EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El Partido Revolucionario Institucional. Su historia

Fernando Lasso Echeverría

Mayo 14, 2019

 

(Tercera parte)

 

Al iniciarse el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952), las características fundamentales del sistema político mexicano estaban establecidas. El PRI –partido oficial del gobierno– era el partido político dominante y estaba en franco proceso de consolidación, bajo de la dirección del general Gabriel Leyva Velázquez, quien había sustituido al general Rodofo Sánchez Taboada, ahora secretario de Marina, y aunque continuaban militares al frente del partido, su fracción civilista se afianzaba en el poder después de haber eliminado de su seno al sector militar en los inicios de la década anterior, quedando compuesto por tres sectores: el obrero, el campesino y el popular.
El primero –dirigido por Fidel Velázquez– se había fortalecido con la integración del nuevo Bloque de Unidad Obrera (BUO), que absorbió a sus dos rivales históricos: la anarquista CGT y la ex moronista CROM, que ya para entonces estaban muy debilitadas políticamente. Por otro lado, el voto electoral (y la membresía del PRI) se había enriquecido, pues se le había concedido a las mujeres el derecho a votar y por lo consiguiente, se formaron centros femeniles dentro de los Comités Ejecutivos Regionales del PRI.
En el caso de los obreros –uno de los grandes grupos corporativos integrados mediante la CTM al partido oficial– por la presencia de líderes “charros” fieles al sistema creado por Alemán, sólo se observaban movimientos tibios de huelga, cuando había alguna alteración en el sistema económico del país, como sucedió con la devaluación de nuestra moneda en 1954; en esos momentos, solicitaban aumentos de sueldo tratando de resarcir el poder adquisitivo de sus agremiados, logrando generalmente un porcentaje menor a lo solicitado, y hasta ahí llegaba el conflicto, pues los dirigentes eran absolutamente gobiernistas e interesados en desarrollar una carrera política personal; es decir, el beneficio común de sus afiliados no era su prioridad. Y en efecto, el presidente recompensaba su fidelidad mediante cargos de “elección popular”; de esta manera, les daba pues, parte del “pastel” político y así, mantenía no sólo el control de los sindicatos sino también el de las cámaras, en las cuales, no existía oposición para la aprobación de la mayoría de los proyectos de ley que eran enviados por el ejecutivo.
Los campesinos, el otro gran grupo corporativo incorporado también orgánicamente al PRI a través de la CNC, continuaban tal como los dejó Alemán, subordinados al gobierno y sin mayores márgenes de maniobra; era lastimoso observar cómo los miembros de este gremio – a cambio de una torta y un refresco o unos cuantos pesos– eran trasladados prácticamente como animales, en camiones de carga, a todo mitin priista de grandes proporciones, donde se les proveía de mantas o carteles alusivos al candidato o funcionario que motivaba la reunión. Negarse a acudir, podía ser motivo de que les quitaran su parcela; lo mismo ocurría en tiempos electorales con el acto de votar; en la mayoría de las ocasiones, sus boletas, –con conocimiento del interesado o sin él– eran llenadas colectivamente por su líder y los miembros de las casillas a favor del candidato oficial.
A cambio de este comportamiento pasivo y entregado, la CNC también lograba beneficios para sus líderes como cargos de “elección popular”, y para algunos grupos de sus agremiados la condonación de pequeños adeudos con el Banco Ejidal, la consecución de sementales vacunos para sus ejidos, la electrificación de algunos de sus municipios ejidales, la contratación colectiva para trabajar en ingenios oficiales; a otros más, productores específicos de algún fruto o semilla agrícola, les eliminaban a los intermediarios; todas, dádivas mínimas que el gobierno entregaba a la CNC y que eran disfrutadas generalmente, sólo por pequeños grupos de campiranos seleccionados por los líderes y de esta manera estas, no beneficiaban al grueso del campesinado. Cuando surgía algún verdadero líder agrario independiente, como Jacinto López o Rubén Jaramillo, que genuinamente deseaban tierras y mayores beneficios para sus compañeros, aparecía el garrote, esa metodología represiva porfirista, cruel y temible, bien aprendida por los gobiernos pos revolucionarios.
