Gibrán Ramírez Reyes
Noviembre 07, 2018
A LA CARGA
Los procesos de cambio y su lenguaje tienen su propia temporalidad política. Su contexto no es nada más el inmediatamente visible, sino los procesos de cambio previos.
Los momentos de cambio subrayan las diferencias, porque se pone en entredicho los lugares asignados en el orden anterior. Pasó antes. En 1911, por ejemplo, en plena Revolución, se subrayaba el imperio de los catrines, esos hombres privilegiados, ricos, de botas o tacones, preocupados principalmente por conservar su apariencia y su riqueza. Se subrayaba esa condición, está claro, impulsando cierto ánimo de venganza. Una carta recuperada o inventada entonces en el diario La Opinión reivindicaba: “Ahora el pueblo es soberano. Los catrines de chaqueta valen una pura y tres con queso”. Un ensayo del mismo año, de Irineo Paz, recordaba el bloqueo de la movilidad política y social en tiempos de la Reforma: “El general se llamaba Félix y era general no por más entendido ni por más valiente, sino por más catrín. Como tenía chaqueta de paño y llevaba botas se le daba más importancia”.
Las palabras similares estaban en el vocabulario de entonces, se aumentaron sus apariciones y sirvieron para releer la historia contemporánea a la luz de los cambios. En estos textos de los tiempos de la Revolución, que no puedo glosar largamente, el catrín era el beneficiario de un sistema injusto, ora en la revolución de Independencia, ora en la Reforma. En ambos episodios, algunas entre las personas comunes se habían sentido triunfadoras por encima de los catrines; el “pelado”, en una anomalía histórica, había tomado una parcela de poder –una hazaña que se quería repetir en grande en la Revolución.
Como fifí, también una palabra vieja, catrín significaba la condena del predominio del falso mérito, del reino de las apariencias y la frivolidad, de la estructura estética colonial criolla, donde lo blanco era lo bueno. “Se lavaron con jabón de leche de burra para ver si se blanqueaban y se pusieron catrines”, dice un relato de vida cotidiana de entonces. “Catrín” no era directamente un insulto, una palabra mala necesariamente. No lo es tampoco “fifí”. Mariana Gómez del Campo, en un desplante racista, hizo suya una caricatura que distinguía entre fifís de raza y fifís de ocasión. No le molestaba reconocerse como fifí, sino al contrario. Los columnistas Sergio Sarmiento, Héctor de Mauleón, entre otros, se han apropiado de la palabra sin necesidad de mucha rebeldía. Les quedó, les gustó, se les hizo chistosa y se la pusieron en una playera.
Ambas palabras, sin embargo, sí funcionan como condena en el vocabulario revolucionario, pero no es por ellas mismas, sino por lo que implican. Desnudan el privilegio que se defiende y se le reivindica como legítimo impúdicamente, que ve por encima del hombro, que existe aunque no se quiera nombrar. La historia está más cerca de lo que parece. Desde luego, la palabra “fifí” es poco elegante y poco precisa –a mí entre que me choca y me da risa; no me parece una expresión dura ni claramente derogatoria–, pero así es el lenguaje llano, simple y cotidiano –y funciona. Más preciso que fifí sería decir “personas estructuralmente privilegiadas por razones socioeconómicas y habitualmente por su intersección con la estética poscolonial de la blancura que hacen como si su privilegio fuera mérito”. Pero sería muy tedioso decir “prensa defensora de las personas estructuralmente privilegiadas bla bla bla” y además nadie entendería. No es reducirlos a golpistas, como dice Jesús Silva-Herzog, sino apenas señalar que son la parte decente de la defensa de un sistema y, en consecuencia, de la estructura de beneficiarios del mismo. Ana María Olabuenaga lo dice en su artículo de ayer en Milenio de la manera más ramplona posible: si eres chairo no puedes ser fifí. No mereces el privilegio a menos que lo defiendas públicamente.
Las clases sociales existen, aunque no se nombren. De hecho, no nombrarlas es parte de una estrategia para mantener la paz en un orden tremendamente desigual. Renunciar a politizar esa desigualdad en nombre de la paz social es llamar a cerrar los ojos a que no se trata de un fenómeno inevitable, sino un resultado de la avaricia, de la explotación, de los privilegios fiscales y un largo etcétera. Así: la desigualdad y la inmovilidad social son concentradores de agravios, de agravios que tienen perpetradores que defienden privilegios y con ello perpetúan el daño hecho. Es decir, nuestra sociedad está ya dividida y polarizadísima, lo ha estado mucho tiempo, pero en silencio. Lo que propicia la política actual es que dicha polarización se nombre y se haga ruidosa ante la posibilidad de un reacomodo.
Esto tiene sus riesgos, claro. Claudio Lomnitz ha detectado en la retórica revolucionaria estructuras del antisemitismo, y ciertamente la Revolución mexicana tuvo una deriva mexicanista excluyente y en cierto sentido racista y vengadora. Se trató de una deriva que logró dejarse atrás, pero no fue por decreto, sino porque los dolores de la polarización se disminuyeron, aunque fuera un poco, porque creció la movilidad social, la movilidad política, y algunos de los que nunca mandaban empezaron a mandar un poco más. El triunfo del neoliberalismo, en sentido contrario, congeló la movilidad, dinamizó la concentración de privilegios, uniformó las voces en la escena intelectual en defensa de la forma de hacer las cosas que ocasionó dichos congelamiento y concentración. No me parece mal que la distancia se nombre. Malo sería que se quedara en pura retórica.