EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El mito opresor de “lo natural”

Gibrán Ramírez Reyes

Agosto 29, 2018

Como ahorra muchas explicaciones, atribuir comportamientos sociales a la naturaleza humana y sus claves más básicas resulta fascinante y hace que unas cuantas llaves sirvan para abrir todas las puertas, para que la complejidad desaparezca como humo caprichoso de un fuego fundamental que no alcanzamos a ver. Pero esa claridad es sospechosa. Muchas relaciones de dominación se explican como fruto de la naturaleza y se sitúan en un pasado mítico, como si el proceso comúnmente conocido como evolución se hubiera detenido en un momento exacto que sigue determinándonos. Esta naturalización tiene la gracia mágica de dejar fuera de la discusión los términos del estado de cosas.
Las explicaciones más populares son, seguramente, las que legitiman el establishment estético, donde siempre hay descubrimientos, aunque se hagan con el mínimo rigor posible. La psicología evolucionista ha sido particularmente obstinada en esa misión, porque además sirve para generar dizque noticias con muchos clicks y convertir a sus exponentes en estrellas del mundo intelectual. Todo mundo sabe, gracias a internet, que a los hombres les gustan los senos grandes y las mujeres prefieren hombres con barba y ambos lo hacen por razones, por supuesto, naturales, derivadas del largo proceso de la evolución. Basta guglear un poco para llegar a las notas que cuentan cómo “un estudio” comprobó dichas tendencias, o meterse a las redes sociales, donde esa “información” circula profusamente. Los textos más básicos y difundidos afirman que unos pechos grandes y firmes significan capacidad de procrear, amamantar, mayor salud, entre otras cosas, y entonces evocan seguridad que uno querría para su descendencia.
Para quienes hacen ese tipo de afirmaciones, carece de relevancia que ese gusto no sea precisamente estable ni tan universal como se presume, ni siquiera entre quienes ven pornografía. Por ejemplo, Pornhub Insights documentó que las búsquedas de senos pequeños en su motor de exploración de videos han aumentado proporcionalmente en los últimos años, y en algunos países significan, cada vez más, una mayor proporción del total, como en Canadá y Finlandia. Bien, la psicología evolucionista tiene también una respuesta, igual de poco convincente, pero la tiene. Un análisis de Viren Swami y Martin Toveé, abocados a encontrar un sentido evolutivo a las formas de la selección sexual, lo detectó: los hombres más pobres prefieren senos más grandes que los que tienen más dinero porque son una señal de reserva de grasa y entonces de acceso a recursos. Y aunque ese estudio, de 2013, presenta algún dato curioso –como que en una encuesta universitaria en Reino Unido los hombres más hambrientos hallaron más atractivas a mujeres virtuales con los senos más grandes– cualquier consideración de índole histórica queda fuera de la jugada.
Nada se dice del hecho de que el “buen gusto” sea definido primero por las clases dominantes y las clases bajas lo imiten poco a poco, como mostró Bourdieu hace mucho tiempo. Nada, tampoco, del prestigio cada vez mayor de la delgadez en la industria de la moda y sus causas. Menos se explica por qué serían precisamente los senos un indicador de acceso a recursos, y no las barrigas o cualquier otro depósito de grasa en el cuerpo humano.
En realidad, se trata de una operación intelectual muy repetida en la psicología evolucionista: dotar de legitimidad biológica a determinadas configuraciones de lo social, como los detalles de lo que se considera bello o feo. Sobre los hombres, por poner un caso, se ha hecho lo mismo con las barbas, y también desde los noventa. El resultado de un estudio mundial podría ser, sin demasiada dificultad, que los oriundos de países donde las mujeres tienen un busto pequeño y son más frecuentes los hombres con poca barba son, por naturaleza, perdedores, menos sanos, con menos acceso a recursos –y esos países son casi los mismos, de modo que los países ricos occidentales suelen ser –casualidades de la vida– los benditos por la selección natural que pueden darse el lujo de no responder a sus necesidades innatas –benditos por la naturaleza y no por la historia política, que puede cambiar, invertirse, lo que sea. Desde ahí, falta muy poco para calificar a unos pueblos de atrasados y a otros de adelantados merced a la inevitable dictadura de la naturaleza.
Las más afectadas por la industria académica evolucionista son las mujeres. No sólo porque siguen siendo más exigentes los estándares estéticos que se les imponen, sino porque suele naturalizarse su subordinación por, se dice, tener menor fuerza física. El cuento implantado en el sentido común dice que, por ser más fuertes, los hombres se dedicaron a la cacería y, en general, a la provisión, tomando una posición de mando desde que la humanidad es tal. Las mujeres, en tanto, limitadas en su movilidad por la maternidad, se abocaron a satisfacer el pasado de lo que hoy serían las necesidades domésticas –y entonces el patriarcado es un orden dictado por la naturaleza humana, que tiene que corregirse culturalmente. El problema es que son patrañas suficientemente desacreditadas, porque –lo han mostrado las antropólogas Nancy Taner y Adrienne Zihlman– es más plausible que en los grupos humanos primitivos se dependiera más de la recolección que de la cacería, es decir, de las mujeres que de los hombres según la división sexual del trabajo.
El orden patriarcal, ya se sabe, no es “natural”, aunque se inventen y reciclen mitos con cada vez mayor apariencia científica y en prestigiados journals. La construcción más acabada al respecto es quizá la del instinto maternal. Todo mundo sabe que hay un instinto de madre que implica el amor; y de una forma tal que la maternidad se ha vuelto su forma paradigmática: el amor de madre es incondicional, abnegado, etcétera, porque el instinto es sabio. Y si el instinto es el que manda, no la historia, otras formas de maternidad y de cuidado infantil que han existido históricamente –las colectivas, por citar una– se convierten automáticamente en “desnaturalización”. Pero eso tiene que ser material de otro texto.