Raymundo Riva Palacio
Junio 05, 2006
Hay tantos muertos todos los días, que los mexicanos nos hemos deshumanizado. Todas las noches, los noticiarios nacionales y locales reportan a las víctimas del día, las pérdidas de vida por causas violentas y el monto acumulado de ejecuciones, casi desapareciendo los rostros y los nombres, remplazándolos por las cifras y la estadística a cuyo casillero se encuentran condenadas.
La saturación, como se da en este caso, inmuniza. La muerte es distante hasta que toca a nuestra puerta y se modifica nuestro comportamiento por la alteración del entorno y el abordaje a esa nueva realidad.
Vivimos, por sobre todas las cosas, en un círculo vicioso. Paradójicamente, una de las razones objetivas por las que la inseguridad pública se convirtió en un problema de inestabilidad e ingobernabilidad está asociada con el desarrollo de la sociedad mexicana y la manera como la tecnología ayudó a la sofisticación del delincuente y la depuración del crimen a un ritmo mayor que la mejoría en las policías.
De una manera dramáticamente clara, Genaro García Luna, director de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), describe esta dinámica en un libro reciente, donde recuerda que a partir de los años 70 cambió la actividad criminal de un perfil bajo y no violento a niveles de sofisticación y desarrollo derivado de las nuevas tecnologías y las comunicaciones. Como ejemplo cita el caso de los secuestros, cuyas negociaciones se hacían por teléfono. En 1960 había apenas 10 teléfonos públicos, contra 93 mil 720 en 1990 y 724 mil 514 en 2005. La explosión de celulares es aún más significativa –de 64 mil en 1990 a 44 millones en 2005–, porque se convirtieron en herramientas de trabajo en secuestros y extorsiones, muchas veces planeados y dirigidos por los delincuentes desde las mismas prisiones donde se encuentran presos. A la par de esos avances tecnológicos, se fueron modificando patrones de conducta, cambiando los valores que llevaron al delincuente de un ser solitario o agrupado en bandas, a integrar su estructura familiar en la delincuencia.
García Luna señala en su libro que esa pérdida de valores llevó a que los padres y las esposas, que antes se oponían a cualquier desviación en la conducta de sus hijos, participen ahora en los secuestros, como se dio en varios de los casos más célebres, como el de Daniel Arizmendi El Mochaorejas, y Juan Carlos Montante, con la banda de Los Montante. Estos dos fenómenos, no obstante, tampoco hubieran sido posibles sin la corrupción de la policía desde los años 70, que propició la expansión criminal. García Luna admite que la flexibilidad de la ley mexicana contribuyó a la construcción de un sólido crimen organizado a partir del contrabando, debido a la complacencia de la autoridad y animada en el error de juicio de tolerarlo porque a nadie dañaba.
Los principales contrabandistas de esa época, recuerda, fueron los primeros jefes del narcotráfico. Uno de los ejemplos más claros es el de Juan N. Guerra, quien hizo sus fortuna en Tamaulipas con el contrabando, y más tarde su sobrino, Juan García Ábrego, llegó a estadios más altos con el narcotráfico que, de acuerdo con el jefe de la AFI, se empezó a desbordar en los años 80.
Muchos errores cometió el Estado en todos estos años, como el haber utilizado a la policía desde los 60 en operaciones de control social más que de prevención a la delincuencia, y llevar a los cuerpos de seguridad en los años siguientes al combate contra el narcotráfico. El ícono de la corrupción dentro del Estado mexicano fue la Dirección Federal de Seguridad, que desmanteló el gobierno de Miguel de la Madrid y sustituyó el de Carlos Salinas con el CISEN, organizando profesionalmente la inteligencia, pero sin entregarle los hilos operativos que la procesaran para actuar en consecuencia.
En la administración de Ernesto Zedillo se dio un paso más con la creación de la Policía Federal Preventiva, y en el de Vicente Fox otro con la propia AFI. La construcción sigue en marcha, y como lo plantea García Luna, hay una fuerte corriente para que se cree una policía nacional similar a la que existe en otros países. Sin embargo, vistos los fenómenos colaterales del crimen, eso no será suficiente. Unificar el mando policial, dotarlo de tecnología y recursos para tener superhombres puede ayudar, pero no parece ser la solución de largo plazo.
Es posible plantear, a manera de hipótesis de trabajo, que la destrucción de la vieja red familiar mexicana que era el soporte de los miembros en desgracia para integrarse orgánicamente en actividades delincuenciales, sea resultado de las políticas económicas fallidas del gobierno –ya sea las de la irresponsabilidad keynesiana o del neoliberalismo hayekiano– que llevó a un alto número de mexicanos a plantearse la disyuntiva de sobrevivir en la marginalidad o arriesgar la libertad para delinquir, arropados en otra debilidad sistémica, el Estado de Derecho, donde se demostró que las probabilidades de salirse con la suya siempre han sido significativamente más altas que pagar por el crimen.
De esta manera, la solución sistémica dentro de la policía requeriría de otro tipo de política económica que no hemos tenido desde los años 60, cuando el mundo se regía por Bretton Woods y el patrón oro era el dólar. Ese mundo quedó atrás y nueva creatividad –mucho más de la que están mostrando todos los candidatos presidenciales– es necesaria. Pero nuevamente, que la sociedad apueste sólo a ello es perder de vista la responsabilidad colectiva, al mantenerse en una zona de confort y apegada al sempiterno paternalismo estatal.
Los mexicanos tenemos frente a nosotros un muy serio problema que nos plantea nuevos desafíos. La distancia inhumana con la que se está observando la creciente violencia en el país es cómplice de actitudes pusilánimes en algunas ciudades del país, como en Monterrey, en cuyas zonas más prósperas los regios se han acomodado a convivir socialmente con los narcotraficantes, o de resignación, como en Culiacán, donde hay familias que antes se opusieron al narco y que hoy, ante la falta de mañana para sus hijos, toleran que estén metidos en él.
El gobierno, como responsable de la seguridad ciudadana, tiene que hacer su trabajo y revisar las políticas que contribuyeron a disparar la delincuencia organizada. Pero la sociedad, como un todo, también debe romper el círculo vicioso en el que nos encontramos y empezar a crecer como la sociedad madura que creemos ser, dejando atrás paternalismos y pajas en el ojo ajeno.
Es muy probable que en el camino se den costos, como otras sociedades en el mundo pagaron los suyos por presentar un frente común contra los delincuentes, pero no parece haber disyuntiva si se quiere una solución real y de largo plazo. Finalmente hay que crecer, sin olvidar, claro, que crecer duele.