EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El Partido Revolucionario Institucional. Su historia

Fernando Lasso Echeverría

Mayo 19, 2020

(Vigésima cuarta parte)

 

Concluimos el artículo anterior con las polémicas suscitadas ante los preparativos para establecer el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, entre Estados Unidos, México y Canadá, ideado por George Bush para contrarrestar las influencias comerciales negativas que el Mercomún Europeo y la Cuenca del Pacífico liderada por Japón, provocaban en Estados Unidos ante su incapacidad para hacerlo solo.
Sin embargo, México iba al encuentro de una debacle económica inminente para los pequeños industriales y para los productores agrícolas y ganaderos de nuestro país, por su falta de competitividad ante sus similares estadunidenses, quienes además –y a pesar de prohibirlo el tratado– continuaron siendo subsidiados por los gobiernos de ambos países asociados (Estados Unidos y Canadá) situación que en México no sucedió, pues –atendiendo al reglamento del tratado– el gobierno de nuestro país les quitó a estos grupos los subsidios con los que nuestro gobierno los ayudaba, hecho que finalmente llevaron a la quiebra a la mayoría de ellos. Y este no fue el único incumplimiento de los estadunidenses, con relación a las condiciones pactadas; hubo muchas más que nuestro gobierno toleró y sigue tolerando, como el hecho de impedir que los camioneros mexicanos crucen la frontera estadunidense y circulen sobre las carreteras de ese país, porque los sindicatos norteamericanos de transportistas no lo han permitido.
Por otro lado, el TLC fue, de hecho, un documento unilateral conocido en México sólo por un pequeño grupo de negociadores nacionales, encabezado por Jaime Serra Puche, que aceptaron en el convenio –sin consultar a los empresarios mexicanos afectados– graves condiciones desfavorables para nuestro país, que protegían de manera abierta a los productores norteamericanos; es decir, los representantes del gobierno mexicano, aceptaron “lo que fuera” con tal de lograr los votos necesarios en el congreso estadunidense, y convencieron a muchos legisladores –representantes de grandes consorcios industriales del país norteño–prácticamente aceptando todo lo que éstos exigieron.
Un mes antes de que el TLC fuera aprobado en el Capitolio de Washington, se veía difícil que la mayoría de los congresistas norteamericanos votaran por este convenio, por lo cual el presidente Clinton –sucesor de Bush el creador del TLC– ordenó repartir en forma frenética –por conducto de un ejército de cabilderos– todo tipo de sobornos entre ellos para conquistar más votos y de esta manera, logró la ratificación del tratado, quedando nuevamente por los suelos nuestra presumida soberanía nacional. Ese día, el senador Herbert Kohl pronunció esta asombrosa y reveladora frase: “Este tratado tiene por objeto hacer de México el número 51 de los Estados Unidos de América”.
En 1994, después de cuatro años de negociaciones entre Canadá, Estados Unidos y México, entró en operación el TLC. Para el presidente Salinas –según afirmaciones de Armando Batra, México y el TLC, Crónica de un desastre anunciado” , Revista Memoria– el acuerdo había sido la culminación de la política desreguladora inspirada en el llamado Consenso de Washington; era la cereza del pastel de un modelo económico que apostaba por la liberalización del mercado, la apertura comercial y la retirada del Estado, como palancas de crecimiento sostenido; era la joya de la corona de una geopolítica que buscaba sacar a México del ignominioso sur, para incorporarlo de una vez y para siempre en la esplendente América del Norte; era – finalmente– el sueño americano de los tecnócratas, los nuevos políticos mexicanos que hablaban en español, pero soñaban en inglés.
No podemos dejar de mencionar –por la situación actual que está viviendo el país– que en el sexenio salinista las agrupaciones de narcotraficantes crecieron como nunca lo habían hecho antes, y que nadie aprovechó mejor la apertura comercial de las fronteras provocadas por el TLC, que este cáncer social llamado crimen organizado, asociado ya en ese entonces con funcionarios gubernamentales de los tres órdenes, y con deshonestos banqueros que muy solícitos se dedicaban a limpiar los millones de dólares que ingresaban a nuestro país por esa vía. En este sexenio se llegó a la siniestra democratización de la inseguridad, en la cual nadie –ni siquiera los poderosos– estaban seguros. El asesinato del cardenal Juan José Posadas Ocampo, en el aeropuerto de Guadalajara, inició una serie de trágicos acontecimientos, que finalmente cobrarían su factura al final de este periodo gubernamental y al inicio del que le siguió.
