EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Estado, democracia y derechos humanos

Rosa Icela Ojeda Rivera

Mayo 27, 2016

Si en algún lugar del país es más que absolutamente necesario enfatizar la importancia de la vigencia plena de los derechos humanos es, sin lugar a dudas, Guerrero, entidad en la que el uso de la violencia política estatal forma parte de una tradición autoritaria de larga data que ha naturalizado la violencia como método de ejercicio del poder dejando honda huella en la cultura política.
En Guerrero imperó el ejercicio del poder como dominación. El uso de la violencia gubernamental se convirtió en hábito. Tan sólo durante el período de la guerra sucia fueron víctimas de desaparición forzada más de 600 personas, sospechosas de haber colaborado con la guerrilla del Partido de los Pobres. El uso regular de la violencia estatal dejó hondas huellas en el terreno psicoemocional que todavía no han sido suficientemente evaluadas pero también una imborrable mácula en la cultura. La violencia estatal, el autoritarismo y las centenas de desaparecidos de los que el Estado se ha responsabilizado a medias, han sido insuficientes para sanar los déficit de la democracia. Hace falta la aplicación de políticas sanadoras comprometidas con el “nunca más”, con la reconciliación y el perdón, como forma de remover uno de los obstáculos para la construcción de una cultura cívica y el fortalecimiento de una democracia que es todavía frágil.
Guerrero fue el lugar donde el terrorismo gubernamental generó la posibilidad de ser desaparecido teniendo como destino final el Pozo Meléndez o la Frente del Diablo, lugares donde opositores y disidentes fueron arrojados para no ser vistos nunca más. Fue en Guerrero donde la violencia como método de gobierno ofreció a adversarios y disientes la tríada “encierro, entierro o destierro”; fue aquí donde se dijo que con la aniquilación física de Lucio Cabañas, “muerto el perro se acabó la rabia”. La violencia estatal generó agravios que de manera cíclica alentaron y alientan aún la existencia de nuevas formas de violencia política rebelde que, aunque ciertamente nunca han puesto en riesgo las bases del sistema político como era su intención, movieron al menos por un tiempo y en una parte de la población, ideales de justicia y esperanza en un ambiente de miseria e inequidad en el acceso a los bienes simbólicos y materiales.
El uso de la violencia gubernamental como parte del ejercicio del poder no tuvo como objetivo resolver los problemas de seguridad de la población, mucho menos se planteó la protección de las comunidades de los pueblos originarios donde son evidentes los mayores índices de marginación, la violación a los derechos humanos y la militarización de la vida social. En 1995 el gobierno estatal se vio compelido a reconocer y compartir el monopolio del ejercicio de la violencia legítima con las Policías Comunitarias. En 2007, a partir de la emisión de la Ley de Seguridad Pública, la Policía Comunitaria recibió el carácter de Policía Preventiva y Auxiliar de los municipios. La paradoja en este punto es que a pesar de que desde 2011 la Ley de Seguridad Pública reconoció y orientó la actuación de las Policías Comunitarias, al menos una veintena de integrantes de éstas purgan condena por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. Quizá los casos más emblemáticos sean el de Nestora Salgado –hoy en libertad– y el de Gonzalo Molina. Aquí cabe preguntarse si el reconocimiento de las Policías Comunitarias fue una ruptura del Estado de derecho toda vez que pretendió compartir el monopolio del ejercicio de la violencia legítima.
Si a todo eso sumamos las dificultades existentes para acceder a la justicia, que por cierto obedecen a muy diversas causas, la larga duración de los procesos judiciales y los altos costos que de ello se derivan, se explica aunque no se justifican las altas tasas de impunidad, síntoma visible de una ilegalidad que favorece la persistencia de conductas delictivas que carecen de consecuencias jurídicas para los responsables. La impunidad y la representación perdurable de la violencia política, el miedo, se han instalado ya en nuestra sociedad. Como dirá Edelberto Torres Rivas, (1996) “el orden político, en una cultura atrozmente autoritaria, sólo se alcanza con el recurso de la violencia. Donde el miedo se convierte en un recurso ordenador, le es funcional a un poder político autoritario porque ayuda a paralizar la protesta, el terror produce inactividad”.
El miedo permanecerá por mucho tiempo instalado en nuestra sociedad, sin embargo es posible ir resolviendo los déficit de la democracia a través del establecimiento de un compromiso por la plena vigencia de los derechos humanos, la práctica regular de la tolerancia, la resolución pacífica de los conflictos, el respeto irrestricto a la ley, la tasa cero de impunidad y el desarrollo de una práctica política que promueva la libre adhesión del ciudadano con un orden que fortalezca la civilidad, sustento de un régimen democrático, todavía incipiente.