EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Casarse y vivir felices por siempre

Gibrán Ramírez Reyes

Octubre 10, 2018

En Banquete de los ricos, José Clemente Orozco muestra a personas ricas exhibiendo su felicidad ante trabajadores con el rostro endurecido, algunos podrían decir que amargado de trabajar tanto para tan poco. Es un encuentro metafórico, desde luego, porque ricos y pobres viven en nuestro país mundos que las más de las veces están separados. Los pobres encuentran a los grandes ricos, si acaso, en las portadas de sus revistas de sociales, en Quién, Hola o suplementos como Club, de Reforma, una serie de publicaciones que se caracterizan por la blancura intencionada de sus páginas (lo comprobó Mario Arriagada en Quién no es Quién), así como la exhibición de la felicidad, una felicidad a la que, se supone, aspirarían los muchos de abajo (como bien enseñan las telenovelas).
Los ricos estaban en banquete mientras los trabajadores estaban en conflicto. Élites viejas y nuevas asimiladas entre ellas (ya en la posrevolución), en un ámbito aparentemente baladí. El ideal revolucionario, sobre todo después de los tiempos de la pintura de Orozco (1923-1924), intentó cerrar esa brecha, y lograr que los ricos vivieran, progresivamente, en el mismo mundo que los pobres, que compartieran algún espacio. Fue uno de los intentos que animó el urbanismo social mexicano del siglo pasado, pero fracasó. Es una idea que si acaso se empujó seriamente, podría llamarse derrotada quizá desde el alemanismo, aunque es otra historia que debería contarse.
Lo tomo de Estela Roselló Soberón y otros de los estudiosos de la felicidad: la manera en que ésta se proyecta delinea formas de concebir el mundo, de establecer lo que es valioso, los deseos dignos de satisfacción y de lo que se vale moralmente para sentirse bien. La felicidad, su idea dominante –y sigo brincando sobre los pasos de Roselló–, implica el lujo, que significa abundancia, y según sea el caso, cuidado, esmero, esfuerzo y búsqueda de la perfección. Perfección, que es lo que uno se merece si puede pagárselo. Sin exhibición, el lujo se vuelve inútil porque el merecimiento no le consta a nadie y, ya se sabe, el reconocimiento depende de la mirada de los demás, no de la de uno mismo. Por eso, entre nuestras élites, la ostentación de la felicidad es un deporte bastante popular. Más feliz implica siempre más lujoso; y más feliz siempre es mejor.
Pero hay un problema con que la vara se ponga desde arriba. Si uno pregunta a los felices por la causa de la felicidad, la mayoría de ellos dirá que es cuestión de mérito, del suyo, del de sus padres, de los padres de sus padres. Casi todos los empresarios con los que he hablado al respecto reproducen esa estructura del pensamiento de modo acrítico. La idea democrática de la política, por eso, ha reivindicado siempre una estética plebeya despreciable para los happy few, y se trata, acaso, de uno de sus rasgos verdaderamente revolucionarios. Se trata de construir el mundo de forma diferente, de hacer preferible satisfacer unos deseos sobre otros, de una manera diferente de sentirse bien. Hacerse eco de las formas vigentes de ostentar la felicidad y el lujo, por eso, pega directamente en la línea de flotación del proyecto democrático, en la máxima de que se puede ser feliz promoviendo la felicidad de los demás; le quita credibilidad. No es cualquier cosa.
Estoy hablando de lo que todo mundo piensa. Y no. Una boda no es sólo una boda, un evento cualquiera. Al contrario, si se le pone tanta atención, aunque no pueda verbalizarse con precisión, es porque se trata de un evento fundamental para la vida de los celebrantes y sus entornos.
Una boda implica, cuando menos: 1. Ampliar familiarmente el campo de la reciprocidad: el abanico de aquellos a quienes uno puede deberle favores o hacérselos, a quienes uno le solicita regalos –como de hecho se hizo–, a quienes es permisible llamar amigos, aquellos a quienes está permitido convidar de lo privado (y por eso importan las listas de invitados). 2. Demostrar, en el juego de símbolos, la categoría y la jerarquía social y en qué se funda (no es lo mismo que a uno lo case, por poner un ejemplo, su consejero religioso de siempre, un sacerdote intelectual o un arzobispo). Es cierto: por masiva que sea, una boda pertenece al ámbito privado y la discusión sobre ella no debe rebasarlo. Es cierto también que si uno va al público, si con ello fortalece una cierta forma de ser de las apariencias, una cierta forma de vivir la felicidad, si lo publicita a propósito, uno se convierte voluntariamente en objeto de crítica, y no por las personas, sino por la serie de mensajes que se envían. El Banquete de los ricos de Orozco quiso ser una advertencia temprana. Es una pintura que estremece.