EL-SUR

Lunes 22 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ignacio Manuel Altamirano Basilio, un guerrerense distinguido del siglo XIX

Fernando Lasso Echeverría

Marzo 08, 2016

Quinta y última parte

Nombrado cónsul de México en Barcelona, Altamirano tomó posesión del puesto hasta noviembre de 1889, pues él y su familia habían llegado directamente a París varias semanas antes; con su estancia en la capital francesa, el nuevo miembro del servicio exterior mexicano cumplía así un viejo anhelo: conocer y recorrer a pie la ciudad de París, de la cual sabía mucho por los textos leídos en los múltiples libros franceses que había adquirido a través de su vida. Pero ya en Barcelona, se da cuenta que no le acomodaba el ambiente húmedo del puerto catalán, pues no sólo se le habían intensificado las complicaciones propias de la diabetes que sufría, sino que también había afectado la salud de su esposa; por otro lado, extrañamente, su gran amigo de otras épocas: don Vicente Riva Palacio –embajador en España en ese momento– se portaba no solamente poco amable con él, sino francamente hostil, hecho que incomodaba notablemente a don Ignacio Manuel; es entonces cuando, fortuitamente Manuel Payno, quien ocupaba el consulado general de Francia –con Gustavo Baz como embajador de México– le propone hacer una permuta de las sedes diplomáticas, y Altamirano acepta y solicita de inmediato el visto bueno de la Secretaría de Relaciones Exteriores, encantado con la idea de vivir en Francia y cambiar de clima.
Agradecido profundamente con el inamovible dictador mexicano, que no solamente le había concedido la permuta solicitada, sino que además le había permitido conservar su paga como coronel del ejército mexicano sumándola al sueldo de cónsul –situación que permitió a Altamirano vivir decorosamente por primera vez en su vida– don Ignacio Manuel se integró por completo al sólido régimen porfirista. Ya en Francia, Altamirano, por su aspecto físico francamente indígena y por su gran preparación íntegramente europea, se vuelve un personaje muy popular en el sector diplomático de París; causaba asombro su perfecto dominio del francés, su profundo conocimiento de los clásicos latinos y su vasta cultura universal. Por ello, no era de extrañar que el cónsul mexicano fuera invitado a todo tipo de reuniones y participaba, de esta manera, en las tertulias sociales de las embajadas, en las sesiones de la Sociedad de Geografía y en las del Círculo de Prensa de París. Fue una época muy agradable y satisfactoria para el escritor guerrerense, quien asistía –también en forma oficial– con gran éxito a los congresos internacionales que se celebraban en la capital francesa; asimismo, tuvo el gusto de ver editada en francés su novela La Navidad en las montañas.
Entre sus tareas como cónsul, se dio tiempo para viajar y conocer varios países europeos colindantes con Francia, como Italia, Suiza y Bélgica; sin embargo, la lejanía de la patria inquietaba su mente, y con frecuencia, sufría momentos de profunda nostalgia por su país, sus costumbres, su comida y cultura en general. Por ello, uno de los grandes acontecimientos habituales que más agradaba a Altamirano era el recibir y leer las cartas que le llegaban frecuentemente; misivas de diversos personajes muy queridos y, sobre todo, las de la familia, provocaban en él dulces y agradables añoranzas que muchas veces llegaban a sacarle lágrimas “al viejo indio llorón”, según expresiones propias plasmadas en su diario; él confesaba abiertamente, que estas cartas “eran su mayor placer y su rutina más sabrosa (….) sin ellas parece que no vivo”, decía don Ignacio Manuel. Era un hecho que la nostalgia de México invadía al escritor, quien llevaba ya tres años fuera del país, contra sus proyectos iniciales de regresar a corto plazo.
Las cajas que enviaba su hija Catalina –casada con el prominente abogado porfirista fundador del clan familiar de los Casasús– eran su delicia, pues contenían los sabores de la tierra lejana en los diversos artículos comestibles mandados en ellas, como los chiles, los frijoles, el chocolate, y los totopos que a menudo le llegaban echados a perder, provocando grandes lamentaciones de don Ignacio Manuel; a cambio, enviaba a la familia, largas cartas con relatos pormenorizados de diversas experiencias personales, como sus paseos callejeros en París, su asistencia a obras de teatro o de ópera, que comentaba prolíficamente en sus cartas, o bien –recordando sus actividades periodísticas– refería crónicas sobre sus viajes o sobre los hechos de la comunidad de “ricachos mexicanos”, que hacían presencia en el mundillo parisiense.
