuestras aspiraciones democráticas y camino a la perdición, sin verse un horizonte alentador porque a ninguno de los actores centrales en este momento se le ven alas para volar a gran altura. El Presidente sigue en campaña contra Andrés Manuel López Obrador, y éste quiere chantajear al país con sus bravuconadas, mientras que Felipe Calderón envuelve sus palabras en algodón para sugerir extralógicamente que quienes reclamen legalidad electoral son violentos y buscan la guerra. De todas partes se dispara al IFE, sin separar la institución de las personas, y ahora se apuntan las baterías contra el tribunal electoral. Los partidos responden con lealtad al caudillo y sumisión ante las televisoras. Los magistrados tienen componendas con el hampa y los ciudadanos seguimos corrompiendo a quien se deje para vivir mejor. Son malos momentos para carecer de una visión de Estado, aunque, ¿de qué nos asombramos? Ya sabíamos que nuestros políticos son pigmeos, que nuestra sociedad es culturalmente autoritaria y corrupta, y que la democracia, como forma de organización social, no se nos da. Hemos querido ser lo que históricamente no hemos sido y hoy, a simple vista de nuestro comportamiento colectivo, demostramos que tampoco podremos ser. Tenemos lo que nos merecemos, y lejos de avergonzarnos, lo presumimos. De esta manera, lo que sea, lo que venga, lo tenemos merecido.