EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Disculpen las molestias, esto es un cambio de régimen

Gibrán Ramírez Reyes

Agosto 15, 2018

Los imagino en un simulacro de incendio o sismo, sin saber a dónde ir porque no están señaladas áreas de seguridad. Corren, todos de un lado a otro, y en el camino van tropezándose, chocando, hasta que tocan lo que parecen áreas seguras. Parecen, porque no están bien señaladas. No hay más que líneas emborronadas y señales en el piso. Un huracán ha pasado antes por aquí, estropeándolo todo. Uno de esos dibujos medio borrados del piso, asidero indudable, es el federalismo, la imagen del federalismo más bien –lo que los entusiastas de la Transición se han imaginado que es. Ante la falta de mapas claros –que también se acabaron con el terremoto de julio–, sólo queda asirse a las líneas del relato del viejo régimen. Me refiero a algunos comentaristas y su reacción ante los “superdelegados” del gobierno federal del presidente (electo, todavía) Andrés Manuel López Obrador. Iré al principio.

Actualmente hay cerca de 500 delegados del gobierno federal y serán sustituidos por 32, que conjuntarán casi todas las funciones que las dependencias federales deben desempeñar en los estados. No hay que ser un experto en políticas públicas para hacer notar que esto concentra los puntos de responsabilidad y de decisión, y entonces reduce los de posible corrupción. Se trata de concentrar el poder que ya tiene el Ejecutivo federal, de hacerlo más funcional, más público, más fuerte y también más enjuto; no hay ningún aumento en sus atribuciones, apenas una reorganización territorial que lo puede volver más efectivo, y parece que esa es justamente la apuesta. Llama mucho la atención la desmesura con que se juzga la decisión.

Los que han pegado de brincos y gritos son, sobre todo, politólogos. Me pregunto si eso dice algo de nuestra disciplina, de su rigidez, de su aceptación de un vocabulario estrecho y unas formas únicas, porque parecería que sí. Jesús Silva-Herzog Márquez y Denise Dresser dijeron que los delegados serán tan poderosos que, en los hechos, serán “procónsules”. Supongo que les sonó bonito, politológico quizá, pero es desproporcionado y no tiene sentido. Un procónsul conjunta todos los poderes ejecutivos: militares, civiles, jurídicos. En los hechos, en la Roma Antigua, sólo el Senado está por encima de su autoridad. Y nada está más lejos de eso que un delegado quien, por definición, habla por otro, está investido por y responde a un poder central; a un poder, además, democráticamente electo. Procónsules han sido, en realidad, los bodrios que arrojó la perversión de nuestro federalismo: Fidel Herrera, Javier Duarte, César Duarte, Manuel Velasco, Rafael Moreno Valle, Claudia Pavlovich, por mencionar algunos, todos defensores del pacto federal, del respeto a su investidura. Ojalá hubieran sentido encima el ojo de un presidente comprometido, la presión de un gobierno federal fuerte.

El exceso mayor fue el de Silva-Herzog, que habló de una ocupación federal como no se ha visto en décadas. Eso quiere decir que 32 delegados ocupan más espacio político que 500, supongo. Y quiere decir también que el gobierno federal no estaba en el territorio y ahora estará, ejerciendo sus propias facultades pero con mayor fuerza, lo que se supone que está mal porque, teniendo el responsable exposición pública, ay, la gente va a decir que allí vive el gobernante pero el que manda vive en frente. Pobre investidura.

No sólo eso, sino que a Silva-Herzog le escandalizó también que los delegados sean miembros del partido del presidente. ¡Sorpresa! No habían querido decirlo, pero parece que formaron –formamos– un partido y un movimiento precisamente para tomar el poder y para dar un cambio de rumbo a las decisiones del gobierno. Tampoco es elegante decirlo, pero si se hubieran asomado a lo que hay ahora, encontrarían a los parientes de medio gabinete federal repartidos en las delegaciones, y encontrarían también políticos, pero que no dan la cara al público porque además los comentócratas nunca los presionan para hacerlo. Sin duda lo que viene es mejor que eso. Hasta ahora, de hecho, se había ignorado su existencia, y la última vez que se habló de alguno de ellos fue porque Gerardo Ruiz Esparza lo hizo chivo expiatorio para no rendir cuentas sobre el Paso Exprés. Eso hacen con funcionarios menores: los tratan como fusibles para no hacerse responsables de nada. Por otro lado, quienes han pedido perfiles eminentemente técnicos para las delegaciones reciclan la ilusión tecnocrática de que el país puede resolverse así, con la razón abriéndose paso. Y no: hace falta derrotar intereses para poder aplicar las políticas, y hace falta quien marque rumbo. Siempre ha sido así. Y para hacerlo hacen falta políticos (también por eso la gente escogió a López Obrador y no al “no priista” José Antonio Meade).

Más simpática me parece la advertencia de Silva-Herzog de que va a generarse una diarquía, que para él significa la coexistencia de dos poderes en un solo territorio. (Otra vez, ¿es que antes el poder federal no estaba en esos territorios?). Si le rasca un poco más, va a encontrar que, además del poder federal y el local, en esos mismos territorios hay poder municipal, ¡triarquía!, y después poderes fácticos, ¡poliarquía!, ¡escándalo! Pero, ¿no es que la poliarquía estaba bien? Disculpen, me he vuelto a confundir. (No, ya: en realidad la diarquía, concepto típico del vocabulario revolucionario, se refiere a la coexistencia de poderesdel mismo ámbito en el mismo territorio, incompatibles y en competencia, de manera que lo que haya aquí serán solo las tensiones naturales de la política, siempre existentes entre órdenes de gobierno: y sí, el gobierno federal y la jefatura de Estado llevan las de ganar, gracias al cielo, pero eso no lo hace una diarquía).

En el extremo, Silva-Herzog habló de 32 maximatos. Además de que hay que decidirse (¿son instrumentos presidenciales para ocupar el territorio o ellos mismos serán jefes máximos?), la figura es desafortunada en términos históricos, porque la forma que utilizó Lázaro Cárdenas para desmontar lo que se llamó “el maximato” –modalidad de un régimen político–, fue precisamente colocar y rotar poderosos representantes del gobierno federal a su cargo, de su confianza, sin ligas o con enemistad con el poder callista (y esto lo cuenta con una claridad envidiable Alicia Hernández en “La mecánica cardenista”). Y así institucionalizó la presidencia, transformó el régimen y logró avances sociales impensables de otro modo. Tengo una noticia: López Obrador y el movimiento que lo llevó a la Presidencia están en lo mismo, refuncionalizando instituciones, recuperando para ellas el poder que tienen ahora grupos en sus márgenes, desmontando maximatos, cambiando el régimen político. Se trata de política real, de combatir las perversiones de nuestro federalismo mal encaminado, del realmente existente, no de atacar al federalismo como tal. Esto quiere ser una real transformación, y esperamos que disculpen las molestias que les cause.