Merece mención que, en ese tiempo llegó a casa de Altamirano, ubicada en la calle de La Fayette, un joven mexicano recomendado por su padre, amigo personal del Cónsul; este muchacho era Juan Sánchez Azcona, a quien Altamirano llevó a vivir con otros estudiantes mexicanos radicados en París apellidados Madero (Francisco y Gustavo), con los que Juanito hizo una íntima amistad y con quienes se unió –años más tarde– en la batalla por resquebrajar el régimen porfirista. El joven Sánchez Azcona acabó siendo yerno de Altamirano, pues se casó con Guadalupe, otra de las hijas adoptivas –y bisnieta de Vicente Guerrero–.
Pero Altamirano ya se sentía un anciano y guardaba la esperanza de regresar a México a vivir sus últimos años como un abuelo más, gozando de la compañía de sus nietos en la fastuosa casa de su yerno, Joaquín Casasús, quien le había contado en sus cartas, paso a paso, de los avances de la construcción y ampliaciones de la residencia en la calle de Héroes. Cuando don Ignacio Manuel supo de la adquisición de un gran terreno adicional para agregar un jardín a la propiedad de los Casasús, su alegría se desbordaba pensando en que “En ese huerto jugaría como abuelo dichoso con sus nietecitos”, y le respondía en sus cartas a su yerno, “Cada vez, que me da la noticia de las mejoras de su palacio, se me hace agua la boca, pues ahí, me haré jardinero, y yo mismo arreglaré las plantas y sembraré nuevas, cuyas semillas llevaré de aquí.”
No obstante, en el verano de 1892, Altamirano decayó profundamente por la debilidad generalizada causada por la diabetes y otros males, como su disentería que padecía desde el sitio de Querétaro y que sólo mejoraba temporalmente, para luego volverle con mayor fuerza; apenas comía, y caminaba con mucha dificultad –sosteniéndose de las paredes– las dos cuadras que separaban su casa del consulado; ello lo obligó a intentar mejorar su salud cambiando de clima y estuvo en Ostende (Bélgica) varias semanas, sin ningún resultado positivo. Al volver a Francia, lo esperaba una buena noticia, su hija Catalina y su yerno estaban a punto de llegar, pues éste había sido nombrado por el gobierno mexicano como su delegado ante la Conferencia Internacional de Asuntos Monetarios; sin embargo no pudo verlos, pues ante sus malestares que se agravaban paulatinamente, su esposa Margarita y su hijo Aurelio –buscando la mejoría del cónsul– salieron con él de Francia sin esperarlos, buscando la calidez del sol italiano en San Remo. Allí los alcanzaron los Casasús a fines de 1892.
Su estancia en San Remo provocó alguna mejoría en don Ignacio Manuel durante unas semanas, pero pronto decayó; al llegar Casasús a verlos y notar su debilidad extrema, los sacó de la pensión en donde vivían y los traslada a una espléndida construcción neoclásica rodeada de jardines llamada “Villa Garbarino”, que el mismo Casasús había rentado con ese propósito; los primeros días, transcurrieron con tranquilidad y el escritor pasaba las tardes en el jardín rodeado de la familia, planeando acelerar su regreso a México; sin embargo, Altamirano se moría irremediablemente por su diabetes, padecimiento que entonces no tenía control alguno por no conocerse todavía la insulina; por otro lado, sus malestares digestivos crónicos lo deshidrataban y lo debilitaban notablemente, y finalmente le fue diagnosticada también una antigua tuberculosis que ni el propio Altamirano ni sus familiares sabían que padecía y que, probablemente, era lo que le causaba sus cuadros diarreicos, agravados por la debilidad de su sistema inmunológico producida por su misma diabetes.
Y aunque la familia se aferraba a la creencia de que el patriarca sobreviviría en el clima benigno de Italia, Altamirano, no se hacía muchas ilusiones de regresar vivo a su país, y ante su rápido deterioro, pidió entonces que lo sentaran en la terraza de la villa en una íntima despedida de la vida; y aprovechó para dictar su testamento, el que sin bienes, ni deudas, ni enredos familiares, realmente sólo sirvió para asentar en el documento su voluntad de ser cremado, y que de esta manera lo llevaran a México.
