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Sábado 05 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión  

Edgar Neri Quevedo

REGISTRO DE CONTRIBUYENTES El Larousse ilustrado La poesía nos atrae en la medida en que pueda trascender del plano vulgar, pero a través de ella no se nos ocurre otra cosa que hacer públicos nuestros más vulgares sentimientos. Nos interesa más la biografía que la ficción; sin embargo, queremos una ficción verificable y una biografía … Continúa leyendo Edgar Neri Quevedo

Enero 16, 2002

REGISTRO DE CONTRIBUYENTES

El Larousse ilustrado

La poesía nos atrae en la medida en que pueda trascender del plano vulgar, pero a través de ella no se nos ocurre otra cosa que hacer públicos nuestros más vulgares sentimientos. Nos interesa más la biografía que la ficción; sin embargo, queremos una ficción verificable y una biografía probable.

Sólo tienen derecho al escepticismo quienes han tenido una fe y la han perdido para siempre. Tienen derecho al optimismo sólo quienes se han desencantado, una y otra vez, del mundo. La humildad es un don de quienes han sido lo suficientemente soberbios como para darse cuenta, de golpe, que son insignificantes. Pero no vale hacer filosofía de las experiencias vulgares. La cotidianeidad que no es posible verter en términos estéticos no vale la pena traerla a la página, sitio para motivos mucho más elevados.

Juan Domingo Argüelles

 

Los textos que precisan una explicación para ser comprendidos son, irremediablemente, intentos fallidos de hacer buena literatura. En muchas ocasiones el escritor acomete, diccionario en mano, la página en blanco. Lo hace por ser respetado, por pasar por erudito. Goza al imaginar al lector consultando penosamente el significado de una palabra que, astutamente, ha colocado indiscretamente en el texto, como trampa para obstaculizar la lectura.

El efecto se produce, el lector se detiene para descubrir el significado. El desencanto es grande cuando advierte que morondo es sinónimo de limpio, que jorfe lo es de muro y beldar de aventar.

De vuelta a su asunto, el leyente decide obviar la consulta de las varias palabras extrañas que han sido dispuestas a lo largo de la obra. El resultado no es precisamente la incomprensión, pero sí el desinterés. El leedor tomó varios atajos y no acompañó al creador en toda la ruta. Hay que señalarlo, el escritor le abandonó primero. Justicia.

La esencia de la literatura no radica en las palabras, sino en la manera de hilvanarlas, en la forma de construir el texto. Si la literatura y principalmente la poesía buscan, aunque los poetas lo nieguen, la popularidad, un buen principio sería emplear palabras de uso cotidiano. Por supuesto que es una restricción, pero al fin de cuentas hay que ser congruentes con nuestro entorno.

Hace un par de años conocí a un editorialista de aquí, que utilizó la palabra diatriba en una de sus entregas a un diario local. Le pregunté, así sin más, el significado. La respuesta lo evidenció, rodeos, extravíos y lo supuesto: no tenía ni la menor idea pero la palabra le sonaba bien. Sonaba interesante. Nadie por lo visto se había atrevido a preguntarle jamás nada.

Lo encontré un tiempo después, y apenado y presuroso y visiblemente molesto me salió al paso para decirme el significado y ofrecerme una explicación completa del término. Finalizó su exposición con un: no puede uno recordar con precisión todas las palabras que escribe.

Así las cosas, considero que debe uno tomarse muy en serio lo de ser congruente, incluso con uno mismo. Desconocer palabras no es tan malo ni nos hace candidatos a la horca. No emplear correctamente las que conocemos sí, por supuesto que sí.

Una lengua tan rica como la nuestra siempre tendrá algún sinónimo accesible a la mayoría. Y el escritor debe ser cómplice del lector y ayudar en la comprensión de las palabras que le sean ajenas o hayan caído en el desuso. Este último recurso es bien utilizado por algunos grandes escritores que, veladamente, propician un mejor entendimiento de los vocablos empleados, sobre todo si son palabras que se utilizan solamente en una región.

Alberto chuchuneó a Guillermo y tuvo que pelincarse para tomar el cachorrillo. Todo se trambulicó. Esta frase puede resultar ajena para los que no viven en la Costa Grande, por ejemplo. La explicación es simple: Alberto sacudió a Guillermo y tuvo que pararse de puntitas para tomar la pistola. Todo se complicó.

Ojalá que los escritores que así lo hacen abandonen el Larousse ilustrado y se decidan por utilizar el lenguaje cotidiano. Sobre todo los buenos escritores, que los hay en estas tierras, aunque algunos se resistan a creerlo.

Para concluir, una anécdota. Conocí a un hombre ya entrado en años y se presentó como fulano de tal, decano de los periodistas acapulqueños. No sabía, hasta ese momento, que los periodistas acapulqueños tuvieran un jefe o presidente, por lo que le pregunté que de qué asociación o periódico lo era. Se indignó. Me dijo que sus cincuenta años como periodista eran más que suficientes para ser decano, que qué poco informado estaba.

No quise arrancarle de tajo la ilusión y decirle que el término decano, además de aplicarse a la persona más antigua de la comunidad, se emplea para referirse al jefe o presidente de algo. Sobre todo porque conozco a periodistas acapulqueños más viejos que él.

En este breve periodo en Acapulco he conocido a cuando menos cinco personas que se autoproclaman como decanos del periodismo y, descartando una de sus aplicaciones, habría que ver las actas de nacimiento y la fecha en que incursionaron en el medio, y su vigencia como periodistas.

Sin embargo, hay que aceptarlo, la palabra decano suena mejor que el más viejo, antiguo o veterano. Y nadie se pelearía por serlo, sobre todo porque son ilustres desconocidos.

En fin, que escriban y se nombren como quieran, y pretendan engañar a quien quieran, así sea a ellos mismos. A veces lo consiguen.