Raymundo Riva Palacio
Enero 05, 2005
La bomba ya explotó
Carlos Tornero es un hombre que debe ser un estupendo abuelo. Decente, tranquilo, tierno y lleno de lugares comunes. Como ciudadano, no se asoma duda alguna, es una persona ejemplar. El problema es que Tornero no es un mexicano ordinario, sino un profesional en aspectos criminalísticos que en este gobierno funge como comisionado de los Centros Federales de Readaptación Social, que incluye los tres penales de máxima seguridad en el país. Tornero, que participó en la investigación del asesinato de Luis Donaldo Colosio con el primer fiscal del caso, ha tenido una gestión tan desafortunada a lo largo del sexenio que con seguridad si quisiera utilizar ese periodo como carta de presentación, nadie en sano juicio le volvería a dar trabajo.
Durante su administración se fugó del penal de Puente Grande, en Jalisco, Joaquín El Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, quien está enfrentado con los cárteles de Tijuana, Ciudad Juárez y el Golfo. Un sicario de El Chapo fue estrangulado en mayo pasado dentro del penal de La Palma, en el estado de México, donde en octubre asesinaron a otro lugarteniente de Guzmán. Y hace unos días, ahí mismo, un gatillero a quien el propio comisionado autorizó su traslado desde una prisión en Tijuana, ejecutó a su hermano. Tornero admitió desde hace tres meses que La Palma se había convertido en “una bomba de tiempo”. Esa bomba ya explotó.
Los dos últimos asesinatos en La Palma se dieron una semana después de grandes operativos sorpresa en el penal para incautar armas. La recurrencia de cuestiones estrambóticas nos ha reducido la capacidad de asombro. Pero ¿alguien puede imaginarse el escenario donde un gobierno tiene que entrar a su cárcel prima de máxima seguridad para buscar armas en poder de los presos? En el México surrealista, en junio pasado el jefe del Cártel del Golfo, Osiel Cárdenas, y los jefes de bandas de secuestradores, Daniel Arizmendi El Mochaorejas, y Andrés Caletri, irrumpieron en las oficinas del director del penal de La Palma para quejarse de la mala alimentación y del maltrato de los custodios. En octubre, el gobierno trasladó a 45 reos de alta peligrosidad de la prisión de La Palma a la de Puente Grande.
Aun si se observa superficialmente lo que sucedió en La Palma el año pasado, uno podría concluir que Tornero, su director de La Palma, el jefe de ambos Ramón Martín Huerta, secretario de Seguridad Pública, y el gobierno federal todo, están totalmente rebasados. En este mismo espacio se publicó el pasado 15 de octubre que la gran crisis que vivía México no era ni política ni económica ni social, sino que se daba en materia de seguridad, donde las bandas de narcotraficantes y de secuestradores tenían intimidado al gobierno de Vicente Fox y prácticamente de rodillas. Tornero expresó a través de un intermediario su desacuerdo con tal apreciación. Pero en realidad, el problema es peor.
En aquel texto en octubre se mencionó que el gobierno foxista había reconocido con el traslado de presos de La Palma que lo invulnerable había sido vulnerado, apareciendo totalmente doblegado por las mafias e incumpliendo la principal función que se le encarga a un gobierno desde que remplazaron a los sistemas feudales en la organización de una sociedad: proporcionar la seguridad a sus ciudadanos. El problema se ha agudizado desde entonces. No se trata sólo de la introducción de drogas y de armas a los penales, o de altos índices de corrupción. Se trata de la destrucción institucional del Estado, de una anemia y una desintegración animada por el narcotráfico, que está socavando al Estado, comprando políticos, elecciones, y pasando a dirigir el destino de sus sociedades.
Un diagnóstico informal realizado por funcionarios involucrados en estos temas establece que la crisis penitenciaria nacional no es una responsabilidad sola del gobierno federal. El sistema penitenciario, aclara, es una parte de todo el proceso de procuración, administración e impartición de justicia, donde participan junto con el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Según este análisis, el sistema penal enfrenta una legislación obsoleta, un enorme rezago procesal y una gran desarticulación, “lo que ocasiona su dispersión, su pobreza, su corrupción, su impunidad y su violencia”. Es decir, lo que está en crisis no es sólo el sistema penitenciario, sino todo el sistema de procuración e impartición de justicia, que hace crisis en las prisiones federales.
Lo que propone el diagnóstico es una reforma penal y penitenciaria que incluya la creación de un Sistema Nacional Penitenciario, la elaboración de un Programa Nacional Penitenciario con la participación de los tres Poderes de la Unión y la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la redistribución de la población interna en las cárceles –actualmente el 82 por ciento se encuentra recluida en el 25 por ciento de las prisiones–, la creación de un servicio civil de carrera que elimine el empirismo y la improvisación actual del personal penitenciario y, por encima de todo, un órgano administrativo desconcentrado de la Secretaría de Seguridad Pública, que se encargue de la prevención y readaptación social. No ve otra solución el diagnóstico frente “al tipo de presos que estamos teniendo, una delincuencia más violenta, mejor organizada, dolosa y más inteligente”.