Raymundo Riva Palacio
Noviembre 06, 2018
Si es difícil establecer con precisión cuándo nos empezamos a dividir como sociedad, es claro cómo la división ha escalado a la confrontación y el rencor, cada vez más abierto y violento. El choque en Twitter entre Beatriz Gutiérrez Müller, esposa de Andrés Manuel López Obrador, y el director de la revista Proceso, Rafael Rodríguez Castañeda, por la imputación conspiracionista derivada de publicar una portada donde decían que el presidente electo se estaba quedando solo y se encaminaba al fracaso, tuvo una secuela condenatoria del semanario en las redes sociales que galvanizó la intolerancia ante quien piensa diferente. La intransigencia ha desbordado el campo de la libertad de expresión y se manifiesta de manera dogmática y fanática, en uno y otro sentido, para aniquilar política y moralmente al adversario. El pensamiento único que se quiere acabar, es lo que se está imponiendo como palanca de subordinación.
La división de los mexicanos se desveló como fenómeno en las elecciones presidenciales de 2006, cuyos síntomas que se venían dando desde años antes por razones políticas, económicas y sociales. Hace 12 años el desacuerdo viajó de las calles a las salas de las casas, donde las desavenencias, algunas veces belicosas, separaron familias. Nada aprendimos. La decisión de la cancelación del nuevo aeropuerto en Texcoco avivó el creciente antagonismo social. No estamos en la discusión sobre una política pública, sino que la hemos pintado de conflicto de clases. ¿Nos estamos dando cuenta?
Muchos años han pasado en la indiferencia para neutralizar este fenómeno que nos va a ahogar. En enero de 2010, escribí en El País: “El discurso del odio es abusivo, es insultante, es intimidador y hostiga. Discursos de odio siempre han puesto su marca sobre las sociedades, y suelen subir de intensidad cuando van acompañados por tensiones políticas o asuntos públicos que de sí polarizan. En México, el discurso de odio se desató con la combinación de dos disparadores que coincidieron en tiempo y espacio. El primero fue la lucha política donde el gobierno del entonces presidente Vicente Fox se empeñó en que por un delito menor el entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, fuera a la cárcel”.
La polarización se revitalizó hace unos días en las redes sociales, escasas 24 horas después de confirmarse la cancelación del nuevo aeropuerto, al aparecer la página en Facebook “Sí al nuevo aeropuerto en Texcoco”, donde se hacía un llamado a marchar el próximo domingo en Paseo de la Reforma para exigir que López Obrador rectifique. Paralelamente, la plataforma de Change.org tiene seis peticiones a favor y en contra de cancelarlo. La discusión no ha sido con argumentos técnicos, económicos o inclusive políticos, sino con descalificaciones maniqueas y consideraciones socioeconómicas. Una vez más, la dialéctica de ricos y pobres, los buenos y los malos, los que defienden sus intereses corruptos contra los redentores de la pureza nacional.
No se sabe quiénes están calentando a la sociedad, si son espontáneos como siempre hay, o grupos interesados que están manipulando e incendiando los ánimos. Hay consignas que podrían haber salido de las fábricas de desestabilización que alimentan el rencor y la desunión. Hay otras actitudes estomacales que son comunes en las redes, enajenadas e insatisfechas con el estado de cosas, donde aflora el resentimiento social y la indignación que se ha vivido en este país desde hace varios años contra todo lo que se identifica como el status quo. Si hay manos interesadas detrás, proveen el alimento que están pidiendo los hambrientos para expresarse vitriólicamente. En este sentido, la polarización somos todos.
Lo que se está fomentando y potenciando es el discurso del odio. En junio de 2016 publiqué en este espacio que la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación había contabilizado entre 15 mil y 20 mil mensajes de odio diarios en las redes sociales por razones de género, racismo y orientación sexual. No han cambiado las cosas, e incluso, hablando empíricamente, parecería que este desacuerdo se ha profundizado.
La semana pasada, Nancy Gibbs, que fue directora de la revista Time y es profesora en la Escuela “John F. Kennedy” de la Universidad de Harvard, publicó un ensayo en ese semanario a propósito de la profunda división y encono en Estados Unidos, donde apuntó: “Estamos teniendo una clase magisterial sobre el odio porque no tenemos otra opción. Se ha movido de la parte de nuestro carácter que trabajamos más duro para suprimir la parte que podríamos cuando menos ignorar. El odio se resbala de sus fronteras y corre libremente a través de nuestra política, las redes sociales, la prensa y nuestros encuentros privados. Y entre más viaja, más fuerte crece. La gente no está acostumbrada a despreciar a nadie, nunca, ni a encontrarse tan atemorizada o apaleada por lo que ven como una división donde se está preparado para pelear mano a mano”.
En todos lados experimentamos la polarización. En 2005 le pregunté a Carlos Slim si no le preocupaba que en algún momento habitantes del oriente de la Ciudad de México fueran a las colonias en el Poniente a romper vidrios, como consecuencia de la desigualdad y la inconformidad con el estado de la economía, alimentados por el peligroso discurso de clase que se oía en México. Me dijo que era un exagerado. Eso fue hace ya 13 años, prematuro el diagnóstico para ese entonces, pero que en la actualidad, a nivel de actitudes y emociones, ya comenzó. La división y la confrontación pueden haber llegado para quedarse, o como escribió Nancy Gibbs, no está en nadie, los políticos menos, salvo en nosotros mismos, que eso no suceda.
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