Fernando Lasso Echeverría
Diciembre 13, 2016
(Segunda parte)
Como se dijo en el artículo anterior, el Congreso Constituyente quedó instalado el 1 de diciembre de 1916; el proyecto de reforma constitucional que presentó el presidente Venus-tiano Carranza fue muy mo-derado, haciendo evidente que sólo deseaba darle a la Cons-titución de 1857 una discreta transformación que no alterara mucho al documento original; por ejemplo, soslayaba los pro-blemas sociales del campe-sinado y de los obreros, sin embargo, esta pretensión presi-dencial de no agitar mucho los fundamentos legales de la so-ciedad del país, se vio am-pliamente superada por un Congreso Constituyente con-formado por una fracción ma-yoritaria de diputados liberales y reformistas radicales –entre ellos, muchos obregonistas– independientes del Poder Ejecutivo, encabezados por Francisco J. Múgica y Heri-berto Jara, que dentro de los 136 artículos que formaron la Constitución, crearon algunos radicales y verdaderamente revolucionarios, que rebasaron los deseos un tanto tibios del presidente: el artículo tercero dedicado a la educación laica y científica, y que estableció la obligatoriedad de la educación primaria en el país; el artículo 27, relativo al derecho de la nación sobre la propiedad de las tierras, las aguas y el subsuelo y su expropiación por causa de utilidad pública, y así mismo, el fraccionamiento de latifundios para crear pequeñas propiedades; el 123, relacio-nado con el empleo y los derechos de los trabajadores; y el artículo 130 que separaba al Estado de la Iglesia, y subordinaba al clero al gobierno instituido.
Los diputados carrancistas por su parte, introdujeron en la nueva Constitución las re-formas a la estructura de los poderes públicos, anunciadas por el Jefe Constitucionalista: fortalecimiento del Poder Eje-cutivo, límites al Poder Le-gislativo, e inamovilidad de los magistrados del Poder Judicial, para asegurar su independen-cia; así mismo, se agregó la supresión de la vicepresiden-cia, la no reelección y la autonomía municipal.
Con la nueva Constitución –que fue reconocida mun-dialmente como la más de-mocrática del orbe– la Revo-lución Mexicana hipotéti-camente dejaba de ser teoría y empezaba a confirmarse en postulados jurídicos innega-bles e indestructibles, que intentaban dar cumplimiento oficial y legal a las demandas populares. El 5 de febrero de 1917 se proclama la Carta Magna, un documento legisla-tivo muy avanzado para la realidad económica y social del México pos revolucionario, y su aplicación fue ardua, difícil y peligrosa. Muchos gobernadores –en forma abierta o simulada– evitaron su aplicación para sortear conflictos con las clases poderosas.
Los empresarios –sobre todo extranjeros–, el clero, afectado por la educación laica y dueño otra vez de grandes posesiones de tierra a nombre de terceros y los nuevos te-rratenientes, no estaban dis-puestos a dejarse maniatar sin protestar y se opusieron con todas sus fuerzas a las dispo-siciones constitucionales que limitaban sus abusos, en oca-siones con apoyo guberna-mental, como era el caso de las compañías petroleras, que explotaban el crudo mexicano desde 1901. Todo esto provocó que Carranza –quien como se ha venido comentando, nunca estuvo de acuerdo con estos artículos sociales– solicitara al Congreso en noviembre de 1918, la modificación de los artículos 3, 27 y 130 de la Constitución, tratando de mejorar las relaciones con la Curia romana, el gobierno norteamericano y la burguesía local, fracasando en el intento.
No obstante, en forma lamentable, el reparto agrario, uno de los compromisos políticos más trascendentes del movimiento armado, tuvo en el artículo 14 de este documento, su mayor freno. Este artículo dice: “Nadie podrá ser privado de la vida, de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos, sino mediante un juicio seguido ante los tribunales previamente esta-blecidos, en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho…”
Esta legislación, que nos recuerda inmediatamente el artículo 13 del Plan de Iguala (“Las propiedades de los ciudadanos de esta monarquía, serán protegidas por este go-bierno”) daba lugar a alegatos, a prácticas dilatorias, a la creación de patronatos y de-legaciones de poder, es decir, a una serie de truculencias legales y legaloides en juicios que demandaban fuertes sumas de dinero, inaccesible para los desposeídos, y que general-mente inclinaban los fallos a favor de quienes más dinero aportaban, y con frecuencia, no solamente el pago de honorarios profesionales resolvían la suerte de los juicios, también la corrupción y el cohecho intervenían en los resultados. Por otro lado, cuando los campesinos que aspiraban a la posesión de algún terreno ganaban el juicio en forma extraordinaria, cuando iban a recibirlo, eran repelidos impunemente a tiros por “guardias blancas” formadas por mercenarios pagados por los latifundistas.
