EL-SUR

Sábado 20 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ignacio Manuel Altamirano Basilio, un guerrerense distinguido del siglo XIX

Fernando Lasso Echeverría

Febrero 23, 2016

Cuarta parte

En 1870, Ignacio Manuel Altamirano formó la Sociedad de Libres Pen-sadores, y al entrar en contacto con las sociedades masónicas se convierte en miembro de una de ellas. En ese tiempo escribía artículos semanales en el Siglo Diez y Nueve, pero no era un hombre satisfecho consigo mismo; había recibido una leve herida de bala al tratar de evitar una pelea en las afueras de un teatro; después se batió con sable, por razones intrascendentes que ni siquiera le afectaban a él directamente. Se lamentaba de no tener dinero para comprar libros, ni para hacer ediciones de sus obras, a pesar de que Clemencia, se había editado nuevamente. “La pereza me mata, la enfermedad me mina” era su recurrente decir en el diario que escribía. Veía pasar su cumpleaños con una nostalgia que se materializaba en la certeza de una muerte cercana. Su depresión se reflejaba frecuentemente en su diario, en el que –en esa época– externaba en forma quejumbrosa su “sed de amor”. Al final de 1870, deja el Siglo Diez y Nueve y se une a El Federalista de Manuel Payno, en donde escribía solamente sobre literatura semanalmente, cosechando muchos elogios por su talento.
Logra publicar sus poemas, reunidos en Rimas, y saca a la luz pública otra novela: La Navidad en las montañas, insistiendo en ella en la enseñanza de valores y en el adoctrinamiento mediante la bella palabra. Pero sus colegas le reclamaban por mantenerse al margen de la contienda política. Los diarios de esa época estaban llenos de exhortos a su “clara inteligencia”, para que abordara en sus escritos el inminente proceso de elecciones presidenciales en el país, y el propósito de Benito Juárez de reelegirse, como ocurrió a fines de 1871, derrotando otra vez a Lerdo de Tejada y a Porfirio Díaz; sin embargo, la política le repugnaba cada vez más, y no se metió en el proceso electoral; luego, ante el evidente fraude de Juárez, Díaz –con ese pretexto– encabezará una revuelta desde su hacienda La Noria en Oaxaca, que fracasó. Intempes-tivamente, seis meses después, Juárez muere y Lerdo de Tejada asume el mando, y dicta una amnistía. Altamirano no escribe una sola línea sobre el personaje que acababa de morir, pero se declara partidario de Lerdo.
Nuestro personaje siguió en sus periódicos y tareas culturales, evadiendo la política. Su objetivo fundamental de vida era formar en las redacciones a las nuevas generaciones de escritores. De regreso en El Siglo Diez y Nueve, escribía sus Cartas Sentimenta-les; presidió el Liceo Hidalgo a partir de 1872, y recibió el nombramiento de secretario primero de la Sociedad de Geografía y Estadística. Ni siquiera el intento de reelección de Lerdo y la proclamación del Plan de Tuxtepec de Díaz ante ella con todas sus consecuencias (el exilio de Lerdo y la toma del poder de Díaz) tentaron políticamente a don Ignacio Manuel; por otro lado, las esperanzas que el idealista Altamirano había depositado en el oaxaqueño victorioso se fueron desvaneciendo a medida que el héroe de la guerra de intervención se iba convirtiendo en Don Porfirio, pues no habría durante años, rivales con la fuerza y la inteligencia necesaria para disputarle el poder a éste.
Un día después de su toma de posesión, Díaz nombró a su gabinete, y en este equipo estuvo Vicente Riva Palacio como nuevo ministro de Fomento, quien llevó a su amigo Altamirano a trabajar con él en calidad de Oficial Mayor; no obstante, en forma inexplicable, ni el presidente ni el ministro parecían tener prisa por encomendar tareas a su amigo, y Altamirano harto de la inactividad renuncia al cargo. Casi al unísono, el presidente de la Suprema Corte, Ignacio L. Vallarta fue requerido por Díaz para ocupar el Ministerio de Gobernación, e Ignacio Manuel fue llamado para ocupar por un periodo el puesto dejado por Vallarta. Y aunque había renunciado a sus tareas docentes, alternaba sus funciones como jurista con sus actividades en la Sociedad de Geografía y Estadística, de la cual él editaba su boletín; tampoco dejó las reuniones de las diversas asociaciones literarias a las que pertenecía; ni la tertulia de moda, que se efectuaba en casa de Rosario de la Peña, aquella bella mujer que causó el suicidio del joven poeta Manuel Acuña.
