EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El mundo en estos días: elecciones en Estados Unidos

Rogelio Ortega Martínez

Noviembre 04, 2016

(Primera parte)

El próximo martes 8 de noviembre se celebran en Estados Unidos las elecciones para dirimir quien ocupará la presidencia del país más poderoso del mundo. Será la presidencia número 45 de la historia de la Unión Americana y, aunque el poder, como dijo Moisés Naim, ya no es lo que era, lo que ocurra políticamente en nuestro vecino del norte tiene siempre notables consecuencias para el resto del mundo, pero especialmente para nosotros los mexicanos. ¿Quién radicará durante los siguientes cuatro años en la emblemática Casa Blanca? En esta entrega me permito contarles a mis cuatro lectores algunas características del sistema electoral de Estados Unidos, abordaré el estado en que, según mi criterio, se encuentra la competencia electoral, ya a muy pocos días de su desenlace, y fijaré también mi preferencia y mis razones.
Lo primero que llama la atención es la fecha electoral, un martes laborable, que contraviene la tendencia prácticamente universal de elegir en domingo para facilitar la participación. Lo interesante es que la fecha está fijada por una ley de 1845 que hasta ahora sigue vigente, pese a los numerosos intentos de reformarla al suponerse que votar en jornada laboral incrementa el porcentaje de abstencionistas. Y, en efecto, por esa y otras razones, Estados Unidos es uno de los países de participación electoral históricamente baja, aunque se ha incrementado en lo que va del presente siglo.
La causa de esa fecha móvil –lo que dice la ley es que las elecciones tendrán lugar “el primer martes después del primer lunes de noviembre”– es resultado de la combinación entre religión y necesidades económicas propias de una sociedad, que, por la época en que se promulgó la ley, era mayoritariamente agraria, sin más movilidad que la ofrecida por caballos, carretas y carros; muy seguidora de las prácticas de sus múltiples creencias. Por esta última causa, sábados y domingos estaban descartados, al ser días de oración en los que no cabían actividades mundanas. Los problemas de movilidad exigían largos tiempos –el lunes– para desplazarse a los centros de votación, de manera que el primer día útil era el martes. La elección fijada para noviembre es menos complicada: para entonces, las cosechas ya habrían concluido y el clima otoñal era el más propicio, en un territorio de veranos e inviernos extremosos.
La peculiar manera de fijar la fecha de los comicios no es la única herencia de otros tiempos que da la nota en las elecciones de Estados Unidos. De hecho, en este primer martes después del primer lunes de noviembre, los electores no votarán formalmente a la persona que vaya a ocupar la presidencia del país. No, estarán votando a 538 personas que son las que –de nuevo formalmente– deciden quien ocupará la Casa Blanca los cuatro próximos años. Este mecanismo de elección indirecta en primer grado –se vota a los que luego votarán en fase definitiva– es también herencia de otras épocas y era la manera habitual durante de la democracia electoral liberal representativa del siglo XIX, allí donde había elecciones para seleccionar mandatarios y representantes. De hecho, el primer presidente que los mexicanos elegimos directamente fue Francisco I. Madero.
La institución del sufragio indirecto está relacionada con las cautelas que el liberalismo originario, allá a fines del siglo XVIII, tenía respecto de la democracia. Es verdad que rechazaban el poder absoluto de los reyes y que deseaban algún tipo de sistema en el que los cargos tuvieran legitimidad electoral. Pero no estaban dispuestos a permitir que otros que no fueran hombres, blancos y propietarios tuvieran el derecho a votar. Y, aun así, se consideraba que la palabra final no debería estar en manos del “pueblo” (aunque fuera ese pueblo tan reducido) sino de una minoría supuestamente más sabia y mesurada, que no se prestara a ser cautivada por los demagogos, peligro que sí pudiera darse de ser “el pueblo” el que eligiese. De manera que el derecho de elegir al presidente y vicepresidente se delegó en un Colegio Electoral que al día de hoy está integrado, como señalé arriba, por 538 personas que se reparten de tal modo que cada estado envía al Colegio tantos delegados como la suma de sus diputados y senadores. Esto es, si California tiene 53 diputados (asociados al hecho de que es el estado más poblado) y dos senadores, el total de compromisarios de California es de 55. Y, al contrario, dado que Vermont está poco poblado, sólo tiene un diputado, lo que, sumado a sus dos senadores, le otorga un total de tres compromisarios o “votos electorales”. Si nos permitimos hacer un símil intentando aplicar el modelo a México, podríamos ilustrar con el siguiente ejemplo: si en México usáramos ese sistema, Guerrero enviaría a 12 representantes a un Consejo Nacional Electoral, equivalentes a los nueve diputados y tres senadores de la entidad, mientras que el Estado de México tendría 43, el equivalente a la suma de sus representantes en el Congreso federal, tres senadores y 40 diputados.
Esas personas elegidas para el Colegio Electoral no son ellas mismas diputados y senadores, sino ciudadanos electos cuya única función, en su origen, era decidir el nombre del siguiente presidente de Estados Unidos. Pero claro, en los hechos, las personas que son elegidas para formar parte de este Colegio no votan según su personal criterio, esto es, no deciden. Cuando se presentan se comprometen a, de ser electos, votar por determinado candidato. Dicho de otra manera: en California se presentan dos listas de 53 personas. Una de ellas se compromete a que, si son elegidos, los 53 votarán a su vez por Hillary Clinton. La otra lista haría lo mismo por Donald Trump. Si gana la lista de Clinton, los 53 votos de California van para ella. De ahí que el número mágico para ocupar la Presidencia del país sea de 270, ya que significa más de la mitad del total de los 538. Es decir, que los candidatos deben ganar en tantos estados como sean necesarios para obtener dicha cifra.
Eso produce algunas situaciones sugestivas e interesantes desde la perspectiva de la política comparada. Una de ellas es que los respectivos candidatos de ambos partidos no se esfuerzan mucho en hacer campaña ahí donde le ha ido bien a su partido. Si por lo general los demócratas ganan en California y los republicanos en Texas, los candidatos concentran energía, tiempo y recursos en aquellos estados en los que el resultado es incierto, y no, por seguir con el ejemplo, en California o en Texas. Los estados de resultado incierto son llamados “estados swing”, entendiendo aquí “swing” como balanceo, o péndulo, esto es, estados que a veces votan a favor de los demócratas y en otras elecciones a favor de los republicanos. Estados swing clásicos han sido Nevada, Florida, Colorado, Carolina del Norte o Virginia y son los objetivos prioritarios de los candidatos, ya que en ellos se decide la elección. Dicho de otra manera, antes de que empiece la campaña electoral cada partido sabe dónde le ha ido históricamente bien, de modo que, de los 538 votos, tiene asegurados, pongamos, 180 (California, Nueva York…) pero aún le faltarán 90 para llegar a la cifra mágica de 270. Esos 90 se los tienen que pelear en aquellos lugares que no son, como decimos nosotros, “de hueso colorado” de ningún partido, y donde tanto candidatos como campañas pueden hacer la diferencia.