Raymundo Riva Palacio
Enero 26, 2017
Llegó el momento de pensar fuera de la caja en cómo tratar al presidente Donald Trump, quien no tiene la menor intención de manejarse dentro de los parámetros que rigen la política, la diplomacia y las relaciones internacionales. Si bien no debería de ser sorprendente su actitud, sí llama la atención cómo una vez sentado en la Oficina Oval, su beligerancia y hostilidad se han acentuado, particularmente en el caso de México. ¿Por qué en la víspera de que se iniciara la renegociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica anunció que construiría el muro de la ignominia y sería pagado por los mexicanos? Esta es una decisión soberana de Trump, pero la coincidencia de recibir a la delegación mexicana con un golpe en el ojo no puede pasar desapercibida. Con un mensaje en Tweeter, enrareció el oscuro cielo de la relación bilateral.
Fue una provocación directa en la cual el presidente de Estados Unidos, quien violentó los métodos usados por sus predecesores para presionar a México sin detonar todos los puentes. Dos ejemplos son muy ilustrativos para mostrar el rompimiento de esas prácticas. En mayo de 1984, cuando Miguel de la Madrid llegó a Washington para entrevistarse con el presidente Ronald Reagan, el columnista Jack Anderson publicó en The Washington Post un informe del gobierno que afirmaba que el presidente mexicano había recibido 250 millones de dólares por un soborno.
El contexto era la creciente molestia en Washington contra su gobierno, por haberse metido en medio de la guerra que iniciaba la Casa Blanca contra el gobierno sandinista y estar evitando una invasión a Nicaragua. Por las mismas razones geoestratégicas, en vísperas de la elección presidencial de Nicaragua en 1990, The New York Times publicó reportes de las agencias de inteligencia, que el gobierno de Carlos Salinas estaba enviando dinero a los sandinistas, lo cual, aunque no era correcto –les había enviado el PRI 200 mil volantes–, buscaba inhibir a los mexicanos. La forma como presionaban los gobierno estadunidenses era sutil, y siempre buscaban en Washington salidas plausibles: ellos no eran los responsables de esas filtraciones que, sin embargo, habían puesto contra la pared a los mexicanos.
Trump rompe con el molde que había manejado la Casa Blanca desde Franklin D. Roosevelt, el primero en utilizar de manera eficaz la comunicación política. Trump es directo, intempestivo, altanero y agresivo. Es, además, totalmente impredecible. El fin de semana, tras las llamadas telefónicas del presidente Enrique Peña Nieto para felicitarlo y el anuncio de la Casa Blanca que se reunirían el 31 de enero en Washington –invitación que nunca fue confirmada por Los Pinos–, se generó la expectativa de que había un mejor entorno para dialogar. Pero Trump ratificó que es una bala suelta que no se sabe por dónde va a golpear. El anuncio de que firmaría una orden ejecutiva para construir el muro en Texas, mostró a Peña Nieto y al canciller Luis Videgaray que no pueden llegar a reuniones donde las reglas y los protocolos son inexistentes. Con Trump puede ser que suceda una cosa, como que suceda la contraria.
En esas condiciones, una reunión de Peña Nieto con él se convierte en una potencial trampa que puede ser terrible para el mexicano. ¿Qué podría decir Trump después del encuentro, aún si acordaron como en la visita a Los Pinos el año pasado, acotar las declaraciones, o mentir como lo ha hecho durante el arranque de su gobierno? Desde que anunció Trump la construcción del muro la noche del martes, Peña Nieto y Videgaray comenzaron a evaluar si se cancelaba la visita a Washington el próximo martes y se analizaron efectos y consecuencias de esa cancelación.
No era una decisión fácil, no sólo por los mensajes que un acto de esta naturaleza significa, sino también por la explosividad de Trump, que tiene una extraordinaria capacidad para transmitir sus emociones y visceralidades a una gran audiencia, que lo escucha acríticamente y le cree, mientras que Peña Nieto no tiene ni las herramientas intelectuales, ni las capacidades políticas o la legitimidad en su propio país para hacerle frente.
Afortunadamente para él, la relación comercial con Estados Unidos, que es el nodo de lo que está en juego por las implicaciones económicas que tiene, no depende de dos personas, sino de todo un enjambre de intereses creados entre los dos países a lo largo de más de un cuarto de siglo. Los mejores aliados de Peña Nieto y su gobierno son los intereses políticos y económicos en Estados Unidos, así como también un hecho fundamental en un mundo paranoico y lleno de amenazas, los 3 mil 200 kilómetros de frontera con un país que ha sido estable y seguro para los intereses estadunidenses.
El dilema que enfrenta Peña Nieto es cómo desarrollar la estrategia y vincular todos los intereses bilaterales en el marco de la seguridad colectiva, sin que parezca una amenaza que no esté dispuesta a respaldar con acciones. Peña Nieto está en una encrucijada: en México se le exige una defensa de los intereses mexicanos sin capital político para poder gastar, por lo que una actitud débil le será letal; en Estados Unidos, ante al beligerante Trump, que con un mensaje en las redes sociales puede destrozar a quien no esté preparado para enfrentarlo con rapidez y fuerza. Esto, en suma, es lo que tiene que hacer Peña Nieto. ¿Cómo? Tiene que ver sus fortalezas y las debilidades de Trump, pero de su decisión y resultados inmediatos probará si está hecho para el mayor desafío de su mandato.
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