El martes pasado sucedió algo espectacular en las comisiones unidas del Senado. Durante más de tres horas en una cadena
nacional voluntaria, las principales empresas de radio y televisión del país marcharon sobre los legisladores, los desafiaron, los
ningunearon y hasta los insultaron. Los propietarios y los conductores que aportan el 96 por ciento de la información a los
mexicanos denunciaron que la nueva reforma electoral es una amenaza para la libertad de expresión, y desde ese momento han
escalado la cruzada mediática contra legisladores y partidos. Estamos en medio de una discusión muy ruidosa, muy tramposa y
muy peligrosa. No le asiste la razón política a la industria de la radio y la televisión, pero en los insuficientes términos en que
está planteada esta reforma, los que se sienten hoy afectados podrían resultar ganadores en el largo plazo, y los que hoy no
murieron a noticierazos podrían arrepentirse si la Cámara de Diputados y los congresos locales que se necesitan para que la
reforma sea constitucional, no la profundizan.
El terreno de la guerra que estamos viendo no es por la libertad de expresión o del pensamiento, sino por los spots políticos. La
molestia de los patrones –que se entiende desde el punto de vista del negocio–, es que dejarán de percibir 3 mil millones de
pesos en las elecciones de 2009 y 2012 por ese concepto y, como agravante, tendrán que incorporar en sus horarios de 6 de la
tarde a 12 de la noche, un total de 18 minutos diarios para la propaganda política, a razón de tres minutos cada hora. Como dijo
Rogerio Azcárraga, propietario de Radio Fórmula, perderán el 30 por ciento del tiempo comercializable en ese horario y, además,
rating. No le falta razón, dado que la política no se encuentra entre los temas de mayor interés general. El planteamiento
capitalista de los propietarios fue químicamente puro. Pero los conductores son otra cosa.
La impresión es que muchos de ellos confundieron la gimnasia con la magnesia cuando sintieron que sus espacios informativos y
de opinión eran puestos en la guillotina si difundían temas que pudieran formar valoraciones sobre candidatos, y que
hipotéticamente modificaran preferencias electorales. No es así. La reforma electoral refrasea el artículo 6 constitucional y
establece que “la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de
que ataque a la moral, los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público; el derecho de réplica será
ejercido en los términos dispuestos por la ley. El derecho a la información será garantizado por el Estado”. Impecable.
Nadie se puede sentir amenazado. Se amplían las garantías a la libertad de expresión y en aquellos puntos subjetivos, los delitos
por difamación y libelo ya están reglamentados en una legislación moderna. En realidad, la defensa no era sobre la libertad de
prensa, sino por la libertad de empresa. La reforma no les impedirá informar de nada, como lo han venido haciendo desde hace
dos elecciones presidenciales, ni elimina los sondeos, o las encuestas, o frena el presentar un mosaico de opiniones de actores y
de ciudadanos. La reforma se refiere específicamente a la propaganda política. Mezclar el artículo 6 con el 41 constitucionales es
un poco extraño. ¿Por qué los comunicadores abogan por algo que no es de su competencia, sino de los políticos? Aseguran que
es por la libertad, pero giran en torno a la defensa mercantil del spot.
La reforma electoral que aprobó el Senado establece en su artículo 41 constitucional que “la propaganda política o electoral que
difundan los partidos deberá abstenerse de expresiones que denigren a las instituciones y a los propios partidos, o que
calumnien a las personas”. Los senadores están pavimentando el camino al infierno de buenas intenciones. Modificar la ley para
mejorar la calidad del debate político, como dicen que sucederá con esta modificación, es irreal. Hoy en día no hay ninguna ley
que prohíba hacer campañas positivas, y en las últimas elecciones tampoco pensaron en esto. Las campañas negativas no fueron
invento de los medios, sino de ellos mismos. Quieren actuar en lo políticamente correcto –por cierto, una línea de pensamiento
de origen conservador–, pero van rumbo a la equivocación.
Las campañas negativas no sólo son parte de la vida política en el mundo, sino que éstas, llamadas también de contraste, son las
que mayor información aportan a un electorado. Las campañas negativas son lo mejor que le podría suceder a los políticos, pues
generan interés y atención de un electorado que por lo general se aburre con ellos. Censurar los spots sí es un atentado a la
libertad de expresión, pero de los candidatos a puestos de elección popular, no de los medios. Son ellos quienes deberían
condenar a muerte esa prohibición, si llegan a entender que lejos de beneficiarlos, los afectará.
No es lo único pernicioso. Los senadores construyeron una trampa que podrá arrastrarnos a todos en ella. Si se quedan con sus
spots en horario prime time, habrá consecuencias. La menor es que en una actitud revanchista –¿alguien lo duda tras observar la
embestida de medios electrónicos contra partidos y legisladores?– desaparecieran a los políticos y sus campañas de los noticieros
porque, con el argumento objetivo de que son solemnes y aburridos, no son un buen negocio para las empresas, subrayando su
eterno desinterés en la responsabilidad social del medio. Además, como lo están demostrando, los medios electrónicos no
reconocen que los senadores, por más objeciones que pueda uno tener a la reforma en lo general o en lo particular, son un poder
de representación popular. Lo peor, pero más probable, es la institucionalización de las gacetillas políticas en radio y televisión,
en forma más sofisticada que en la actualidad, y por lo mismo más eficiente, y que ese mejor debate político al que se aspira se
convierta en propaganda disfrazada de información.
¿Cómo probar que una noticia de un estado o en un municipio, puede no ser de interés general si la jerarquización de la
información es tan subjetiva? ¿Cómo probar ante la autoridad que la entrevista a un aspirante a un puesto de elección popular, no
tiene autoridad para hablar sobre determinado tema, si este es un gobernante estatal o una figura política reconocida? Hoy en día
hay algunos conductores de medios electrónicos que exigen hasta 250 mil pesos por entrevistar a alguna persona importante,
sin que quede claro cuánto de ello entra a la tesorería de sus empresas. Pero si esta es la manera de acceder a recursos políticos,
nada evita que surjan políticas empresariales donde se establezcan convenios comerciales de palabra, imposibles de rastrear. Los
medios no van a perder. La equidad en competencias electorales, sí. ¡La democracia? Bien gracias, se encuentra fuera de México.
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