EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El Partido Revolucionario Institucional. Su historia

Fernando Lasso Echeverría

Octubre 20, 2020

 

(Trigésima quinta parte)

Comentábamos en el artículo anterior los fuertes enfrentamientos entre el presidente Zedillo y la Nomenklatura priista, que motivaron un mayor distanciamiento entre el ejecutivo nacional y “su” partido, entre los que destacaba la reforma política que Zedillo había prometido a la población, y a la cual se oponía el PRI cupular, porque con ella perdía privilegios. Hablábamos también de que en 1995 se realizaron 18 procesos electorales locales y dos federales extraordinarios; estos procesos tuvieron por primera vez condiciones de limpieza no vistas con anterioridad, a pesar de las mañas incurables del priismo en los eventos electorales; sus triunfos –como el de Michoacán– se debieron más a las divisiones internas del PRD, partido político muy fuerte en ese estado, pero al cual no le sirvió de gran cosa esta situación, por la división creada entre sus simpatizantes por los mismos precandidatos perredistas; por otro lado, en esa entidad federativa, el PAN –que llevaba como candidato a Felipe Calderón Hinojosa– no tenía fuerza política y poco logró en las elecciones mencionadas.
Sin embargo, la verdad era que estos lances poco importaban a la población en general; además del desempleo galopante por la crisis económica y el escándalo que provocaba la corrupción oficial, lo que más preocupaba al pueblo era el aumento progresivo de la violencia y su cara terrible: la inseguridad y el miedo con el que se iba asumiendo la vida cotidiana. A mediados de 1996, el gobierno conocía ya la existencia de varios grupos armados en varias zonas de la República; no obstante, la existencia de guerrilleros no era el único síntoma de violencia en México, ni el que preocupaba más a la población; el motivo mayor de la inquietud popular lo era la inseguridad pública, la corrupción de las fuerzas policiacas, la falta de vigilancia y del cumplimiento de las leyes y la desarticulación de las fuerzas de seguridad, situaciones que influían en el aumento de la violencia delictiva, hecho que causaba mucha angustia en grandes sectores de la ciudadanía.
Durante 1995 y 1996 se multiplicaron los intentos de linchamientos contra policías, y también los actos de justicia pueblerina ante robos, violaciones o asesinatos, pues empezaron a menudear las actividades delictivas de gavillas de bandoleros en regiones apartadas o en pueblos pequeños, así como en carreteras poco circuladas, en donde detenían camiones de pasaje o a automovilistas solitarios; muchos de los asaltantes eran ex policías. Todo ello obligó al gobierno a aumentar las fuerzas de seguridad y a impulsar su coordinación; se reestructuraron el Ejército y los cuerpos policiacos. La posibilidad de la existencia de grupos guerrilleros en las sierras y selvas del país incrementó los operativos del Ejército y de la Policía Judicial. Las poblaciones campesinas –particularmente las aldeas y rancherías alejadas– fueron víctimas de los abusos de las patrullas que incursionaban en búsqueda de guerrilleros. Esto aumentó el rencor y el repudio de los más pobres en contra de las fuerzas del Estado.
Era una realidad que ningún grupo armado del país tenía la capacidad de enfrentarse al Ejército Mexicano; los grupos guerrilleros estaban dispersos geográficamente y sin equipo suficiente para ser un potencial peligro para el sistema político mexicano, pero la existencia de una multitud de grupos de delincuentes organizados, entrenados en el manejo de las armas automáticas, acostumbradas a cierto grado de diciplina y a la práctica de la violencia y la crueldad, eran un potencial peligro en contra del gobierno establecido; esos grupos podían ser arrastrados como un remolino por los insurrectos, fenómeno que siempre ha existido en la guerras civiles sucedidas en México, como la de Independencia y la Revolución, en las cuales muchos delincuentes se incorporaron a los movimientos políticos, con el fin de lograr “banderas” para sus fechorías, y un estatus que los protegiera de la justicia. No obstante, la delincuencia organizada tomó otro camino: la infiltración paulatina de los tres niveles de gobierno mediante su poder económico, que a través de los años se ha incrementado, y actualmente existen administraciones municipales, y algunos gobiernos estatales en el país, en manos de la delincuencia en forma total.
