EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El hermano del exilio

Hernán Vaca Narvaja

Julio 13, 2021

 

A Luis Fernando Granados, in memoriam.

Este año luctuoso sigue empeñado en sumar pérdidas irreparables y marcar dolorosas efemérides en el desquiciado calendario de la pandemia. Ayer, a escasos minutos del partido de futbol más esperado de las últimas décadas, Alejandro Villalba me avisó por Telegram que hacía un par de horas había muerto nuestro común amigo Luis Fernando Granados, mi hermano mexicano, el gigante de los libros infinitos, el lector de Asterix, el grandote que se calzaba los guantes para compartir la épica de la derrota en los torneos de futbol escolar, el prestigioso historiador que me visitó en septiembre de 2016, en la que sería –¡cómo podía saberlo!– su anticipada despedida.
Conocí a Luis en México, en mis primeros años de exilio. Compartimos la escuela primaria y buena parte de la secundaria en el colegio Madrid, fundado por exiliados del franquismo español. Estudiamos en las viejas aulas del colegio original –en mi memoria infantil tenía la arquitectura de un castillo medieval– y las nuevas del moderno establecimiento educativo enclavado en el corazón de Tlalpan, al sur de la inabarcable Ciudad de México.
Hijo de un reconocido periodista mexicano –Miguel Ángel Granados Chapa, Premio Nacional de Periodismo-, Luis era un niño grandote y algo torpe, tímido, que llevaba el pelo largo tapándole el rostro casi por completo. Pese a que procuraba pasar inadvertido, su altura y sus torpes movimientos tornaban eso imposible. Tenía, además, una risa particular y contagiosa: una vez que afloraba, no podía reprimirla y lo sacudía como si tuviera convulsiones. Era una risa corporal, auténtica, espontánea, liberadora.
En su casa conocí a su padre –al que veneraba–, a su madre –a quien adoraba– y a sus hermanos Tomás y Rosario. Su padre, periodista al fin, solía preguntarme sobre mi situación familiar. Quería saber cómo vivía la pérdida de mi padre –fusilado por los militares en Argentina–, la desaparición de mi abuelo –secuestrado por los militares– y cómo me sentía en México, esa tierra extraña y lejana que nos acogió y en la que crecía junto a mis hermanos. Además de compartir la jornada escolar, solía pasar mucho tiempo en la casa de Luis, donde jugábamos al futbol –él siempre era arquero–, conversábamos, nos reíamos y disfrutábamos de su invaluable colección de las aventuras de Asterix y Obelix.
Crecimos juntos, entre la rutina del colegio y las tardes compartidas en su casa. Aunque éramos niños, él conocía la situación política de Argentina y referenciaba perfectamente a los dictadores de mi país, mientras yo recitaba de memoria la alineación de la Selección Argentina de Futbol o contaba con lujo de detalles la historia de los Mundiales. No era que quisiera negar mi historia o me afectara hablar de mi país, entonces lejano e inaccesible: simplemente amaba el futbol. Era mi vida y, probablemente, mi vía de escape. Qué paradoja que la noticia de su muerte llegara justo ayer (el sábado), minutos antes de que  nuestra Selección se consagrara campeona de América después de 28 años de sequía.
Con Luis compartimos las primeras “chupinas” –“hacerse la rata”, le dicen en México–; nos juntábamos a la entrada del colegio junto a Alejandro Guerra, Víctor Lucia, Héctor Toto Viruega y Rodolfo Pato Moreno y recorríamos Tlalpan, temerarios e inocentes, con nuestros uniformes escolares, hasta que nos internábamos en un bowling en el que pasábamos buena parte de la mañana jugando. Volvíamos justo a tiempo para confundirnos entre los alumnos a la hora de la salida, esperar que nos buscaban nuestros familiares o emprender el regreso al hogar con nuestros hermanes. Si llegábamos antes y nos quedaban algunos pesos, comprábamos sopes o las originales paletas (palito helado) de Coca Cola que vendía el heladero que, a esa altura, considerábamos cómplice de nuestra aventura.
Luis era un chico extraño, que hacía cosas raras. Usaba el pelo muy largo, se vestía de forma improlija y tenía la extraña costumbre de comer papel. Era capaz de masticar – y tragar– hojas enteras de sus cuadernos del colegio. Esas particularidades, su capacidad intelectual, su innata rebeldía y cierto aire de superioridad que algunos malinterpretaban como arrogancia, lo convirtieron en objeto de bullying –en ese entonces el término no existía, o al menos nosotros no lo conocíamos– de parte de algunos compañeros del colegio. Orgulloso, nunca buscó ni pidió ayuda. Al contrario, aguantaba estoicamente, en silencio, las provocaciones, lo que ofuscaba aún más a sus agresores. Además de defenderlo ante cada agresión injustificada –defensa que incluyó alguna que otra pelea a golpes de puño–, pese a su escasa aptitud para el deporte, lo incorporamos al equipo de futbol escolar; a fuerza de fracasar en otros puestos, Luis se convirtió en nuestro arquero estrella, dueño de la valla menos invicta pero más entusiasta de los equipos del colegio. Siempre listo, con una vincha que le sostenía el pelo, sudadera y guantes, se convirtió en el emblema del equipo, tanto en torneos “oficiales” como en los partiditos que  se armaban en los patios internos durante los recreos. Sin decir una palabra, a su manera, mostró con lealtad su gratitud a quienes cerramos filas contra sus agresores. Siempre fuimos muy unidos, pero aquella circunstancia nos volvió hermanos para siempre.
Compartimos largas bicicleteadas por la Ciudad de México. Visto a la distancia, éramos unos niños audaces e inconscientes: cruzábamos sobre dos ruedas buena parte del monstruo citadino hasta llegar al Zócalo. Producto de esas largas jornadas deportivas –en tiempos en que no había celulares sino teléfonos públicos, en su mayoría rotos–, mi madre nos obligó a colgarnos una medallita que hizo grabar con nuestros datos filiatorios, factor sanguíneo, teléfono de aviso y dirección, por si algo nos pasaba.