Don Ignacio Manuel Altamirano, falleció un lunes 13 de febrero por la tarde, cumpliéndose aquella letanía que muchas veces había referido en público: “En trece nací, en trece me casé y en trece me habré de morir”. Ante la sola presencia de Aurelio su hijo, su respiración empezó a debilitarse y, tomándole las manos a éste, le susurró horrorizado de su propia muerte: ¡Que feo es esto!… y vuelto de cara a la pared, expiró. Joaquín Casasús se aprestó a cumplir la última voluntad de su suegro, y su cuerpo fue cremado en San Remo. Al sacar su cuerpo para el crematorio –coincidentemente un miércoles de ceniza– salió a su encuentro una comisión de librepensadores italianos, quienes enterados de que Altamirano había sido un notable liberal mexicano le rindieron un breve y emotivo homenaje. Sus cenizas estuvieron depositadas un tiempo en el cementerio de Père-Lachaise, de París.
En México, la noticia de la muerte de Altamirano causó más conmoción en el mundo literario y periodístico que en los círculos políticos. Cuatro generaciones de hombres de letras se dolían por la pérdida de un hombre que había sido decisivo en la formación literaria e ideológica personal de muchos de ellos, y en el desarrollo general de la literatura nacional; por ello, reconocieron la necesidad moral y emocional de hacerle un homenaje al personaje fallecido a la manera del gremio: una velada semejante a las que Altamirano había organizado años antes, para revivir a las letras nacionales; una despedida mejor que la que le habían hecho cuatro años antes, cuando el maestro se marchaba a Europa. El día 21 de febrero de 1893, en el salón de actos de la Sociedad de Geografía y Estadística se realizó el evento, en el cual muchos que se llamaban orgullosamente sus alumnos pronunciaron sus sentidas y personales oraciones fúnebres. El pesar y el silencio eran colectivos y sólo se rompieron cuando don Justo Sierra, con voz grave y sentimental dijo: “gracias maestro, no nos podías abandonar, no nos has abandonado, no nos abandonarás”. La velada, terminó entre aplausos al difunto.
No dejaba de impresionar a sus contemporáneos el hecho de que el literato Altamirano haya decidido ser incinerado, cosa totalmente inusual en tierras mexicanas en aquel entonces. A Guillermo Prieto –como a muchos– el asunto le perturbó durante días; a las pocas semanas, reflexionaba sobre el asunto en un poema dedicado al amigo desaparecido, en el cual, sin ningún disimulo, le reprochaba la carencia de unos restos mortales a los que ir a derramar lágrimas el día de muertos. Finalmente, las cenizas de Altamirano, llegaron en mayo del mismo año, y encontraron reposo en la capilla que su hija mayor, Catalina Altamirano hizo construir en el Panteón Francés de la Ciudad de México.
En el México porfiriano se acentuó la conciencia del aporte pedagógico que durante décadas había hecho Altamirano a la cultura nacional, pues éste –al llegar a su madurez intelectual– optó por la educación sobre la política y otros intereses personales; se le reconocía su autoría e influencia, en los proyectos incipientes de la educación pública en el país; por otro lado, aceptaban que Altamirano –sin ningún egoísmo o prejuicio– había abierto la puerta institucional a todas las posiciones ideológicas y a todas las generaciones, con la finalidad de rehacer más cabalmente a la nación. Había pues un consenso general de que don Ignacio Manuel se merecía el título de guía, de constructor de rutas comunicantes entre ideas, proyectos, generaciones y personas; que era justo que se le denominara “maestro”, calificativo supremo que superaba a la docencia formal; término, que iba más allá de la designación de profesor, pues se afirmaba que Altamirano no sólo había dado cátedra en los salones de clases, sino también a distancia… fuera de ellos.
Después de Altamirano, morirían otros de sus compañeros de andanzas y luchas; algunos de su generación, otros de la Reforma; al año siguiente Payno, luego Riva Palacio, Mata y Prieto. El inexorable tiempo cobraba su tributo a aquellas generaciones de hombres que, con sus contradicciones y debilidades, habían participado tenaz y dignamente en la tarea de reconstruir su país. A estas personalidades –como al mismo Altamirano– ya no les tocó ver el desgaste político que sufrió el régimen de su antiguo compañero Porfirio Díaz, a pesar del orden y la paz imperantes en el país, y de los cuales hacía alarde el gobierno.
En 1934 –centenario del nacimiento de Altamirano– la caja de cenizas fue depositada en la Rotonda de los Hombres Ilustres; un decreto emitido en diciembre de 1992 ordenó inscribir su nombre con letras de oro en el lugar de honor del recinto de la Cámara de Diputados. Finalmente, a los ojos de la historia oficial, Altamirano se volvió más un personaje de las letras mexicanas, que del acontecer político del México decimonónico.

*Presidente de “Guerrero Cultural Siglo XXI” AC