Por otro lado, el “problema migratorio” –no tocado en el TLC, porque a Estados Unidos no le interesó y nuestro gobierno no pudo meterlo– se acentuaba notablemente ante la disminución de actividades y el deterioro del campo mexicano, hechos que provocaban una falta absoluta de perspectivas para las actividades agrícolas. Nuestros jóvenes se veían obligados a emigrar en condiciones difíciles para su integridad física a las grandes ciudades de México, y sobre tod a las del país vecino, buscando mejores condiciones de vida.
Desde el punto de vista político, mucho sucedió en el sexenio de Salinas; sin embargo, esto no tuvo nada que ver con la aplicación de una reforma política tan necesaria para la nación y tan esperada por la mayoría de los mexicanos pensantes, sino precisamente por la falta de ella. Entre los eventos más notables estuvo la firma del TLC ya mencionado ampliamente, negociado y formalizado con una absoluta ignorancia del pueblo de México, sobre los grandes compromisos que adquiría el país y que comprometían a nuestra soberanía. La industria quedó finalmente en manos de grandes consorcios transnacionales, que son los que se benefician con las exportaciones que logra nuestro país, y México come lo que sus socios producen ante la falta de producción agrícola nacional. Otro hecho para recordar lo fue el sorpresivo levantamiento armado de Chiapas en 1994, que se tocará en forma más extensa en artículos posteriores. Por otro lado los fraudes electorales continuaron en la República, acompañados con todas las corrupciones e inmoralidades necesarias para convertirlos en realidad; los de Guanajuato, San Luis Potosí y Michoacán son memorables.
Salinas se conformaba con su reforma económica y continuaba siendo un presidente autoritario en exceso, que se negaba a la democratización del sistema político mexicano, a pesar de que vientos populares y liberales soplaban en todo el orbe. En la América de esa época, sólo Cuba, Haití y México se cerraban a toda propuesta democratizadora que permitiera mayor libertad política a su población. En México, su gobierno instituido y su apéndice el Partido Revolucionario Institucional, estaban volviendo a asumir conductas dictatoriales similares a las que provocaron el movimiento armado de 1910. Había ya un paralelismo notable y alarmante entre el Salinato y el Porfiriato, pues ambos se preocuparon mucho por un desarrollo económico en el cual no tenían cabida la equidad social ni la libertad política.
Salinas nunca tomó en serio las múltiples voces que exigían para México –a través de iniciativas cívicas– una reforma política que hubiese abierto para la Nación un nuevo horizonte político que permitiría al país adquirir la madurez necesaria para discutir los desacuerdos sin intentar recurrir a las armas o a las imposiciones. Su evasiva la fundamentaba en la amenaza de la izquierda, en el momento en que esta doctrina política estaba derrotada mundialmente con las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética, que habían abierto en ese país –y después en sus satélites– la puerta del poder a la competencia política pacífica.
La reforma política –tan imperiosa para el país– resolvería el grave enfrentamiento gubernamental con la nueva oposición representada por el PRD, y requería por supuesto mucha sensibilidad, generosidad y preocupación por la legalidad y la ética política. Los objetivos de tal reforma eran pocos pero trascendentes:
1.-Otorgar plena independencia al Instituto Federal Electoral.
2.-Separar al PRI del gobierno federal, y con ello prohibir el uso de los colores patrios en los distintivos de ese partido y las transferencias económicas del gobierno hacia esa organización política.
3.- Fortalecer en la práctica y en la ley a los poderes legislativo y judicial.
4.-Aumentar dos o tres veces los ingresos de los estados y de tres a cinco veces el de los municipios.
5.-Ampliar y fortalecer los derechos ciudadanos, haciendo hincapié en el derecho a la información, habitualmente alterado por la televisión privada, aliada incondicional del sistema.