El enfrentamiento pues, entre una avanzada jurisprudencia protectora de los intereses populares, y los intereses reales e inamovibles de una pequeña pero poderosa y temible clase privilegiada, estaba en todo su apogeo, y volvía poco operante la Constitución. Ello hizo que la consecución de los avances sociales que beneficiaron a la mayoría de la población fueran muy lentos y difíciles, hecho que se reflejaba en luchas, conflictos, amparos, demandas, juicios, atentados y asesinatos, a cambio de estos pequeños logros.
En el caso de los obreros, en 1915 –mediante la intervención de Obregón, Gerardo Murillo (el Dr. Atl) y Alberto J. Pani– el gobierno establece un pacto político con ellos: les cede instalaciones confiscadas a órdenes religiosas para sus oficinas sindicales y se estudiaba la aplicación de disposiciones modernas que beneficiaban a los trabajadores, y que correspondían a las demandas de los propios obreros, normas que, aunque en ese momento no alcanzaron la categoría de decreto, sirvieron después como base para la elaboración del artículo 123 constitucional; a cambio de ello, la clase obrera se comprometía a tomar las armas a favor de la causa constitucionalista, integrando los famosos “Batallones Rojos” con cerca de 3 mil obreros y artesanos, que lucharon al lado del ejército regular carrancista en las batallas de Celaya contra Villa, contingentes que si bien no eran muy efectivos desde el punto de vista militar, si le daban una aureola de legitimidad a la causa de los constitucionalistas. Sin embargo, esta “luna de miel” entre los obreros y el gobierno carrancista no duró mucho.
Cuando los obreros –inconformes con una serie de problemas económicos, como el deterioro de la moneda y los aumentos de precios– inician una serie de movimientos huelguísticos, buscando mejorar sus prestaciones, el gobierno carrancista responde con dureza creciente y amenaza con severos castigos –inclusive la muerte– a los huelguistas, ya integrados entonces en la Federación de Sindicatos Obreros del Distrito Federal, cuyos líderes fueron apresados y juzgados como enemigos del Estado y sentenciados a muerte; no obstante, libraron la sentencia, al argumentar que su lucha era solamente un conflicto entre trabajadores y patrones, sin ninguna intención de oponerse al Estado. Todo ello ocasiona que en 1916, los Batallones Rojos sean desintegrados; que la Casa del Obrero Mundial –fundada en 1912, durante el gobierno maderista– desaparezca y los obreros disminuyan sus luchas esperando mejores tiempos políticos, al parecer de acuerdo con Álvaro Obregón.
A pesar de todo lo mencionado, es justo reconocer que una evaluación mesurada del gobierno carrancista le es favorable a esta administración. Don Venustiano había recibido un país postrado ante los gobiernos extranjeros que tenían intereses económicos en nuestro país; rendido ante las clases poderosas nacionales y totalmente arruinado desde el punto de vista económico; por ello, sus logros por raquíticos que hayan sido, fueron notables. Por otro lado, es de insistirse que la obra magna del carrancismo –la Constitución de 1917– convirtió a la revolución en filosofía social; sin ella, la revolución hubiese sido un simple levantamiento armado sin justificación histórica, sin rumbo ideológico y sin objetivos humanistas. Sin embargo, muchos de los propósitos establecidos en el documento original nunca han sido atendidos satisfactoriamente; el incesante reclamo del salario remunerador no ha sido satisfecho; los insuficientes servicios de salud, educación y vivienda, así como otros relacionados con la seguridad social, están en profunda crisis.
Según un artículo editorial reciente de la senadora Lilia Merodio Reza, presidenta de la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables publicado en El Universal, a la Constitución de 1917 se le han hecho 699 reformas; solamente 22 artículos de un total de 136, no han sido modificados, lo que equivale a decir que 70 por ciento del texto se ha transformado respecto a su contenido original. Sin embargo, a pesar de que la senadora acepta que actualmente tenemos una Constitución diferente a la del 17, afirma que en el fondo se ha respetado su espíritu original. En otro artículo escrito en el mismo diario por el senador José María Martínez, éste afirma que se ha echado a perder el texto original de nuestra Constitución, no sólo por los cientos de reformas que ha tenido, sino porque muchos de sus aciertos jurídicos nunca han sido cumplidos; concluye diciendo, que si él pudiera escoger, cambiaría los enunciados actuales sobre derechos humanos, por las garantías individuales del proyecto de Carranza; que cambiaría también, la estructura de organización y funcionamiento del sistema federal del mismo proyecto y echaría a la basura el que ahora tenemos, pues de sistema federal –dice el senador Martínez– nada más queda el nombre. Quizá por esta polémica, muchos expertos opinan que debería hacerse una nueva Constitución, acorde con las necesidades de la población mexicana del siglo XXI y avalada por legisladores de todos los partidos.
* Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.