A fines de 1877, Altamirano volvió a la Preparatoria Nacional para hacerse cargo de la nueva cátedra instituida en ese centro de educación superior: Historia de la Filosofía, que por cierto había sido solicitada por los diputados liberales Guillermo Prieto y Juan Antonio Mateos para impartirla, pero le fue concedida a don Ignacio Manuel, hecho que significaba un triunfo para los viejos liberales, pues ahí los estudiantes podrían asomarse a otras posibilidades de pensamiento, ajenas al positivismo oficial. Altamirano, no hizo ningún esfuerzo para integrarse de manera activa al grupo porfirista triunfante, aunque intensificó su participación en la masonería, alcanzando la patente de Gran Inspector General del Grado 33; por otro lado, el presidente, ocupado en pacificar el país, transformar el ejército y mejorar las relaciones internacionales, no demostró interés alguno por atraerlo a su círculo cercano. En 1879 muere Ignacio Ramírez El Nigromante, después de muchos años de trato íntimo y luchas compartidas con Altami-rano, quien le rindió un sentido homenaje, fungiendo como orador en su sepelio en nombre de la Suprema Corte.
Contra los rumores generales, Porfirio Díaz –obligado a cumplir con el principio de “no reelección” que dio motivo al golpe de Estado que fraguó en Tuxtepec– respeta cabalmente la ley instituida, y el primero de diciembre de 1880 le “presta” el poder a su compadre Manuel González, quien era un hombre mediocre fácilmente manipulable, y por ello, desecha a hombres –como Vicente Riva Palacio– que podían hacerle “sombra” e impedir que él volviera al poder oficialmente más adelante. Hacía cuatro meses que don Ignacio Manuel estaba de vuelta en el Congreso representando al estado de San Luis Potosí. En ese momento, su distanciamiento con su estado natal era completo, sin embargo, días después tocaría en forma sorpresiva el tema guerrerense, manifestando su beneplácito por el triunfo electoral de ¡Diego Álvarez!, en unos comicios donde Francisco Arce había declinado su candidatura a favor del heredero de don Juan. El diputado Altamirano tenía asimismo una nueva tribuna en el periódico La República, recién fundado por él y Filomeno Mata. En este periódico empezó a escribir nuevamente sobre política, y se dedicó a examinar el proceso electoral, a los candidatos y sus programas, prometiendo a sus lectores que posteriormente a su análisis iba a definir a quien apoyaría, desmintiendo el rumor, además, de que Díaz pretendía “prolongar” su mandato.
Altamirano estuvo muy combativo en esta etapa como escritor del periódico; participó en la polémica por el cambio del libro de Lógica seleccionado como texto oficial en la Escuela Nacional Preparatoria, y que era defendido por jóvenes redactores inflamados del positivismo oficial, que escribían en La Libertad, diario dirigido por Justo Sierra, y que atacaba a los viejos liberales que habían formado la generación de la Reforma. Don Ignacio Manuel escribía, irónicamente, lo siguiente: “México, no sabe aún la gran fortuna que le espera, con la cría de estos tiernos elefantillos”, y pidió que borrasen su nombre como colaborador de La Libertad. Pero también dejó a La República a fines de 1881, argumentando “que otras tareas me reclamaban”, aunque prometía volver a escribir –aunque eso sí– sólo de literatura.
Altamirano mantuvo su presencia en el Congreso, pero sus intervenciones fueron menos frecuentes y apasionadas, afirmando que sus intereses continuaban siendo el bien de la patria y la educación de la población, argumentando que “la instrucción de la población dará grandeza a la República, que más que sabios, necesita ciudadanos que sepan leer y escribir”; aunque es de mencionarse que ante la solicitud al Congreso de pensión vitalicia de una descendiente de Iturbide, ocupó la tribuna para negar enfáticamente que don Agustín haya sido el verdadero consumador de la Independencia. Sus tareas legislativas se terminaron a fines de 1882 y otra vez, lo acometió el hartazgo de la política. Y aunque dejó su cátedra en la Escuela de Jurisprudencia, se entregó a la docencia con entusiasmo impartiendo Historia en el Colegio Militar, en donde estuvo varios años. Por otro lado, en ese tiempo, Joaquín Baranda el ministro de Justicia e Instrucción Pública le da la oportunidad de agigantar su vocación de maestro, pidiéndole que –en vista de su ilustración y patriotismo– se hiciera cargo del proyecto que daría origen a la primera Escuela Normal de Profeso-res de Instrucción Primaria en el país.
