Rosa Icela Ojeda Rivera
Julio 28, 2016
Es un hecho incontestable y claro que la cultura autoritaria y patriarcal echó profundas raíces en nuestro territorio. El uso de la violencia, la amenaza de su uso, la intolerancia e imposición son formas predominantes para plantear cualquier asunto, hasta el más sencillo incluso para la gestión de cualquier derecho, por legítimo que sea.
Tras tantos años de autoritarismo las palabras diálogo, acuerdo, concertación, tolerancia, perdón y reconciliación, desaparecieron del vocabulario, de la actuación institucional, de los repertorios de los movimientos sociales y de los conflictos familiares, y en su lugar se desarrollaron y expandieron los términos conflicto, agresión, transgresión, ofensa, represión, amenaza, asesinato.
Por experiencia sabemos que un ciclo de violencia tiene un punto de inicio pero difícilmente sabremos cómo y cuándo terminará, en tanto cada ciclo tiende a desarrollarse en espiral y a generar una dinámica más violenta que el anterior, por lo tanto difícil de contenerse antes que su poder destructivo haya mellado bienes, intereses y derechos incluso de quienes no forman parte del conflicto originario.
En el estado de Guerrero como ya lo hemos comentado en diversas ocasiones, recurriendo a la recuperación de la memoria histórica podemos advertir del riesgo siempre latente de la apertura de un nuevo ciclo, ya se trate de violencia política, social o delincuencial. La delincuencial, presente y extendida a lo largo y ancho del territorio guerrerense es un hecho real.
Con justeza o no, con conocimiento de causa o no, algunos autores han calificado a los habitantes de nuestro estado como ingobernables, argumentando que en más de un siglo de hegemonía del PRI sólo tres gobernadores pudieron terminar su gestión de seis años: Alejandro Cervantes Delgado, Rubén Figueroa Figueroa y José Francisco Ruiz Massieu.
Ingobernables, violentos, belicosos, conflictivos e intolerantes son algunos de los calificativos con los que los guerrerenses somos caracterizados. Mucho me gustaría decir que estas son características de los patriarcales y machos hombres guerrerenses y que las mujeres somos ajenas a estos esquemas; la verdad es que en el tema de la cultura violenta, la intolerancia y la negación al diálogo no parece hallarse en contraposición con el ser mujer.
Me atrevo a afirmar, partiendo del conocimiento de los referentes empíricos de nuestro entorno, que mientras los hombres por historia, educación y cultura aprendieron a fraternizar, es decir a crear lazos afectivos para generarse oportunidades, a estar juntos para sobrevivir a situaciones adversas e incrementar sus posibilidades de éxito; las mujeres, por historia de vida, por cultura y por hábito deben recién empezar a construir la sororidad y el affidamento. Para los hombres el reto es que sus fraternidades se comprometan con el cambio democrático, con la erradicación de la violencia y el machismo.
Para las mujeres construir la sororidad y el affidamento (la confianza entre ellas y en ellas) en un entorno en el que predominan el autoritarismo, el machismo y la cultura patriarcal es un buen reto que empieza por generar empatía, por reconocer el mérito de las otras mujeres, que lleva a impulsar la organización para construir pirámides que reflejen la pluralidad del entorno social, etario, económico y cultural como vía de acceso a las oportunidades.
El cambio en los esquemas de fraternizar así como la construcción de la sororidad y el affidamento son claves para modificar cultura, para construir un entorno que supere la dinámica basada en la violencia que hasta hoy ha determinado nuestra actuación y forma de vida perpetuando la cultura autoritaria, patriarcal y violenta. Necesitamos del diálogo para construir formas de organización que reditúen en favor del desarrollo y en calidad de vida para nuestro entorno.