Finalmente, se aceleró la reorganización del Ejército Mexicano y se modernizó el equipo bélico que tenía 20 años de rezago; este cuerpo armado, empezó a sustituir a la policía en los operativos antinarcóticos y se encargó de la seguridad pública en el Distrito Federal, que era –desde el segundo trienio salinista– la ciudad más peligrosa del país, en donde los robos a mano armada, asaltos a casa habitación, robos de autos y secuestros de personas para negociar rescate, eran lo cotidiano.
Mientras, la solución del conflicto chiapaneco era observada con optimismo por parte de la población; ya se había perfilado un acuerdo entre los zapatistas, que meses más tarde se convertiría en un convenio formal. El EZLN –que a esas alturas se había convertido en un movimiento nacional– había logrado un conjunto de hechos impresionantes en la negociación, pues además de que había hecho conciencia nacional sobre la grave discriminación que sufrían los grupos indígenas del país, había conseguido el compromiso gubernamental de que el gasto público se orientaría más a las zonas menos desarrolladas del país. Y a nadie podía escapar el importante papel de Manuel Camacho en toda esta negociación, que había alcanzado para el país una estabilización indispensable para la celebración de las elecciones. Por eso mismo, era inevitable un conflicto político entre Camacho y el presidente, quien veía en el crecimiento de la figura pública de don Manuel –dotada de un acento heterodoxo y democrático, que él no tenía– un inconveniente para su imagen. En junio de 1995, después de algunas tensiones entre ambos grupos, Zedillo declara públicamente que las conversaciones con la guerrilla chiapaneca habían fracasado. Esto provocó de inmediato –como lo deseaba don Ernesto– la renuncia de Camacho.
El 25 de julio de 1996, se firmó ¡por fin! la Reforma Electoral, después de 20 meses de reuniones y discusiones de los representantes de los partidos y las autoridades de la Secretaría de Gobernación, llegándose con ello a un consenso que dio lugar al nacimiento de este importante documento, que permitiría –por primera vez en la historia contemporánea de México– lograr las bases de un sistema electoral verdaderamente democrático, creíble y confiable. Fue firmado en el Salón de los Embajadores, de Palacio Nacional, por los jefes políticos del PRI, PAN, PRD y PT, que habían discutido los términos del documento: Santiago Oñate, Felipe Calderón, Porfirio Muñoz Ledo y Alberto Anaya, así como por el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet y el presidente Ernesto Zedillo. A estos personajes se agregaron como signatarios los representantes parlamentarios de los mismos organismos políticos que habían intervenido en su elaboración.
Esta reforma constitucional constituyó un mecanismo de protección a los derechos políticos, pues la reforma al artículo 105 constitucional daba competencia a la Suprema Corte de Justicia para revisar la constitucionalidad de las leyes electorales tanto federales como estatales, para ajustarlas a los principios mínimos de legalidad, certeza, imparcialidad y equidad, establecidos en la propia Constitución. Además, se creó un Tribunal Electoral integrado al Poder Judicial de la Federación, con facultades para revisar los actos de las autoridades electorales federales y estatales y para proteger –a través de un juicio semejante al amparo– a los ciudadanos que se sintieran violentados en sus derechos político-electorales y a los partidos políticos que se sintieran afectados.
Se eliminó la presencia del Poder Ejecutivo en los órganos electorales y con ello, éstos se “ciudadanizaron”, toda vez que, con los nuevos estatutos, ni el gobierno ni su partido ni los partidos de oposición tendrían ya voto en los órganos electorales, acabándose así la incongruencia fundamental, de que las partes en los litigios electorales fueran al unísono jueces de ellos.
La Reforma apuntó igualmente a un cambio de las reglas del juego, ya que en ella se establecía el principio de la equidad en materia de gastos de campaña; al considerarse los partidos, como instituciones de interés público –por su finalidad de promover la participación democrática e integrar la representación nacional– el Estado se comprometía a proveerlos de los recursos necesarios para su operación, sin prohibírseles recibir donaciones privadas, siempre y cuando estas tuvieran límites establecidos y los donantes aparecieran claramente ante la luz pública, con nombres y apellidos.
