EL-SUR

Lunes 02 de Diciembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

Contrapunto

Lorenzo Meyer

Agosto 10, 2020

AGENDA CIUDADANA

Con dos semanas de diferencia, la justicia mexicana le echó el guante a dos personajes que se pueden calificar de “peces gordos”. Uno es Emilio Lozoya Austin acusado de lavado de dinero, asociación delictuosa y cohecho. El otro es José Antonio Yépez, El Marro, líder del Cártel de Santa Rosa de Lima (CSRL), acusado también de lavado de dinero, pero además de crimen organizado y robo de combustible y a los que podrían añadirse narcotráfico, secuestro, extorsión y asesinato, entre otros.
Lozoya y Yépez –formalmente presuntos delincuentes, pues aún deben ser juzgados y sentenciados– son personajes contrastantes pero que tienen un punto en común: sus delitos afectaron gravemente a la empresa productiva estatal más importante de México: a Petróleo Mexicanos; otrora orgullo nacional, pero desde hace siete sexenios pésimamente administrada y sistemáticamente abusada y saqueada desde el gobierno y también por su sindicato. Los daños causados por Lozoya a la empresa fueron por la vía de contratos logrados con sobornos de millones de dólares e implicaron sobreprecios escandalosos en beneficio de la multinacional brasileña Odebrecht, lo mismo que comprar plantas chatarra a empresas mexicanas (AHMSA) o un astillero en quiebra en España.
Por otra parte, se calcula que, en su apogeo, en 2018, el robo de combustible a los ductos de Pemex y desde el interior de sus refinerías, ascendió a 66 mil millones de pesos. Y la mayor organización responsable de ese robo fue justamente el CSRL encabezado por José Antonio Yépez.
Lozoya y Yépez son el contrapunto de uno de los grandes problemas nacionales: el robo en gran escala de bienes de la nación desde los extremos de la sociedad. Uno lo hizo desde su posición como miembro de la “aristocracia política” mexicana y el otro desde la “zona plebeya”. Ambos son jóvenes, están en sus cuarenta años, y, desde luego, ambos resultaron ambiciosos en extremo, extremismo que finalmente les condujo a la situación en que hoy se encuentran. Y las similitudes continúan: ninguno dudó en usar y comprometer a sus respectivos núcleos familiares en sus actividades ilegales pues es en ese espacio cercano donde se encuentran las lealtades más fuertes. Finalmente, ambos cayeron cuando un cambio de fondo en la cúpula gubernamental rompió la compleja red de complicidades que les protegía. Hasta aquí las similitudes.
Lozoya nació en Chihuahua en el seno de una familia de la élite política y con raíces en ese estado. Yépez es originario de Guanajuato, de San Antonio de los Morales, cerca de Celaya, cerca de Santa Rosa de Lima y, claro, lejos, muy lejos de las élites.
Lozoya posee dos licenciaturas, una en economía (ITAM) y otra en derecho (UNAM) más una maestría en administración pública por la Universidad de Harvard. Sus primeras actividades profesionales fueron en fondos privados de inversión, fue director en jefe para América Latina en el Foro Económico Mundial y trabajó en el Banco Interamericano de Desarrollo y en el Banco de México. De ahí pasó a formar parte del equipo de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto y, finalmente, en 2012 fue nombrado director de Pemex. De Yépez se tienen menos datos, pero por el contenido y el vocabulario que empleó en algunos videos, puede inferirse que debió cursar la primaria y no más. También se sabe que a los treinta años ya era un salteador profesional de camiones y que fue ascendiendo en la escala criminal hasta formar su propio cartel y llegar a dominar con gran violencia el mundo ilegal de Guanajuato. Al final, su actividad principal, aunque no única, era el robo en gran escala de combustible a Pemex.
El gobierno de la 4T ha declarado una lucha abierta contra la corrupción en su conjunto, pero da la impresión de que el factor de clase aún cuenta. A Lozoya se le persiguió por media Europa, se le capturó y pronto se llegó a un arreglo inicial: a cambio de exponer a los principales actores de la trama corrupta y el modus operandi para afectar a Pemex, se le permitió no pisar la cárcel como su caso ameritaba sino ingresar a un hospital privado por un supuesto padecimiento, declarar desde ahí, no se le acusó por el delito más grave que cometió –delincuencia organizada– sino por otro menor: asociación delictuosa y finalmente quedó bajo arresto domiciliario. En contraste, El Marro nunca pretendió o pudo salir del entorno en que nació y creció, ahí fue capturado por el ejército y sin mayor ceremonia acabó en la prisión de El Altiplano acusado, él sí, de crimen organizado.
El resultado final del proceso legal deberá justificar tan obvia diferenciación –¿discriminación?– en el trato de los dos que se ensañaron con Pemex. Un evidente favoritismo (¿clasismo?) en la impartición de la justicia sería inaceptable.