EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ignacio Manuel Altamirano Basilio, un guerrerense distinguido del siglo XIX

Fernando Lasso Echeverría

Enero 26, 2016

(Segunda parte)

Corría el mes de junio de 1861 y el nuevo Congreso republicano había sido instalado. En él destaca por su apasionada oratoria un diputado de 27 años de edad; es un guerrerense que se distingue como liberal radical y soporte franco de Juan Álvarez, el gobernador suriano; se llama Ignacio Manuel Altamirano y es originario de la población de Tixtla.
Poco antes, Benito Juárez había convocado a unas elecciones presidenciales en las cuales fue el triunfador, superando por un amplio margen de votos a Jesús González Ortega, el héroe de Calpulalpan, quien tiene que conformarse con la presidencia de la Suprema Corte de Justicia.
Una vez más el país está quebrado y no hay ni para comprarle ropa a los soldados. Ello obliga al gobierno a iniciar la nacionalización de los bienes eclesiásticos, enfrentando numerosas dificultades para concretarla e inquietando al clero y a la población conservadora, la cual era un verdadero avispero a punto de atacar. Esta situación fue provocada en parte por la expulsión de monjas y frailes de conventos y monasterios, para derribar las construcciones, fraccionar y vender los terrenos a particulares. Todo lo anterior hacía que el país viviera momentos muy conflictivos y difíciles, en los cuales fueron muertos, en distintos eventos, distinguidos liberales como Melchor Ocampo, Santos Degollado y el joven militar Leandro Valle.
En el Congreso, los debates eran incendiarios. Los asesinatos de los distinguidos liberales mencionados causaron una corriente de indignación que se ventilaba en todas partes. Francisco Zarco, en El Siglo Diez y Nueve, clamaba por “el exterminio de los bandoleros”. Altamirano, quien afirmaba que en materia de justicia no transigía “ni con la madre que me parió”, veía con inquietud y disgusto algunas de las medidas políticas juaristas, que le parecían demasiado conciliadoras –sobre todo una posible amnistía para los conservadores, de la cual ya se hablaba–, y más porque éstos realmente no estaban vencidos; muchos de sus colegas diputados veían los sucesos con el mismo criterio, provocando que gradualmente este grupo se radicalizara y atacara las decisiones del presidente Juárez, quien les llamaba “impacientes”. Altamirano estalló, y en un fogoso discurso advirtió, iracundo, los riesgos de un perdón a medio año de la victoria militar. Con contundencia afirmó: “Yo tengo muchos amigos reaccionarios, pero protesto que el día que cayeran en mis manos, les haría cortar la cabeza, porque antes que la amistad, está la Patria”. A partir de ahí, Altamirano se ganó el sobrenombre de El Marat de los puros, y desató un escándalo nacional. Don Ignacio Manuel confirmó al otro día que cuando él votase por el perdón exigiría que se le echase del Congreso para que luego su querido gobernador Juan Álvarez lo ahorcara; por cierto, existe una carta de Altamirano enviada a Álvarez, en donde el diputado se quejaba de la administración juarista, aseverando que ésta estaba incrustada por todas partes por docenas de “reaccionarios” y se quejaba, de lo que consideraba una falta de atención del gobierno federal para con las necesidades de su estado.
Las tensiones entre estos diputados liberales extremadamente radicales y el gobierno hicieron crisis. Los legisladores dejaron de recibir su salario. “No nos pagan nada y yo vivo merced a mis relaciones que me permiten contraer deudas”, se quejaba el suriano. Por su parte, el gobierno federal se declaraba en bancarrota y suspendía los pagos de la deuda externa, dando motivo de que, a corto plazo, dos de las tres naciones acreedoras –Francia e Inglaterra– rompieran relaciones con México por la moratoria, y se apoderaran de las aduanas de Veracruz y Tampico, reclamando el pago de los adeudos pendientes. Mientras, España, el otro país europeo demandante, veía los toros desde la barrera, hasta que se firmaron los Tratados de La Soledad entre México, España e Inglaterra, en los cuales nuestro país, aceptaba ajustes en la deuda y los nuevos tiempos de pago; es entonces cuando se revelan las ambiciones expansionistas francesas, con las cuales no comulgaban los otros países acreedores. En febrero de 1962, desembarcó en Veracruz el tristemente célebre Juan Nepomuceno Almonte, dispuesto a instituir un régimen monárquico con el apoyo de Napoleón III. La delegación francesa dando un giro total, abandonó las negociaciones e inició una invasión militar.
Mientras, el gobierno reorganizaba a su ejército y don Ignacio Manuel, iniciaba una aireada polémica periodística con el Barón de Wagner ministro de la legación prusiana, quien aseguraba que el pueblo mexicano acogería de muy buena gana un nuevo régimen monárquico. Indignado, Altamirano le contesta airadamente en el Monitor Republicano recibiendo el apoyo unánime del resto de la prensa liberal. El incidente terminó en gresca, pues ayudantes de Wagner intentaron sin éxito golpear a Altamirano en la sala de su casa.
