EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Decidir el interlocutor legítimo

Gibrán Ramírez Reyes

Abril 15, 2019

PENSÁNDOLO BIEN

 

 

Estos días una activista, Dana Corres, promotora del movimiento Me too, fue amenazada de muerte por una cuenta de Twitter y algunos de los seguidores de la misma cuenta llamaron también a violarla. Sería una cosa cotidiana –no por ello admisible– si se tratara de una cuenta de Twitter anónima cualquiera, animada por un loquito cualquiera de los miles que utilizan la libertad de la red para vaciar sus frustraciones y complejos. (Es triste, pero esa es la normalidad de esa red, y las amenazas fluyen a la menor provocación). Pero no, no se quedó en eso.
La amenaza adquirió otra dimensión debido a que provino de una cuenta con mucho foro, con difusión masiva, e incluso con legitimidad de interlocución de que la habían dotado los medios de comunicación tradicionales sin razón aparente. A algunos en MVS, La Jornada, Radio Fórmula, les pareció interesante “escuchar a la otra parte”, estando esa “otra parte” representada por un anónimo (alias Dante) que manejaba una cuenta que no sólo incitaba a la violencia y la legitimaba, sino que se promocionaba mediante la amenaza de difundir packs de mujeres obviamente sin su consentimiento. No digo que el tema no deba debatirse: es obvio que tiene que serlo y cada quién tendrá su opinión sobre cómo debe hacerse, pero evidentemente podía hacerse de forma distinta. Por ejemplo, el debate entre Marta Lamas y Estefanía Veloz llegó a ser una conversación interesante que representó diferencias ideológicas y etarias y que podía alimentar matices y reflexiones. Había, seguramente, muchas formas de hacerlo y no sólo una.
Más allá de eso y de lo que se piense del movimiento, llama mucho la atención que los medios tradicionales, todavía siendo más fuertes entre diversos públicos, sucumban a lo peor de la dinámica de las redes y amplifiquen voces inadmisibles que deberían quedarse ahí confinadas, en cualquier tema –es como si fuera una competencia por bajar el nivel o por igualar la discusión a los balbuceos aun en sus peores versiones. Una parte de esta dinámica se debe al atractivo comercial del conflicto, del choque, porque eso siempre tiene más audiencia y se difunde con mayor facilidad. No importa quiénes sean los interlocutores, qué digan, qué representatividad social tengan, qué articulación posea su discurso. Se trata del show y poco más que eso. En el extremo de la simplona justificación de la pluralidad a toda costa, y de la contemporización con las redes a toda costa, igual que han contrastado posturas de feministas y sus opositores más misóginos, no tardarán en poner a discutir a un negro activista y a un supremacista blanco, como si fueran voces equivalentes; a nazis negacionistas y a activistas de la memoria del Holocausto, o lo que sea con tal de tener rating.
Desde luego, una buena parte de la responsabilidad corresponde a los medios –esas conversaciones tomaron espacio en medios tradicionales en el Brasil pre-Bolsonaro o en Estados Unidos pre-Trump–; pero también los demócratas debemos elegir a nuestros interlocutores, que no pueden ser los que enarbolan discursos de odio, piden bolsonarizar el espacio político, o reivindican en perfiles anónimos o abiertamente la exclusión y la muerte.