Rogelio Ortega Martínez
Marzo 12, 2016
A Alejandra Cárdenas Santana y Rosa Icela Ojeda Rivera. Y, a través de ellas, a todas las mujeres del mundo, con motivo de su día
Recuerdo hoy, como si ayer fuera, el día que mi abuela materna, doña Manuela Ríos Vielma, me llevó de la mano por primera vez al kínder. Eran los días de mis primeros aprendizajes fuera de casa en Teloloapan, mi tierra de infancia. Nos recibió en el portón de entrada la directora María Nerey Jaimes Quezada, elegante, sonriente, atenta, rodeada de jóvenes educadoras. Rememoro que las niñas y los niños lloraban y no querían desprenderse de las manos y las enaguas de madres y abuelas. No recuerdo a ningún varón que llevara de la mano a niña o niño alguno. Mi abuela, con ese carácter fuerte, incluso de autoritarismo extremo algunas veces, me dijo convincente: “…Cuando te deje en el kínder no tienes que llorar. Aquí vienes a aprender todo lo que habrá de servirte en tu vida futura. Aquí comienza tu camino del estudio para llegues a ser un gran profesionista. Hijo, en la vida sólo hay dos trabajos, en especial para nosotros la gente del campo, el de sol y el de sombra. El de sol es muy duro y mal pagado, el de sombra es más cómodo y mejor remunerado. El trabajo de sombra se logra: estudiando”, me dijo y me dejó en manos de la maestra María Nerey.
Nos repartieron en los salones respectivos y me presentaron a quien sería la educadora responsable de mi grupo, la maestra Silvia Salgado Román. Joven, muy joven, amable, afectiva y muy guapa. De inmediato pasó a darnos indicaciones y orientaciones de cómo deberíamos conducirnos y comportarnos en el aula, en el kínder, en la calle y en casa. Entendí que se trataba de mis primeros pasos en la educación, como me dijo mi abuela, y puse especial atención. La importancia de la limpieza y aseo personal; la importancia del respeto a todas las personas, pero en especial a las mayores; cumplir con las tareas; asistir al kínder con alegría y entusiasmo; ponerse de pie y saludar cuando una persona ajena al salón entrara. Lo más sorprendente para la reflexión de mis nuevos aprendizajes fue la orientación que nos dio nuestra educadora al decir: “…Cuando diga: niños salgan del salón, me refiero a todo el grupo, a niños y niñas, y tienen que salir del aula”. Y, a continuación abundó diciendo: “…En un colectivo social, es suficiente con que se encuentre un niño para decir en plural niños, no importa que la mayoría sean niñas. En un colectivo de personas mayores, es suficiente con que exista un hombre para decir señores, ahí se incluyen las señoras. Y también cuando nos referimos a los ciudadanos, se incluye a las mujeres”.
El discurso educativo de mi maestra no era diferente al que me inculcaba mi abuela en la vida cotidiana. Permanentemente decía: “Después de Dios, el hombre”. Y se ponía histérica al ver que alguien de los muchos de sus nietos que vivíamos bajo su tutela y albergue realizábamos alguna actividad doméstica. “¿Qué no hay mujeres para que barran la calle y la casa, para que laven, para que cocinen…?”. La asignación de roles en la vida cotidiana, social y cultural eran absolutamente diferenciados. Pero, algo no coincidía con el discurso. Mi abuela llevaba la batuta de todo. Dirigía, ordenaba, administraba y realizaba actividades propias de lo doméstico y del trabajo reservado para los hombres. Era campesina y labraba la tierra en Ixcateopan; era proveedora lavando ropa ajena Teloloapan y se lamentaba de su estatus de mujer, a la vez que criticaba a los hombres irresponsables y flojos.
En ese discurso y con esa cotidianidad crecí. Al tiempo, ya en la adolescencia, en mis lecturas de marxismo conocí el polémico y apasionante debate entre Lenin y Clara Zetkin relacionado con el tema de la emancipación de las mujeres. Clara Zetkin, adelantada feminista desde las filas del Partido Socialdemócrata Alemán, proclamaba que la Internacional Socialista debería de promulgar un programa con las reivindicaciones de las mujeres del mundo. Lenin sostenía que ese programa sería un distractor en la lucha por la emancipación de la clase obrera; que con la revolución proletaria se emanciparía toda la humanidad. Creo ahora, al paso del tiempo, que el debate lo perdió Lenin, la historia le dio la razón a la comunista alemana. Ella, Clara Zetkin, propuso en la Internacional Socialista que se declarara el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. Junto con Clara Zetkin descollaron otras tres célebres mujeres comunistas reivindicadoras de los derechos de las mujeres: Rosa Luxemburgo, Inés Armand y Alejandra Kolontai.
