Gibrán Ramírez Reyes
Enero 24, 2018
Prometo que en las siguientes semanas escribiré sobre cómo van las campañas presidenciales, que supongo seguirán en la misma tónica por un rato. No se pierde nada si se dejan de comentar por una semana. De repente me parece que hay cosas de las que vale más hablar, más importantes para la gente, en general, porque se trata de cómo se vive cada día. Comparto, hoy, una breve reflexión surgida de un par de libros que leí en las últimas semanas –pongo los títulos al final– porque hablan de los temas que consumen buena parte de la fuerza mental de la gente, de su tiempo, de sus aspiraciones: del amor, de la pareja y del matrimonio y su historia. Lo hago, entre otras cosas, porque se trata de una institución –el matrimonio– que experimenta una rápida mutación a juzgar por los datos del Inegi. En México cada vez se casa menos gente y se divorcia más. En 2012 se casaron 585 mil; en 2013, 583 mil; 577 mil en 2014. En contraparte, los divorcios fueron 91 mil 285 en 2011; 99 mil 509 en 2012 y 108 mil 727 en 2013.
Puede existir, de hecho se dice, la impresión de que cuando una pareja se separa es que el amor se ha acabado. Tiene su lado cierto, pero parece que no está tan claro y que, más bien, el amor no es nunca suficiente para mantener una relación de pareja sana y hacer que dure. El amor —correspondido, mutuo— es más bien un milagro, un hecho infrecuente en la vida de las personas, pero en realidad sirve para muy poco. Y aquí aclaro que hablo del amor-pasión, el amor romántico monogámico, mezcla del deseo con la unión espiritual que vino a generalizarse en la historia con la difusión persistente, por siglos, de los modos de ser burgueses europeos. Antes de que el matrimonio se considerase la forma consagrada de amor romántico, matrimonio y amor eran cosas que iban cada una por su lado.
El matrimonio era un vínculo de pareja generado precisamente para la estabilidad, para la conveniencia, las condiciones de desarrollo familiar. El amor-pasión tenía sus espacios, sus caminos, muy aparte, en una dinámica episódica más que en la cotidianidad familiar. A nadie se le ocurría, hasta el siglo XVIII, que la pasión y el deseo pudieran guiarlo a uno a una vida buena por arte de magia, y menos ser la primera piedra para fundar una familia feliz. Tratándose de estallidos impredecibles, era muy natural que se pensara así. Pero esto empezó a cambiar después en una historia muy larga que no es momento de contar.
Un modelo de relación de pareja como ese exigía que uno se pudiera divorciar. Si se trataba de depositar todas las necesidades de la vida cotidiana en una pareja “elegida entre todas, con soberana libertad”, entonces era preciso que fuera la correcta, y ya está claro que en cosas tan serias también uno puede equivocarse. El divorcio total –el que permitía no sólo la separación de cuerpos sino la posibilidad de casarse con alguien más después– entonces empezó a legislarse después de mediados del siglo XIX en el mundo. Desestabilizada por su dependencia del amor, quizá la duración de las uniones matrimoniales quedó más bien apuntalada por la dominación masculina y la idea del papel social de la mujer primordialmente como madre. Pero ni siquiera eso sería suficiente: el matrimonio amoroso y el divorcio han ido desde entonces de la mano, no pueden bien concebirse uno sin otro.
Hoy, las relaciones duraderas son cada vez menos. Mi generación, por ejemplo y según los datos demográficos al alcance, retrasa su entrada en unión libre y matrimonio sensiblemente más que las previas. No digo que haya una crisis del matrimonio, como tal, porque sigue tratándose de una figura a la que muchas personas aspiran, pero en la cual más difícilmente pueden encontrarse con fortuna. Y algo tiene que ver con que las ideas individualistas y del amor romántico sigan triunfando.
El matrimonio por amor para toda la vida, aunque siga siendo una aspiración compartida por millones, cada vez parece tener menos sustento en las posibilidades reales, y deseables, de la vida social. ¿Podría ser que el cambio en las formas de las parejas, que no necesariamente tienen que cohabitar, casarse, a veces ni siquiera ser sexualmente exclusivas, constituya una reacción contra este idealismo amoroso y otros factores de más reciente aparición –el empoderamiento de las mujeres, la inestabilidad y la precariedad laboral que no permiten prefigurar una vida a largo plazo– que desestabilizan a esa vetusta institución? Puede ser que los tiempos nos hayan hecho una generación más realista, menos encantada y más igualitaria, aunque se nos haya querido caricaturizar como una entregada al momento. O eso deseo. Los libros son Historia de la pareja, de Jean Claude Bologne, y el muy interesante Un divorcio secreto en la Revolución mexicana: ¡todo por una jarocha!, de Ana Lidia García Peña.