Luis era brillante. La fascinación por la historia lo atrapó de chico. Tal vez influyó en su temprana vocación escuchar las clases de la profesora Pilar Trueta (no tengo certeza de que así se escribiera su apellido), una mujer mayor que nos explicaba los intersticios de la Revolución Mexicana contándonos sus propios encuentros con Pancho Villa y otras figuras emblemáticas de aquella gesta. En su relato, aquellos héroes y heroínas se corporizaban en hombres y mujeres comunes, alejados del mito y del bronce. Luis agregaba a la atracción de estos relatos una curiosidad insaciable y su incontenible voracidad lectora: devoraba todo texto que llegaba a sus manos, desde las aventuras de Sandokán el pirata hasta las andanzas del pequeño Asterix en la Galia; desde los clásicos de la Revolución Francesa hasta los mamotretos de Marx, Lenin y Trotsky. El futuro historiador tenía además otra virtud: escribía realmente bien. Tenía una prosa límpida, transparente y rica en vocabulario. Disfruté mucho de esa prosa cuando retorné a la Argentina –tras más de siete años de exilio– y sus cartas me transportaban a mí extrañado México. Esas cartas –que conservo como un tesoro– ahora forman parte de su invaluable legado, testimonio de la historia que unió a argentinos y mexicanos en los tiempos tenebrosos de represión continental, Plan Cóndor y Doctrina de la Seguridad Nacional. México –le solía confesar después de compartir unos tragos– nos había salvado la vida. Literal.
Volví a ver a Luis cada vez que regresé a México. Era como si el tiempo no pasara: un reencuentro de hermanos que se concretaba invariablemente compartiendo rituales acendrados: los tacos al pastor del Tizoncito, los revens con cuba libre y tequila, los chistes de argentinos y esa risa convulsionada que parecía lo iba a desarmar. También la indignación compartida ante la injusticia, la reflexión sobre nuestras últimas lecturas, el análisis político y la común admiración hacia Charly García, el músico argentino de quien tenía todos los discos, que yo mismo le mandaba desde la lejana Córdoba cada vez que alguien viajaba a su tierra.
Con el tiempo, aquél niño grandote, mi hermano Luis, El Choza –como le decíamos por su curioso peinado–, se fue convirtiendo en un potente referente intelectual. Lo seguí de lejos, a la distancia. Sus cartas se fueron espaciando a medida que avanzaba con sus estudios y publicaciones sobre la Revolución Francesa. Le mandé mis primeros libros periodísticos sobre los gobernadores cordobeses Eduardo Angeloz y José de la Sota y recibí orgullosas y agudas devoluciones. Iba y venía a los Estados Unidos, estudiaba, hacía posgrados, daba clases, investigaba. Las últimas veces que estuve en México mis amigues hablaban de él con admiración, algunes casi con devoción. Luis crecía, crecía y crecía mientras su figura, de infaltable camisa blanca y gabardina negra, se agigantaba en los ambientes académicos y culturales de su patria que, por cierto, también era mi patria. Se convirtió para todos en La Rata, pero el nuevo apodo no tenía ningún sentido peyorativo, sino todo lo contrario. Imagino que aludía a los famosos “ratones de biblioteca”, por su obsesiva afición a los libros. Sea como fuere, era un apodo que él aceptaba con cariño y naturalidad.
Mientras yo estudiaba y ejercía el periodismo en Argentina, Luis se recibió de licenciado en Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y se doctoró en Historia en la Universidad de Georgetown. Se integró al Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana, editó la revista digital El Presente del Pasado (elpresentedelpasado.com) y escribió los libros Amanecer: la Revolución Francesa (1990); Sueñan las piedras; alzamiento ocurrido en la Ciudad de México, 14, 15 y 16 de septiembre, 1847 (2003); y En el espejo haitiano; los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina (2016).
Nos vimos por última vez en septiembre de 2016, en Río Cuarto. Pudimos cumplir así otro de nuestros grandes sueños: juntarnos en Argentina, la patria de la que tanto le hablé, en la provincia sobre la que tanto (le) escribí. Vino con su compañera de entonces, que no hablaba una palabra de español, y pasamos unos días increíbles. Fue una visita breve pero intensa: charlamos, bebimos, nos divertimos, fuimos a las sierras, compartimos un atardecer. Trajo el libro que había publicado ese año, En el espejo haitiano, un erudito ensayo sobre la historia de las rebeliones indígenas en el continente. En su dedicatoria dejó sentada su gratitud por la hospitalidad y admitió que estaba “feliz por el reencuentro al fin en la Argentina”. Ninguno de los dos podía imaginar que sería el último.
Pasaron cinco años de aquél encuentro. Ayer (el sábado), a minutos del partido de Argentina con Brasil, un mensaje de Telegram me avisó que, un par de horas antes, Luis había muerto. Con él murió otra parte de mí, de mi segunda patria, de mi tierra de exilio, de mi historia familiar. Resignado en mi impotencia –¿qué otra actitud cabe ante una muerte tan inesperada como injusta?– tengo que aceptar que aquel niño grandote de movimientos torpes, esa figura imponente del tímido gigante envuelto en su eterna gabardina negra, integra a partir de ahora ese mundo intangible y selecto de nuestra memoria, ese altar pagano donde conviven, amorosas, nuestras ausencias más sentidas.
Hasta siempre, querido hermano. O mejor, como nos gustaba decir: ¡Hasta la victoria siempre!