Por otro lado, en esta Reforma se prohibía que un partido político pudiera contar con un número de diputados que excediera ocho puntos su porcentaje de votación nacional, con la finalidad de reducir la desproporción entre el voto total y las curules. El documento también convenía que ningún partido podía tener más de 300 diputados, estableciendo un candado a favor de la oposición, para que no pudiera aprobarse una reforma constitucional que contraviniera esta disposición, sin el consentimiento expreso de por lo menos dos partidos políticos. Igualmente, con la finalidad de reducir drásticamente la sobrerrepresentación que ha tenido el PRI por 67 años en la Cámara de Senadores, cualquier estado y el Distrito Federal tendrían derecho a dos senadores electos por votación mayoritaria y uno asignado a la primera minoría; además habrá 32 senadores electos, según el principio de representación proporcional mediante un sistema de “listas nacionales”.
Otra enmienda plasmada en la Reforma lo fue que las determinaciones sobre la declaración de validez de las elecciones, el otorgamiento de constancias y las asignaciones de diputados o senadores eran desplazadas al Tribunal Electoral, institución que supliría en estas funciones a la Cámara de Diputados, que antes se constituía para ello en “Colegio Electoral”. La elección de presidentes de la República sería revisada y dictaminada ex officio por la Sala Superior del Tribunal, cuyo fallo será definitivo e inapelable.
Una más –muy importante para los capitalinos– lo fue establecer un órgano ejecutivo en el DF, que sería votado en forma directa por los ciudadanos, creándose también un órgano legislativo con autonomía en este nuevo estado federativo. En 1997, se llevaron a cabo las primeras elecciones para la jefatura de Gobierno y el Congreso local, quedando como primer jefe de Gobierno el Ing. Cuauhtémoc Cárdenas, quien le ganó electoralmente el cargo a Carlos Castillo Peraza y a Alfredo del Mazo, que contendieron por el PAN y el PRI respectivamente. En el año 2000 se elegirían también los 16 delegados de las delegaciones de la capital, que adquirieron una organización jurídica y política muy parecida a la municipal. Finalmente, con la Reforma desapareció la figura de los consejeros ciudadanos y se crearon los consejeros electorales –que a diferencia de los primeros– serían funcionarios del IFE de tiempo completo y dependerían de un Consejo presidido por un consejero de mayor jerarquía.
Sin embargo, los cambios institucionales no podían operar solos. Se necesitaba una vasta reforma de leyes secundarias como la COFIPE, la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Ley del Distrito Federal, el Código Penal y la Ley de Impugnaciones Federales entre otras. Además, era necesario nombrar a los nuevos funcionarios del IFE y renovar por completo los Tribunales Electorales: presidente del IFE, ocho consejeros Electorales y el secretario ejecutivo; los magistrados de las seis salas del Tribunal Electoral y unos cinco mil funcionarios que conformarían la burocracia responsable de las elecciones de 1997 en todo el país.
Pero empezaron los errores y se presentaron problemas que ponían en riesgo el único cambio benéfico que podría ofrecer Ernesto Zedillo al pueblo de México: su proyecto político, que de frustrarse podría volver explosivo el ambiente para las elecciones de 1997. Por ejemplo, en forma increíble, los dirigentes de la oposición aceptaron que se nombrara al Consejo del nuevo Instituto Federal Electoral, antes de que hubiera una ley que estableciera las condiciones y características de los miembros. El proceso de los nombramientos fue apresurado, breve y superficial, situaciones que provocaron que se designara –con excepción de José Woldemberg, quien asumió la presidencia del IFE– a personajes sin experiencia en procesos electorales.
Por otro lado, las negociaciones de los partidos y del gobierno tenían todavía un tema pendiente: el financiamiento ordinario y de campaña de los partidos. El PRI había defendido la tesis de que el financiamiento público debería ser radicalmente superior al privado, para impedir el clientelismo del dinero en las elecciones y la posible introducción de dinero proveniente del narcotráfico en la política, lo cual era lógico y razonable; sin embargo, también defendió la idea de que el financiamiento para 1997 debería ser igual al de 1994 –lo cual lo hacía excesivo– y presionó para demandar más de 2 mil 200 millones de pesos para recursos a los partidos en el año electoral de 1997; 800 millones para el PRI, 500 para el PAN y 350 para el PRD, y lo demás se dividiría racionalmente entre los demás partidos registrados.
Además, el IFE se autodesignó 2 mil 500 millones para administrar las elecciones, lo cual sumado a lo que se entregaría a los partidos, daba la cantidad de casi 5 mil millones de pesos, para una elección de mitad de sexenio; ello, condujo a que se afirmara –en el medio político y en el mediático intelectual– que todos estos excesivos recursos provocarían más corrupción que democracia y que harían de la reforma electoral un proceso muy impopular.

*Ex presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.