Raymundo Riva Palacio
Septiembre 03, 2018
Cuando se acerca el final de un mandato presidencial y empieza el traslado del poder –la famosa transición– al gobierno entrante, hay dos palabras anglosajonas que describen ese periodo: lame duck, que significan literalmente “pato cojo”, y que explican cómo el ejecutivo pierde poder aceleradamente mientras su sucesor lo va acumulando con la misma velocidad. En México, ese lapso matizaba su impacto de la pérdida de influencia con las giras triunfales de despedida que realizaban los presidentes mexicanos, para esconder su carencia de poder entre el oropel de su partida. Entre más fuerte había sido un presidente, mayor tiempo duraba su agonía, como sucedió con Carlos Salinas, quien hizo una gira el 31 de noviembre de 1994 donde las multitudes acarreadas lo aclamaron. En el México de 2018, las cosas son muy diferentes.
El presidente electo es un imán de poder y toma decisiones como si estuviera sentado en la silla presidencial, mientras que el legal ha dejado un enorme vacío. Enrique Peña Nieto se defiende en privado y afirma que no hay tal vacío, sino que los medios no lo cubren. No hay tal. Quizás le digan eso sus colaboradores para justificarse, pero es mentira. Desde un mes antes de la elección presidencial, tiraron la toalla en Los Pinos. Las presiones sobre los medios desaparecieron y las peticiones sobre jerarquización de sus eventos también. La metáfora que Peña Nieto es algo peor que un lame duck se socializó tras la reunión con Andrés Manuel López Obrador en Palacio Nacional donde presentaron formalmente a sus equipos de transición, y el presidente electo fue quien dirigió una conferencia de prensa donde orilló a Peña Nieto a responder preguntas sin filtro por primera vez en su sexenio.
Peña Nieto, como cada sexenio, ofreció una batería de entrevistas con motivo de su Informe de Gobierno, y un detalle muestra cómo su pérdida de poder ha sido notable. Fue en la entrevista que concedió a El Universal, propiedad de Juan Francisco Ealy Ortiz, que procuraba siempre a Peña Nieto desde que era gobernador en el Estado de México, y quien decía que su gobierno era el que más publicidad le había dado al periódico en su historia. Nunca había actuado con tanto desdén ese diario como lo hizo con esa entrevista el 24 de agosto, que sólo la promovió en su primera plana con una pequeña llamada en la parte media baja que mencionaba “los años difíciles” del presidente. La vieja genuflexión política convertida en traición fraternal. Peña Nieto fue tratado como si apestara.
La soledad del presidente es lo que subyace como cada fin de sexenio, aunque todas las señales sugieren una mucho mayor en esta ocasión. Hay unas ajenas al escrutinio público, como la forma como se ha ido quedando sin su segunda familia. Su esposa Angélica Rivera comenzó a pasar más tiempo fuera de Los Pinos que con el presidente, como cualquier observador atento pudo ir notando con sus ausencias en eventos públicos, o incluso en fiestas privadas, como el cumpleaños del presidente. Esa relación podría ser considerada como un tema del ámbito privado, pero un asunto privado se convierte en uno de interés público cuando tiene incidencia sobre los gobernados. Eso pasó varias veces, donde los interlocutores políticos del presidente registraban los malos humores en la casa presidencial que alteraban el ejercicio de gobernar. Esa relación tiene un peso político tan importante en el sexenio de Peña Nieto, que el episodio de la casa blanca fue el catalizador del mal humor social y la creencia de millones de que su administración estuvo salpicada por una pingüe corrupción. El tema dará mucho que hablar en adelante.
Su aislamiento y la forma endogámica como se comportan en Los Pinos alejan aún más a quienes podrían haberlo cobijado en este fin de sexenio. Peña Nieto, por ejemplo, había pensado en René Juárez para que terminara el mandato de presidente del PRI, pero el senador electo le dijo que él prefería ser legislador a dirigir al partido, en una posición atípica de un político institucional que le dice no a su jefe político.
Otro de los grandes operadores del partido, Rubén Moreira, también abandonó el PRI, y otro, Felipe Enríquez, secretario de Acción Electoral, y uno de los hombres más cercanos a Peña Nieto, que hizo trabajos de todo tipo para él, también prefirió renunciar a quedarse en la encomienda que le había dado su amigo. Emilio Gamboa, que estuvo muy cerca de él, tomó distancia, luego de apostar todo para que su hijo Pablo quedara como senador, pero que al ser ubicado por el presidente en el lugar 10, lo dejó fuera de toda posibilidad, y ocasionó un problema en el seno de la familia Gamboa, ante lo que se consideró un engaño del presidente.
Nadie se imaginó que el final del sexenio de Peña Nieto resultara en el derrumbamiento total de la figura presidencial. Él, probablemente menos que todos. Desde que López Obrador arrasó en la elección presidencial, Peña Nieto comenzó a darse cuenta que se iba a quedar solo, de acuerdo con personas que hablaron con él esos días, pero podría pensarse que no tanto. Dentro de Los Pinos están sudando la depresión, y se han encerrado en sí mismos, descuidado al presidente, coinciden quienes tienen contacto profesional con la casa presidencial. Es la tristeza y melancolía de quienes se sienten incomprendidos, pensando más en ellos que en su jefe, al que hace tiempo la mayoría de sus cercanos, dejaron solo o, dicho de manera más clara, abandonaron a su suerte.
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