Más grave, cuando se pasó de la ortodoxia leninista al dogma estalinista. Sin embargo, otro marxista: José Carlos Mariátegui, desde el Partido Comunista de Perú, reflexionó y teorizó sobre las reivindicaciones de los campesinos y los indios. Recordemos que en la ortodoxia de Marx y desde su visión eurocéntrica los campesinos eran el componente de un costal de patatas, conservadores y pequeñoburgueses. En cambio, para los marxistas latinoamericanos y asiáticos los campesinos fueron aliados fundamentales de la revolución proletaria. No se puede explicar las revoluciones china, vietnamita y cubana sin la participación del campesinado como fuerza motriz. El dogma cayó y, paulatinamente, fue arrasado con la irrupción de lo que en los años 60 del siglo pasado el sociólogo francés Alain Touraine teorizó sobre los movimientos y los nuevos actores sociales. Herbert Marcuse, emblemático filósofo de la Escuela de Frankfurt destacó la importancia de los movimientos estudiantiles como detonante revolucionario. Crecieron las diversas teorías y movimientos feministas: las sufragistas, las de la libertad sexual, las de la igualdad, el discurso de la diferencia, la inclusión y los plenos derechos humanos, sociales y políticos de las mujeres. Avances significativos en la representación política, las cuotas de género entendidas como acción positiva, obligatorias en las legislaciones electorales y en los estatutos de los paridos políticos. Significativo para el feminismo los aportes teóricos de las mujeres españolas como Celia Amoros y, en el caso mexicano, Martha Lamas y Marcela Lagarde.
Hoy, quiero tributar con mi reflexión al Día Internacional de la Mujer sobre la importancia social y cultural del uso de la “A”. Han transcurrido más de cincuenta años desde que mi abuela me llevó al kínder por primera vez y me impactó saber que con decir niños, aunque fuera uno solo en el colectivo, se abarcaba al conjunto de las niñas y el niño. Injusto en esos años, pero más injusto hoy si se repiten esos valores culturales patriarcales.
¿Qué es la “A”? ¿Qué significa la “A” en los artículos determinados e indeterminados, en los pronombres personales, en los verbos y adverbios, en el leguaje cotidiano, con toda la riqueza de la lengua de Cervantes? ¿Cómo nos conducimos en nuestra cotidianidad y uso de nuestro lenguaje con respecto al uso de la “A” para llamarnos, saludarnos, decirnos, designarnos? Con terminación en “A”, los nombres de las mujeres, nos dijeron y lo aprendimos, la “O” para lo masculino. María es femenino, en masculino Mario. Complejo cuando aparece José y no termina en “O”, complicado cuando escuchamos María José y José María. Guadalupe no termina en “A”, y se les pone el nombre a mujeres y hombres. Pero es claramente identificable un colectivo mixto o incluso donde hay mayoría de mujeres y en la tradición social y cultural al referirse al colectivo se les dice señores sin decir también señoras, o compañeros sin decir compañeras, o amigos sin decir amigas, o paisanos sin decir paisanas. Más grave cuando las mujeres ocupan cargos públicos, institucionales o de representación y en la legislación, hecha generalmente por hombres sin conciencia de género, dice: presidente, consejero, magistrado, senador, diputado, alcalde. Es entonces cuando el lenguaje, si no se adecua a la realidad se convierte en instrumento de exclusión, desigualdad y discriminación. A favor de la inclusión e igualdad, cuando se trata de mujeres en esos cargos debe decirse: la presidenta, la consejera, la magistrada, la senadora, la diputada, la alcaldesa. Grave cuando vemos en un documento oficial como un título universitario el nombre de una mujer, la fotografía de una mujer y dice: Licenciado en Derecho; Médico Cirujano Partero; Ingeniero, Arquitecto, Químico Biólogo Parasitólogo, etc. Hoy, en atención de la igualdad y la inclusión deben decir estos títulos: Licenciatura en Derecho; en Medicina, en Ingeniería, en Arquitectura, en Química, Biología y Parasitología, etc. El origen de esta injusticia proviene del nacimiento de las universidades en la época en que las mujeres no tenían acceso a ellas, y así perduró la exclusión, la desigualdad y la discriminación en la nomenclatura de las carreras profesionales de nivel licenciatura y se extendió al posgrado la injusticia y exclusión.
Es verdad que hay palabras genéricas o neutras donde el artículo determinado puede marcar la diferencia, por ejemplo: la juez, la policía. Aunque hay quienes sostienen que debe decirse la jueza. Y, en otros casos, las y los jóvenes, aunque hay quienes sostienen que debe decirse las jóvenas y los jóvenes; las estudiantas y los estudiantes.
Yo, tengo la firme convicción de que debemos acostumbrarnos en nuestra cotidianidad social y en la construcción de una nueva cultura de igualdad e inclusión, al uso de la “A”. Aunque nos tardemos más en nuestros discursos, en nuestros diálogos, conversaciones y escritos. Por cierto, hay quienes en sus escritos han incorporado la @ para incluir a los dos géneros. En mi opinión es un avance que resuelve parcialmente el asunto de la exclusión y discriminación femenina, pero no es suficiente. Debemos enriquecer de forma creativa, imaginativa y hasta poética nuestro nuevo leguaje, el lenguaje del mundo de hoy con absoluta igualdad e inclusión entre hombres y mujeres.
*Texto leído el lunes 7 de marzo en la semana de conferencias por el Día Internacional de la Mujer organizadas por el Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados Ignacio Manuel Altamirano (IIEPA-IMA) de la Universidad Autónoma de Guerrero.