Gibrán Ramírez Reyes
Junio 13, 2018
Fue una feliz coincidencia. El mismo día que se conoció un video en que un grupo de mexicanos –particularmente una ridícula y feliz señora güera que coreaba “Anaya, Anaya” mientras hacía un extraño baile– atacaba y retaba a otro que se manifestaba, respetuosamente, a favor de Morena en Madrid, el comportamiento encontró su marco teórico, ambos con tufo de hace centurias.
Los paseantes anayistas, blancos y fresas, no tuvieron alternativa: tenían que manifestar su descontento con los prietos que ya no aprietan, como dijo Enrique Ochoa, porque no está bien eso de afear Madrid con banderas, manifestaciones y actos de campaña. Qué oso. Qué imagen dan. Van a pensar que somos Centroamérica o así. Bueno, había que reprenderlos y mandarlos a trabajar: el trabajo era su lugar, y no la revuelta que molestaba el retiro de la gente que sí trabaja(?). O mejor: mandarlos a Venezuela, porque Madrid y México deberían ser para otro tipo de gente.
Sólo uno intentó razonar con la turba –lo presumió en sus redes, para que se viera lo que “realmente pasó”. Mejor: recetarle verdades que serían lapidarias, sino fuera porque son llanas mentiras, como ésa de que 85 por ciento de los candidatos de Morena viene del PRI.
Es como magia, pero así debaten. Primero alguien junta un porcentaje y una imagen en facebook: entonces tienen un dato. Lo blanden, con autoridad estadística. Se les dice que no es cierto y el círculo se cierra: es que los pejistas no aceptan razones. En realidad, en esas discusiones lo que está en juego es otra cosa: la movilización de recursos simbólicos que hacen válida la razón de un hablante mientras reducen al otro a puro ruido. Se trata de la credibilidad autoerigida en razón de defender el estado de cosas.
Isabel Turrent llegó el mismo domingo a un extremo en ese camino. Dividió al electorado en dos: uno racional, demócrata y liberal, y otro irracional y populista. El demócrata-liberal defendería los valores de la racionalidad, la ciencia, y sobre todo, las instituciones y las libertades. El populismo, al contrario, vuelve al líder el único cauce de las virtudes auténticas de la nación, y reclama la soberanía directa del pueblo que encarna y promete volver a un esplendoroso pasado mítico, caracterizado por su homogeneidad premoderna, agrícola, religiosa, manufacturera. Alude a un bienestar primigenio perdido, según ella.
Es un razonamiento de librito, pero erróneo. Evidentemente Turrent habla desde un vistazo chafísima a los libros sobre populismo europeo, y por ello desbarra. Olvida, sólo de entrada, que en América Latina todos los populismos han sido modernizadores, con una alta dosis de industrialismo, y que se salen del manual que ha consultado. Los pequeños núcleos agrarios y artesanales nunca han operado aquí como horizonte. En realidad no importa, porque el recurso le sirve para caracterizar al oponente como irracional, reaccionario, premoderno (su verdadero objetivo).
Para eso vale hasta mentir y decir que “nadie ha podido identificar un abanico de razones y hechos que expliquen por qué movimientos y partidos populistas multiplicaron su número de seguidores en todas las latitudes en los últimos años”. Es mentira, directamente. Los análisis de ese tipo sobran, incluso de neoliberales sinceros que quieren entender qué pasó.
En general hay consenso sobre un montón de procesos desencadenados a partir de la crisis económica de 2008 que explican la vuelta a los mercados internos, la repolitización de la economía y la reconfiguración de identidades que sólo hace falta googlear para refutar a la autora. Para empezar podría comenzar por leer The populist explosion, de John B. Judis, editado por Columbia Global Reports. Hasta le va a gustar.
Pero insisto: el problema no es comprender el fenómeno, sino descalificar al segmento mayoritario (de la mitad de los ciudadanos mexicanos). “La retórica del líder indispensable ha dividido a la sociedad, convertido a los contendientes en enemigos y alimentado la irracionalidad de los ciudadanos”. La posibilidad del diálogo se extingue entonces con “las trampas de la mente” que introduce la polarización populista. Son trampas que inducen a evaluar tendenciosamente, a fortalecer los discursos del “votante o la tribu política”, o el “razonamiento motivado” que hace al “votante irracional” encontrar la conclusión que busca.
Con todo y alusión tribal, lo pudo haber dicho, casi al pie de la letra Juan Ginés de Sepúlveda cuando polemizó con Bartolomé de las Casas en 1550 sobre el estatuto de los indios, esos “hombres que, por impío y pésimo instinto, o por las malas condiciones de la región que habitan, son crueles, feroces, estólidos, estúpidos y ajenos a la razón, los cuales no se gobiernan ni con leyes ni con derecho, ni cultivan la amistad ni tienen constituida la república o la ciudad de una manera política; más aún, carecen de príncipe, leyes e instituciones”. La sinrazón contra el derecho y las instituciones políticas. La estructura del argumento es pasmosamente similar. Turrent vuelve de un plumazo irracionales a los que no piensen como ella; cuando reclama que nace una cultura política que no acepta la disensión parece que se refiere a la que ella alienta, donde el votante que no coincide con ella es tribal, irracional, instintivo. Si no encuentran el diálogo que buscan es, en realidad, porque no les gusta polemizar o no saben cómo hacerlo, de tanto oír su propia voz.
Retorno a los mexicanos en Madrid. Bartolomé de las Casas sostenía que Sepúlveda, al implicar la irracionalidad de los indios y excluirlos de la comunidad política con base en argumentos aristotélicos, los reducía a la esclavitud, los recluía en ella, lo que no le parecía justificable. Sepúlveda no lo aceptaba: no es eso, sino “solamente que deban ser sometidos a nuestro mandato”. Da igual, diría la güeritocracia, pero eso sí: pónganse a chambear. Y así cerró el video: ellos entrando a su paseo, mandándolos a Venezuela e insistiéndoles que mejor se pusieran a chambear, a chambear, a chambear, a donde pertenecen. Creo que son estampas formidables del criollismo, del espacio público de la blancura, del significado simbólico descolocador de la victoria de un sector que suele perder y se identifica con AMLO. Si se piensa brevemente, la sentencia de “arriba los de abajo y abajo los privilegios” les suena aterradoramente creíble a nuestros criollos. Deberían tranquilizarse.
Desgraciadamente no será tan así.