Jorge G. Castañeda
Febrero 02, 2018
Murió ayer Gonzalo Aguilar Zinser. Un infarto sin antecedentes médicos ni aviso lo fulminó en su casa, sin resucitación posible. Deja a Sandra, su esposa de más de una década, y a su hija Camila, de 8 años, y a tres hijastros, que fueron sus hijos. Lo sobreviven también cuatro hermanas y dos hermanos.
Deja asimismo una eterna fila de amistades. Todos se dieron cita ayer en su velorio, y hoy de nuevo se encontrarán en el Panteón Francés, donde descansan las cenizas de sus abuelos, padres y hermanos. Entre esos amigos me enorgullece contarme, y mi tristeza no es menor a la de los familiares que lloran su partida. A lo largo de los últimos veinte años, construimos una amistad a prueba de tensiones familiares mayores, desencuentros políticos menores, y roces personales insignificantes. En cambio, nos reímos, viajamos, comimos, bebimos, luchamos, imaginamos e inventamos como pocos.
Conocí a Gonzalo, ya en la vida adulta, a mediados de los años ochenta, gracias a dos acontecimientos de disímbola proporción: yo procuraba agandallarme legalmente un terreno al lado de mi casa, y pedí su ayuda; su hermano, Adolfo, fue secuestrado por la Secretaría de Gobernación, y varios nos reunimos primero para denunciarlo, después para acompañarlo al ser liberado. Nos habíamos encontrado antes, de niños, decía él, debido a la relación cercana de mis padres con los suyos (y más de mi madre con Adolfo Aguilar y Quevedo). Pero empezamos a ser verdaderamente amigos hacia finales de los años ochenta, y sobre todo a partir del intento de secuestro de mi asistente en junio de 1990, cuando a instancias de Adolfo, tanto Gonzalo como Alonso, su hermano mayor, me salvaron de varias trampas tendidas por el gobierno de Salinas de Gortari y ayudaron a darle contenido jurídico a mi denuncia.
Pero fue sobre todo antes, durante y después del gobierno de Fox que Gonzalo y yo construimos el vínculo que nos unió hasta ayer en vida, y en mi memoria para siempre, en momentos de tristeza, y de gran alegría. Administró, de parte de ambos cónyuges, un doloroso divorcio; iba a ser, muy pronto, el anfitrión de la celebración del matrimonio de mi hijo. Fue el autor de la idea de luchar por las candidaturas independientes; gracias a su energía, creatividad y en ocasiones locura, Fabián Aguinaco, Santiago Corcuera y yo ambulamos por los pasillos de los tribunales federales, del IFE, de la Suprema Corte, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y de la Corte en San José de Costa Rica. Ganamos lo que ganamos, perdimos lo que perdimos, y los resultados de la tesis delirante de Gonzalo están hoy a la vista de todos.
Así como lo hizo por mí, y por nuestra causa común, luchó en innumerables frentes por múltiples otras “víctimas” y clientes con la misma generosidad. Perteneció a ese grupo de abogados mexicanos que subsidian los casos que consideran nobles, con los que reditúan, provistos de mayor o menor nobleza. Seguimos en la lucha en muchas otras trincheras, hasta la semana pasado, cuando decidimos reactivar la demanda de Federico Jesús Reyes Heroles y otros vs México (#P-1868-11) en la CIDH en Washington, contra la prohibición de la compra de tiempo aire por la sociedad civil en México. Corcuera sigue encargado de ese litigio.
Pero no solo grillamos y peleamos. Tuve el enorme privilegio de viajar con Gonzalo, en compañía de Manuel Rodríguez, de Pedro Saez, de Rolando Ocampo, de Roberta Garza y de Roberto Mendoza y Paco Ortiz, por buena parte de México, de Costa Rica, del Mar de Cortés, de Bahamas, Croacia y el Caribe, de Washington y Nueva York, y de pasar largos ratos en su casa de Tepoztlán. Allí comprobé e intuí, inconscientemente, el motivo de su muerte, que verbalizó ayer Joel Ortega. Tenía un corazón tan grande que no cabía en su pecho. Reventó.