Desde 1871, Altamirano había planteado en El Federalista, una educación laica, gratuita y obligatoria, con el complemento indispensable de que se contara con maestros que asumieran sus tareas como un apostolado, conscientes de que ellos eran un instrumento especial esencial de la construcción del país; anhelaba “profesionalizar” al personal docente, inyectarles dignidad desde su preparación, sacarlos de la pobreza en que muchos estaban, pagándoles salarios justos, y sembrar en la población la veneración y el respeto que ellos merecían, por encarnar la diferencia entre una vida limitada por la ignorancia y una existencia abierta al conocimiento. El encargo dado a Altamirano por Baranda, le llevó dos años de su vida, absorto en reflexiones y evaluaciones, así como frecuentes reuniones de trabajo con todos sus colaboradores; la escuela normal que soñaba Altamirano, admitiría a alumnos de ambos sexos provenientes de todo el país en forma gratuita. Su plan de estudios abarcaba pedagogía, inglés, francés y mexicano (náhuatl), teneduría de libros, higiene y medicina doméstica. Para ello sustentó el proyecto comparando los sistemas educativos primarios de Estados Unidos y Europa, elaboró un diagnóstico de la situación mexicana y revisó a fondo la legislación escolar. Su agotador trabajo fue gratificado con la aprobación del proyecto en el Congreso, y mereció que Porfirio Díaz –ya otra vez como presidente de la República– mencionara elogiosamente a don Ignacio Manuel, en su primer informe de gobierno dado en la sede del Legislativo.
Como siempre, Altamirano alternaba el trabajo del proyecto mencionado con sus tareas de la Sociedad de Geografía y Estadística, donde ocupó mucho tiempo la vicepresidencia y en algún periodo la presidencia; no dejaba las tertulias literarias, y fue hacia 1885, en algunas sesiones del Liceo Hidalgo que también encabezaba, donde leyó los primeros capítulos de El Zarco, considerada su mejor novela, la cual está ambientada en la tierra caliente de Morelos, que tan bien había conocido en su juventud; sin embargo, esta novela fue una obra póstuma, pues fue publicada por primera vez ya muerto su autor.
La Escuela Normal se hizo realidad hasta principios de 1887, y Altamirano formó parte del cuerpo docente como responsable de las asignaturas de Gramática e Historia Patria. Después, los asuntos relacionados con el poder le interesaron cada vez menos. No escribió una sola línea cuando en 1887 se propuso a la Cámara de Diputados la modificación constitucional que permitiría por una sola vez la reelección del presidente Díaz, sin que ninguno de sus viejos amigos liberales se opusiera. Al contrario, Juan A. Mateos, proponía lacayunamente la reelección indefinida.
Paulatinamente, el escenario político nacional cambiaba notoriamente, pues se habían concretado las reelecciones continuas de don Porfirio, quien con ello consolidaba su poder. Es entonces cuando Díaz procede a restar fuerza a todos los personajes de su generación, los que tanto por su talento como por su prestigio y notoriedad significaban competencia política o silenciosos críticos de todo lo que había cambiado desde los años del liberalismo triunfante; así, Vicente Riva Palacio –quien siempre aspiró a suplir a Díaz en la presidencia– había dejado el país para irse como embajador en España; se le restaban méritos públicamente a Mariano Escobedo, reviviendo el debate por la rendición del sitio de Querétaro; los pocos liberales de la Reforma que aún vivían iban poco a poco quedándose en el olvido y en el aislamiento político, conformándose con la relativa consideración en las que se les tenía, y con las escasas canonjías que aún recibían. Quizá por ello, a mediados de 1889, Altamirano recibió el nombramiento de Cónsul General de España, pues don Ignacio Manuel era un personaje incómodo para el gobierno, debido a su autoridad moral.
Era muy claro pues, que finalmente Díaz se construía un entorno dócil donde nadie cuestionara, ni con su presencia, su forma de ejercer el poder, y quizá no olvidaba que en las elecciones de 1884, en el conteo de votos ha-bían aparecido casi 30 votos a favor de Altamirano, cantidad ridícula si se quiere apreciar así, y mucho más a sabiendas de que el escritor no tenía el menor interés en la Presidencia, pero resultaba muy parecida a la cifra que habían obtenido otros dos hombres –generales y políticos– con claras pretensiones políticas: Ramón Corona y Vicente Riva Palacio.
Los periódicos apenas se habían ocupado del nombramiento, sin embargo, Altamirano fue despedido con cariño y nostalgia por los miembros de la Sociedad de Geografía y Estadística en el Liceo Mexicano, y a la cual por cierto, no acudieron personajes del momento; ni siquiera Justo Sierra, su querido discípulo, quien mandó con terceras personas su despedida, porque –decían sus mensajeros– “sufría mucho con el adiós al maestro”. Había que recordar que don Justo Sierra fue poco después nombrado Ministro de Educación, y finalmente terminó siendo consuegro de don Porfirio. Altamirano, conmovido se negó a pronunciar discurso alguno, aunque eso sí, prometía a los presentes que, aun cuando estuviese lejos, estarían cerca de su corazón. Algunos lo acompañaron hasta la estación del tren para verlo marcharse, sin saber que, contra sus planes, Ignacio Manuel Altamirano no regresaría vivo a México.

* Presidente de “Guerrero Cultural Siglo XXI” AC