No obstante, a Salinas lo dominó no sólo la soberbia, sino también la amargura que le provocó el rechazo de los votantes en 1988. Por ello, ahora él en la cúspide del poder se vengaría de la población mexicana, omitiendo la reforma política requerida por la ciudadanía, reforma que hubiera borrado en gran parte y de un plumazo no sólo la ilegalidad de su acceso a la presidencia de la República, sino también los errores de su gobierno. Por lo anterior, continuaron los abusos del PRI-gobierno en varias entidades federativas, en las cuales hubo elecciones locales. Guanajuato y San Luis Potosí sufrieron un gasto público excesivo en las campañas de los candidatos oficiales a gobernador. Maniobras truculentas, abusivas e ilegales de estos personajes, para acrecentar en forma ilícita el número de votos de la población a su favor; consumación de fraudes electorales prohijados por el gobierno federal, que fueron protestados inútilmente por la oposición, inclusive con marchas a través del país, como ocurrió con el doctor Salvador Nava, candidato potosino de oposición, que ganó las elecciones de su entidad.
Sin embargo, hubo algo que paró en seco esta serie de hechos, la inconformidad llegó hasta la prensa internacional y esto era algo que Salinas de Gortari no podía permitir; tenía que impedir que su imagen se enturbiara aún más en el extranjero, pues guardaba en su joven y ambicioso corazón anhelo de triunfos internacionales, obtener la aceptación formal del TLC, hecho que le traería reconocimientos internacionales si lo lograba, y después –si no alcanzaba su secreto anhelo de reelección presidencial– buscar la presidencia de la Organización Mundial de Comercio (OMC) para continuar en los primeros planos mundiales. Entonces, ordena concertaciones que superen los problemas y eviten mayores escándalos en el exterior. Si bien el gobierno no concedió el triunfo a los candidatos de oposición, tampoco los candidatos oficiales llegaron al poder local de sus entidades, fueron nombrados como gobernadores personajes que no habían participado en la lucha electoral y que en un momento dado dejaron satisfechos a los contendientes.
En 1993, penúltimo año del gobierno de Salinas, hubo otros sucesos políticos que llevaban objetivos sucesorios muy claros: sale el duro político veracruzano Fernando Gutiérrez Barrios de la Secretaría de Gobernación, quien además de estorbarle ya en ese momento a Salinas había declarado públicamente que el presidente no pretendía reelegirse (tal como lo había hecho Reyes Heroles en el gobierno de Echeverría) y es suplido por el gris gobernador de Chiapas –y pariente político de Salinas– Patrocinio González Garrido; Luis Donaldo Colosio –hechura política de Salinas– pasaba del PRI a la Secretaría de Desarrollo Social, que había absorbido el Programa de Solidaridad, y le facilitaba a su nuevo titular el reparto de dádivas por toda la República. Obviamente, Manuel Camacho Solís, el populista y hábil político del salinismo había sido descartado para suceder al Presidente, porque de ser él el elegido, el proyecto salinista seguramente no hubiese tenido continuidad.
El 17 de noviembre de 1993, el Congreso norteamericano aprobó el TLC; 11 días después, es destapado el secretario de Desarrollo Social, Luis Donaldo Colosio, como candidato del PRI a la presidencia de la República, trayendo consigo este hecho, una serie de desencuentros en el gabinete salinista y un proceso electoral muy complejo y único en la historia de México. Manuel Camacho –que era considerado el principal aspirante a tal cargo– se enfrentó abiertamente con Salinas por no haber sido él el candidato. Camacho, sumamente frustrado, se negó a felicitar a Colosio, tal como se lo pedía Salinas de Gortari y aceptó a regañadientes el nombramiento de secretario de Relaciones Exteriores. Tal pareciera que Salinas mantuvo engañado a Camacho durante cinco años de su sexenio, haciéndole creer que él iba a ser su sucesor, situación que explicaría el berrinche público que Manuel hizo al conocer el destape de Colosio como candidato del PRI –continuando el mito de que éste había sido seleccionado por su organización política– y explicaría a su vez la tolerancia del presidente ante la conducta de Camacho, pues a pesar de lo que pudiera tomarse como una grave falta de respeto para el ejecutivo, éste lo nombra primero secretario de Relaciones Exteriores, y al aparecer en el panorama nacional el Comandante Marcos y sus huestes el 1 de enero de 1994, a petición del mismo Camacho, Salinas lo saca de Relaciones Exteriores y lo nombra representante del gobierno federal en las reuniones que se acordaron con los delegados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional –intentando parar las hostilidades– con el nombre de Comisionado para la Paz, provocando muchos conflictos entre Manuel y Colosio, pues aquel le quitaba al candidato muchas candilejas en los medios de comunicación, opacando su campaña.

*Ex presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI A.C.