En vista del negro panorama que tomaba la situación del país ante la invasión militar francesa con el apoyo de las huestes conservadoras, el gobierno de Juárez opta por trasladarse a otro punto del país y parte hacia el norte; antes, logra facultades extraordinarias del Congreso para gobernar. Altamirano vuelve a la Hacienda de La Providencia, en donde permanece sin saber a ciencia cierta hacia donde marchaban los acontecimientos. En ese lugar, empezó el desagrado de Ignacio Manuel por el nuevo gobernador Diego Álvarez y el distanciamiento entre ambos; el diputado Altamirano criticaba la poca preocupación del gobernante por organizar la defensa de la patria, a pesar de haber recibido de manos de don Diego el nombramiento –avalado por Juárez– de Coronel de la Guardia Nacional del Estado, un cargo que Altamirano sentía más bien honorífico y que en ese momento no le dio ninguna importancia. En octubre, llega a La Providencia una convocatoria del gobierno federal para que los diputados se reunan en San Luis Potosí para integrar el Congreso, y ello motiva la salida de Altamirano del estado, e inicia un viaje complicado y arduo hacia San Luis que no dio frutos, porque el Congreso jamás reunió el quórum suficiente para abrir sesiones.
El avance de las fuerzas francesas provoca la salida de Juárez de San Luis Potosí, pero antes de irse, comisiona al diputado Altamirano para que regrese a La Providencia y le lleve cartas y encargos personales a Juan Álvarez. En aquellos momentos, las diferencias del legislador con el presidente Juárez quedaban en el pasado; la supervivencia del gobierno y la defensa nacional estaban por encima de cualquier desacuerdo; Altamirano se decía “Juarista convencido”, tal como lo eran el resto de liberales destacados. Después de un largo y accidentado viaje, llega a La Providencia a principio de 1864. Ignacio Manuel, todavía alentaba buenas expectativas acerca del desempeño de la división del Sur; esperaba que Diego Álvarez estuviera a la altura de las circunstancias y continuara la herencia gloriosa del “viejo león”, como a veces llamaba al cacique en sus misivas; sin embargo, se equivocaba.
Diego, gobernador de Gue-rrero en ese momento, asumía una actitud totalmente diferente a la de su viejo padre; don Juan, pese a su debilidad, se negaba a salir de su hacienda e insistía en desplegar cuantos recursos fueran necesarios para rechazar al enemigo, y su hijo, más bien pensaba en diseñar un plan de retirada donde lo importante era poner a salvo sus posesiones y la integridad del clan Álvarez, al tiempo que conservaban el poder político de la entidad, pues en esos momentos era ya evidente que Vicente Jiménez buscaba el poder político del estado.
El ambiente era tenso en la hacienda de los Álvarez; el enfrentamiento entre padre e hijo era cada vez más notable; los hombres de don Juan, mostraban desagrado ante la propuesta de salir huyendo en forma deshonrosa y ante esta presión, el viejo cacique opta –ante el disgusto de don Diego– por quedarse en La Providencia y defender ahí a su entidad y a la República; no obstante, don Diego culpaba al diputado Altamirano de que su padre no aceptara salir de la hacienda y afirmaba, que el origen de la resistencia del anciano, se debía a los argumentos perversos deslizados por la “lengua viperina” de Ignacio. A mediados del año, llega al puerto de Acapulco una escuadra francesa con 800 hombres, la que sin desembarcar se limitó a montar guarnición en el puerto para evitar que las fuerzas republicanas recibieran armas, pero el hecho de su presencia en el puerto –que no dejaba de ser una amenaza– influyó para que don Juan consintiera en salir a regañadientes por fin de La Providencia.
Para sobrevivir mientras defendía al gobierno republicano, don Ignacio Manuel hizo algunas labores de notaría, aunque seguía crónicamente endeudado. También escribía en el periódico de Tixtla La voz del pueblo, y estos artículos también los enviaba por barco a los periódicos de San Francisco, California, en donde se publicaban y ganaban apoyos para la causa republicana fuera del país. Por otro lado, Altamirano tejió una importante red epistolar que le permitiría en los siguientes dos años estar al tanto de los avances y retrocesos de la lucha en el país. De esta manera, se enteraba permanentemente de las acciones de Vicente Jiménez en Guerrero; de las operaciones de su colega, amigo y compañero diputado Vicente Riva Palacio en Michoacán, quien al igual que su suegra era nieto de don Vicente Guerrero, y Juárez –enterado de su cercanía con los Álvarez– intercambiaba comunicaciones con Altamirano, en busca de noticias de las fuerzas del Sur. De esa manera, Altamirano se enteró que Juárez en ningún momento había abandonado el país, hecho que lo complacía y aumentaba su confianza en el presidente, dando a conocer la noticia a todos los que podía. “Ud. no lo dudo, nos llevará a la victoria”, le aseguraba don Ignacio a Juárez en una carta. En ese tiempo, intentó también –con poco éxito– gestionar ante los Álvarez, el envío de armas y municiones a Porfirio Díaz, quien se encontraba peleando en ese entonces por la República, en el área de Tlapa y Huamuxtitlán.