El reparto gremial de los cargos de elección popular, así como la selección –o aprobación de los candidatos– era hecho principalmente por el Presidente de la República, sobre todo el de las gubernaturas y las cámaras nacionales; Ruiz Cortines argumentaba que “siempre se veía mejor desde arriba, para escoger a los hombres que iban a ocupar estos cargos”; sin embargo, también en las estatales se intervenía desde el nivel nacional, en la aprobación de los candidatos que formarían las cámaras de las entidades federativas; los aspirantes tenían que ser “palomeados” por los gobernadores en funciones, los dirigentes estatales priistas y por supuesto –en último término– por el presidente nacional del PRI, a quien le llegaban todos los currículums de los candidatos aprobados ya, por los otros niveles. Lo mismo sucedía con las presidencias municipales –sobre todo aquellas de municipios importantes– en las que era generalmente el gobernador en turno quien nombraba a los candidatos y en las cuales, excepcionalmente llegaba a intervenir el presidente de la República a petición de alguno de sus secretarios. Cada tres años, o cada seis, había una lucha toral entre aspirantes a las candidaturas del PRI, ganándola generalmente no siempre los mejores, sino quienes tuvieran los mejores “padrinos” para su causa; a numerosos nominados a alguna candidatura, les fueron prácticamente “sacados de la bolsa” su nombramiento a última hora, porque como la lucha se prolongaba hasta que este fuera público, abundaban las intrigas, los golpes bajos y “las patadas debajo de la mesa”, antes de que la nominación se hiciera oficial; muchas enemistades irreconciliables se gestaban en esos lapsos, formándose grupos políticos antagónicos dentro del mismo PRI, pues la oposición real entre partidos era un mito.
Las siguientes elecciones, se llevaron a cabo en julio de 1958, mismas que ganó el PRI bajo la dirección del también general Agustín Olachea Avilés, quien había suplido dos años antes a Gabriel Leyva Velázquez, ahora gobernador de su estado; el triunfo había sido en una paz total, pues los conflictos políticos –sobre todo sindicales– que habían irrumpido a final del sexenio anterior, habían sido resueltos antes de ellas; el PRI, que había llevado como candidato a Adolfo “el joven”, era una institución política que continuaba su ascenso mejorando su organización y –mediante un proceso electoral perfectamente controlado– ganando todo lo que había que ganar: presidencia de la República, las cámaras, las gubernaturas y las presidencias municipales. Eran los tiempos, en los que ser nominado a una candidatura de “elección popular” priista, era recibir en realidad el cargo de antemano con toda seguridad. Los amigos y la familia del nominado, lo felicitaban ya –sin duda alguna– como futuro y seguro presidente municipal, diputado, senador, o gobernador, y nadie se “espantaba”… ese era el sistema y punto. Estos resultados electorales ya previstos, provocaba que la población votara poco, con el argumento de que “para que votamos, si ya sabemos quién va a ganar”, y esto obligaba a los encargados del proceso (priistas) a llenar las boletas en bloque, para evitar críticas o acusaciones de que el porcentaje de votación había sido nulo o muy bajo; por otro lado, la oposición tenía estructura sólo en las grandes ciudades, y por ello, no tenía candidatos en el área rural, o en las pequeñas ciudades. El PRI, dominaba pues, el sistema político nacional con toda amplitud.
Adolfo López Mateos, fue un presidente carismático y capaz, que con su “estilo personal de gobernar” se ganó a la ciudadanía, a pesar de algunos graves enfrentamientos en los inicios de su gobierno con el sindicato de ferrocarrileros (el más fuerte en ese tiempo y dirigido por Demetrio Vallejo), y en el resto del sexenio, con grupos armados que se estaban organizando en varias partes del país (como Rubén Jaramillo Ménez en Morelos), inspirados en la Revolución cubana; en estos casos, el gobierno actuó con intolerancia absoluta, y hubo una dura reacción de parte de las autoridades apoyada por el sistema político mexicano en forma total.
La secretaría de Gobernación – con Gustavo Díaz Ordaz al frente– fue el eficiente aparato represor, despidiendo a cientos de trabajadores ferrocarrileros, y encarcelando a todos los líderes encabezados por Vallejo y Valentín Campa, y por otro lado, matando en forma bárbara a líderes agrarios como Jaramillo en Morelos, dando una “probadita” de lo que iba a ser el gobierno posterior, encabezado precisamente por este personaje.
Sin embargo, don Adolfo, intentando recuperar el consenso nacional, revitalizó el discurso “revolucionario” del régimen, –que a esas alturas era una revolución añeja y atrasada que comparada con la cubana, se notaba paralizada y perdida en sus objetivos– y llevando a cabo acciones que intentaban mejorar la imagen gubernamental ante la población, se declaró hombre de izquierda, “dentro de la constitución”, liberó a los presos políticos, estableciendo lazos estrechos con los líderes de los sindicatos en general y haciendo amplias concesiones a la clase trabajadora; agilizó el reparto agrario a los trabajadores del campo, convirtiendo a su gobierno en el que –después del cardenista– repartió la mayor extensión de tierras entre la masa campesina. Elevó a rango constitucional, el estatuto jurídico de los burócratas, en el cual se elevaba el sueldo, los días de descanso y las vacaciones a éstos trabajadores, y fijaba sobresueldos, primas y compensaciones a los trabajadores al servicio del Estado, aunque también impedían la afiliación a otra unión que no fuera la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE) y ponían trabas y dificultades al derecho de huelga, imponiendo al Estado como juez único e inamovible de estos movimientos. Por otro lado, se fundó el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores al Servicio del Estado (ISSSTE) y se elevó sustancialmente el gasto público destinado a Salubridad y Asistencia y Educación. Asimismo, fue particularmente importante, el crecimiento del IMSS, que al final del sexenio aumentó casi al doble las 372 clínicas y hospitales que existían en el país en 1958, triplicando el número de asegurados en el mismo lapso e inaugurándoles a los trabajadores y sus familias, la unidad recreativa de Oaxtepec, en Morelos. A todo lo anterior, se sumó un gigantesco programa de obras públicas, que incluyeron importantes unidades habitacionales, como la Unidad Tlatelolco, la Kennedy, la de San Juan Aragón y otras, y se instituyó el texto único gratuito en las escuelas primarias del país, hecho que provocó una seria disputa entre el gobierno y la iniciativa privada.
Era pues indiscutible, que López Mateos, intentaba recuperar la aceptación de la población al régimen priista, y desvanecer el rostro represivo gubernamental que su administración alcanzó en sus inicios; en ese momento, la mayoría de la población mexicana, se veía peligrosamente atraída por la revolución cubana, como medio para intentar alcanzar en nuestro país sus anhelos de mejoría social; por otro lado, de acuerdo con lo expresado por Macario Schettino, en su texto: Cien años de confusión, México en el siglo XX: “Después de la segunda Guerra Mundial, y frente a la competencia soviética, los países occidentales, reconocen que será imposible hacer funcionar democracias capitalistas, sin tener un gran soporte social. Esto implica, reconocer que debe haber un nivel mínimo de salud, educación, y seguridad social para todos los habitantes de un país, que es precisamente, lo que se denomina Estado de Bienestar Social”.
Dentro de la ampliación económica del sector público, usada por López Mateos para fomentar la actividad productiva del país, destacó la nacionalización de la industria eléctrica, que hasta esa fecha era propiedad de compañías extranjeras, compraventa hecha de común acuerdo y que fue equiparada en ese momento, con la nacionalización de la industria petrolera realizada por el presidente Cárdenas 22 años atrás, lo cual reverdeció la posición nacionalista que la población exigía al Estado mexicano; también fue notable, la promulgación de una ley para la industria minera, la cual disponía que sólo se permitiría operar en ella a compañías con un capital mexicano mínimo del 51 por ciento.
Si a todo esto se agrega, que don Adolfo no fue ambicioso ni deshonesto e hizo una administración casi limpia, era pues innegable, que López Mateos estaba haciendo uno de los mejores gobiernos nacionales de la pos revolución, aunque merece recordarse, que tampoco fue demócrata; él, también continuó con la “democracia dirigida” a través del Partido Revolucionario Institucional, el cual estaba conducido desde el 4 de diciembre de 1958, por el general Alfonso Corona del Rosal, quien había suplido a su colega Olachea Avilés, ahora secretario de la Defensa Nacional. Todo el mundo político, sabía sin duda alguna, que seguía siendo el presidente de la República saliente, quien designaba a su sucesor; pero antes, a través de breves y discretos juegos de palabras con diversos personajes de su absoluta confianza –que servían de supuestas señales– los engañaba sobre quién lo iba a sustituir (quien era el “tapado” decía el monero Rius) y la mayoría de los funcionarios de todos los niveles, se “cargaban” hacia el o los falsos candidatos, quitándole al verdaderamente elegido muchos compromisos; sin embargo, el presidente priista guardaba las formas, y al nombrar a su sucesor frente a los dirigentes de su partido, lo hacía siempre afirmando “que su partido había seleccionado al candidato” y que esta organización, había tenido la gentileza de comunicárselo a él antes que a nadie, debido a su jerarquía, y todo el mundo feliz, aún los engañados con la identidad del “tapado”, pues finalmente se sumaban a la “cargada” intentando el perdón del elegido para buscar el continuar su estancia dentro del presupuesto gubernamental… cualquier humillación o acto indigno cometido para lograrlo, valía la pena.

*Ex Presidente de “Guerrero Cultural Siglo XXI” A.C.