Raymundo Riva Palacio
Agosto 19, 2019
La modalidad, única en el mundo, de comunicación política instaurada por Andrés Manuel López Obrador en lo que se conoce como “la mañanera”, ha sido útil y funcional para los propósitos del presidente. Aunque cualitativamente no domina la agenda informativa –aproximadamente siete de los 10 temas que trascienden a la opinión pública son los que plantean los medios– cuantitativamente domina la conversación, lo que le permite mantener sólido el consenso para gobernar. El ritual de “la mañanera” ha ido evolucionando en la manera como la perciben sus interlocutores y generado una diversidad de estrategias para propósitos diferentes.
En un principio todo era expectativa, que rápidamente viró a ser un espectáculo que generaba angustias y temores, al ser utilizado por el presidente para ajustar cuentas con individuos o sectores. Desde el atril convertido en patíbulo, juzgó y sentenció a empresarios y empresas, periodistas y medios, organizaciones de la sociedad civil y políticos de oposición, utilizando el terror como método de sumisión. Tuvo éxito con algunos a los que arrodilló, mientras que otros de sus interlocutores comenzaron a imaginarse formas más inteligentes para poder obtener los mejores frutos de la maravillosa oportunidad de tener todos los días durante casi una hora y media al presidente, respondiendo todo tipo de preguntas.
De esta peculiaridad extraordinaria en la relación permanente con el presidente, que a la vez generó la certidumbre de que en “la mañanera” siempre atacaría a una persona, organización, negocio o sector que se le atravesara en su estilo de gobernar y su proyecto de cambio de régimen, varios interlocutores comenzaron a analizar y descubrir ventanas de oportunidad para sacar un mayor provecho, más allá de lo meramente informativo, de esas comparecencias públicas. El formato ampliaba las posibilidades.
Periodistas de medios perfectamente acreditados acuden al ejercicio diario, pero una de las innovaciones en “las mañaneras”, comparado con el realizado a principios de esta década cuando López Obrador era jefe de Gobierno en la Ciudad de México, fue la inclusión y participación de personas ajenas a los medios de comunicación, pero que experimentaban con otras formas de comunicarse con la gente. La mayor novedad fue la integración –siempre sentadas y sentados en la primera fila del salón de las comparecencias–, de representantes de medios nativos digitales, todos proclives al presidente y dispuestos a preguntar cualquier cosa para denostar a sus interlocutores críticos, lanzar lisonjas sin pudor a López Obrador, y hacerle preguntas a modo para que pueda ajustar alguna cuenta pendiente, enfatizar en una idea o desviar la opinión pública de un tema incómodo.
Lo más importante de todo es que pese a la colocación de preguntas para inyectar oxígeno político al presidente, no hay filtro alguno. Es decir, es una conferencia sin acotamientos ni reglas de juego, donde López Obrador se lanza todos los días a la selva, donde hay interlocutores domesticados que se mezclan con profesionales de la información. Ahí era donde se encontraron las ventanas de oportunidad. Si el presidente respondía cualquier pregunta, ¿habría manera de controlar las preguntas que pudieran afectar a una persona o a una empresa? ¿Podría haber censura previa de esas preguntas?
No era posible tener ese control. La jungla en Palacio Nacional es real. Lo que sí encontraron, cuando menos en dos casos que han trascendido, es que si no se podía impedir una pregunta y una respuesta del presidente, sí se podía contratar que uno de los presentes cotidianos en “las mañaneras” repreguntara para lograr hacer un control de daños y minimizar la crisis que podría desatar un comentario negativo de López Obrador en cadena nacional. Por 200 mil pesos hubo personas que asisten todas las mañanas a la comparecencia del presidente, que aceptaron la tarea de contra preguntar –en el entendido de que quien temía que iba a ser balconeado de manera negativa, les entregara un menú de respuestas ante probables preguntas.
La falta de organización y control en “las mañaneras”, junto con la eterna disposición del presidente para hablar de todos los temas y tener una respuesta para cada cuestionamiento, duda o exigencia para que tome una posición, fue vista en otro caso por un interesado que pagó para que uno de los habituales en Palacio Nacional, hiciera preguntas con intencionalidad negativa sobre una empresa competidora, en busca de una respuesta negativa. En este caso, el intento no resultó, porque ante la provocadora pregunta, López Obrador evadió la insidia.
El pagar para que se hagan las preguntas, como fue en este caso, no logró el objetivo por la forma como reaccionó el presidente. La contra pregunta, hasta donde se sabe, nunca hubo necesidad de hacerla. El negocio de “las mañaneras”, es pertinente saberlo y tenerlo presente, no es algo diseñado o tolerado por López Obrador. Sin embargo, se puede argumentar, el formato que él construyó, que diariamente alimenta y que casi siempre goza, a decir por su lenguaje de cuerpo, favorece la existencia de estas estrategias que aprovechan las condiciones inéditas en las que se da la comunicación circular, como describe el presidente el ejercicio, parafraseando lo que alguna vez le explicó Carlos Monsiváis, sin orden ni filtros.
También se puede argumentar que están timando al presidente, cuyo cristianismo moldea su convicción sobre la buena fe de las personas y que seguramente jamás pensó que este tipo de arreglo pudiera construirse en “las mañaneras”. Los interesados con agendas extra informativas han encontrado la vulnerabilidad en este evento, eje rector de su gobierno. Influir en el presidente es muy difícil para sus colaboradores, pero la debilidad que lo hace susceptible a manipulación es su protagonismo, verticalidad y desorden en la organización del instrumento que inventó.
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