En los inicios de 1866, el Presidente había provocado una fractura entre sus colaboradores, al prorrogar su mandato en no-viembre anterior. Muchos ortodoxos de la legalidad estaban descontentos, sobre todo el que ya se sentía su sucesor, el presidente de la Suprema Corte de Justicia Jesús González Ortega. Altamirano apoyaba sin reservas que Juárez hubiese optado por permanecer en el poder, y en una el diputado le decía, “La historia no hará a usted de esto un reproche”, y se lamentaba que su amigo Guillermo Prieto no hubiese apoyado esta medida del mandatario. Don Ignacio Manuel se preocupaba por mandar al presidente la mayor información posible en sus misivas; le narró en detalle la muerte de los generales Arteaga y Salazar, le dio noticias de las victorias de su paisano Porfirio Díaz y le aseguraba a Juárez lo fidedigno de su información, aclarando que él preguntaba todo antes de escribir sus notas informativas.
Mientras, Diego Álvarez acentuaba su inactividad. Esta vez la tensión entre él y Altamirano fue más notoria, a tal grado que el abogado no tenía empacho en hacer públicas sus quejas respecto al gobernador. Lo acusaba de indolente y antipatriota. Las cosas llegaron a tal grado, que Altamirano decide partir para Tixtla y ahí, en un discurso dicho por el diputado como orador principal en el aniversario de la independencia, criticó públicamente la abulia que dominaba a las fuerzas del gobernante; Ignacio Manuel, argumentaba que ni la prudencia, ni la pobreza ni la falta de parque eran razones válidas; reprobó también que no se le haya dado parque a Porfirio Díaz en vez de ocultarlo. Diego Álvarez enfureció y –según el mismo Altamirano– el gobernador dictó una orden de destierro contra él, misma que no se concretó porque el mandatario carecía de fuerza para hacerla cumplir. Después de este abierto enfrentamiento, don Ignacio Manuel abandona su tierra y se une en Morelos a las fuerzas del general Vicente Jiménez, quien también estaba enemistado con Diego Álvarez; para ello, Altamirano presentó el nombramiento de coronel que le había mandado el presidente Juárez por conducto de Álvarez. Jiménez proporciona al coronel Altamirano el mando de 400 hombres de caballería, hecho que don Ignacio Manuel dio a conocer de inmediato en forma epistolar al mandatario mexicano.
Ya en campaña, entró de lleno en acción. Con las fuerzas jimenistas intervino en diversas batallas en regiones que conocía muy bien: Cuautla y Cuernavaca. Victorioso, avanzó al Estado de México y, después de varios combates, ganó la zona para los republicanos; a principios de 1867, tomó el dominio de Tlalpan. En ese momento, Diego Álvarez se decide a entrar en combate y Maximiliano, empeñado en no abdicar, se encerraba en la ciudad de Querétaro, acompañado sólo con escasas tropas mexicanas y sus principales generales (Miramón y Mejía), ya que todas las tropas francesas habían abandonado el país. Altamirano no avanzó a la capital, sino que se reintegró a las fuerzas jimenistas que estaban en Toluca. Allí, deja a su paisano y se une a Vicente Riva Palacio, con quien acudió, a principios de abril, a reforzar las tropas de Mariano Escobedo que sitiaban Querétaro.
El guerrerense tendría ocasión de tomar parte en diversas batallas bajo el mando de Mariano Escobedo. Según Vicente Riva Palacio, cada vez que a Altamirano le era posible, se internaba en lo más reñido del combate “animando a los soldados republicanos” y obtuvo honrosas menciones en la batalla del Cimatario y en la hacienda de Callejas. En el sitio, sufrió una fuerte disentería que le provocó debilidad extrema, la cual, sin embargo no fue obstáculo para que se mantuviera en la batalla. El 14 de mayo, las tropas republicanas entraron en Querétaro y tomaron prisioneros al emperador y a sus generales, quienes fueron encarcelados en el Convento de la Cruz. Hasta ahí, fue Altamirano a conocer al Archiduque Austriaco, quien también enfermo de disentería, recomendó al soldado mexicano, beber antes de cada comida un “vasito de agua de Seltz” para sobrellevar el mal. La debilidad, hizo que Altamirano se retirara a Toluca para recuperarse. Esto evitó que Altamirano fuera quien instruyera el proceso en contra del príncipe de Habsburgo, tal como lo deseaba el general Mariano Escobedo.

* Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC