Raymundo Riva Palacio
Septiembre 02, 2019
ESTRICTAMENTE PERSONAL
Hasta ahora, el modelo de país del presidente Andrés Manuel López Obrador es lo que dice no ser. Ya no hay corrupción porque la barrió de arriba hacia abajo –que es el método que dijo en campaña utilizaría para purificar el país–, ya no hay balazos porque hay abrazos, ya no hay avión presidencial, ni Los Pinos, ni Texcoco, ni reforma educativa, ni reforma energética, ni lujos, ni ostentaciones. Aunque no es parte de su discurso, tampoco hay el crecimiento prometido, ni bajó la violencia que dijo tendría una inflexión en sus primeros meses de gobierno, ni hay paz en el país. Hasta ahora, López Obrador es el presidente del no. Lo que sí existe es el país que se imagina –por tanto aún imaginario– hecho realidad a través de su poderosa narrativa.
En su realidad alterna, la guerra contra el huachicol fue un éxito –los datos de Pemex lo contradicen–, la lucha contra la delincuencia avanza aunque falta más por hacer –los datos de su gobierno dicen lo contrario–, cancelar el aeropuerto de Texcoco le ahorró pagar a los mexicanos millones de pesos –que en realidad era un costo autofinanciable–, el programa para jóvenes sin escuela ni trabajo es un éxito –no ha superado el 40% y ha perdido fuerza–, se restableció el Estado de derecho –justo cuando su partido violó la ley en el Congreso para perpetuarse en la presidencia–, tener a Pro México era “ridículo” y ni Japón, Francia o Alemania tienen algo parecido –los tres sí tienen ese equivalente–. La lista podría seguir, aunque quizás la síntesis de todo está en cómo llamó a este acto constitucional: “Tercer Informe de Gobierno al Pueblo de México”. Así, dos alocuciones partidistas previas, las convirtió en actos de Estado.
En todo caso, el resultado hasta ahora de este primer corte de caja legal es un sacudimiento nacional que ha hecho crujir todo el andamiaje institucional y la arquitectura del país. López Obrador lo llama “la cuarta transformación”, comparando su modelo con la Independencia, la Reforma y la Revolución. Visto con objetividad, ese discurso renovador tiene que ver con otro cambio radical, que es el otro sí de su joven administración, el retorno al presidencialismo más fuerte que hemos vivido desde hace cuando menos unos 40 años, donde el poder está concentrado en una sola persona, que busca quitarse obstáculos del camino: órganos reguladores, ONG, prensa crítica y empresarios. A ellos se refirió indistintamente en su mensaje, al afirmar que están “moralmente derrotados”. El Poder Judicial, por otra parte, está en camino del sometimiento; el Poder Legislativo está hincado frente a él.
El andamiaje de una democracia le estorba a la construcción del país que quiere. Como prácticamente todas las cosas que han sucedido en su gobierno, no hay engaño. Su mundo se construyó en la cosmogonía de Macuspana, su tierra, durante sus años de formación. Lo que bajo esa óptica interpretó, moldeó al presidente que hoy nos gobierna. Quizás el Tren Maya es un sueño de aquellos años, con su confusa visión de desarrollo, donde habla del periodo del desarrollo estabilizador de los setentas, pero da las estadísticas del periodo del milagro mexicano de los cincuentas. A pocos le importa esta diferencia, pero habla de cómo las ideas se mezclan y cruzan en su cabeza sin contexto, ni tiempo y espacio.
Sólo observándolo en ese marco de referencia, se puede entender, o cuando menos intentar comprender acciones como sus rituales de respeto por “la madre tierra” y por los pueblos originarios –con los que ha convivido por décadas–, y que esté empeñado en iniciativas tales como que las carreteras del sur se construyan a mano, sin maquinaria industrial, y que las escuelas las levanten los maestros y los padres de familia. Soslayar totalmente procedimientos, regulaciones, reglas de operación y controles que las obras significan, no es algo ajeno al presidente. El mundo de López Obrador es otro, que todos tengan trabajo, que se haga agricultura de autoconsumo y un ingreso fijo, sin importar que sea bajo. Es la búsqueda de una sociedad menos desigual, aunque el piso de la igualdad sea un retroceso en el desarrollo.
Por primera vez en la historia, más del 51% de los trabajadores mexicanos gana entre uno y dos salarios mínimos, lo que significa entre nueve y 18 dólares por día, que es lo que cobra por hora un trabajador en Estados Unidos –una economía con la cual el presidente gusta comparar la mexicana–, reveló Tomás de la Rosa en una serie de publicados en Eje Central. En 2005, el 27.7% de la población ocupada ganaba más de tres salarios mínimos, y actualmente la cifra se cayó a 11.6%, mientras que en ese mismo periodo, el número de personas ocupadas que ganan entre uno y dos salarios mínimos se elevó de 38.6% a 51.3%. Estos datos perfilan un país rumbo a la precariedad, que es lo que el presidente López Obrador parece entender como sociedad igualitaria. Por eso piensa que es mejor tener un país agrícola que una economía de servicios.
Desde el universo de Macuspana, López Obrador también observó las oleadas democráticas en el mundo –incluido México–, pero no es algo que esté debajo de su piel. Se dice democrático pero este sistema político de contrapesos y rendición de cuentas es algo con lo que no se siente cómodo –que tampoco es algo novedoso– y trata de colocarle muros. Su modelo no es democrático, sino utilizar los recursos de la democracia para imponer el suyo, la cuarta transformación, que es eminentemente político, con un andamiaje que se está construyendo para garantizar, electoralmente, la hegemonía transexenal de Morena. De esto hablaremos en una próxima columna.
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