EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

La victoria popular

Gibrán Ramírez Reyes

Junio 27, 2018

Cuando quieren abreviar, muchos politólogos definen la democracia como un sistema donde los partidos de gobierno pierden elecciones, como solía decir Adam Przeworski. Es una verdad a medias, porque eso es lo mínimo que puede esperarse, pero la realidad es que no hay democracia a menos de que el régimen, no sólo el gobierno, puedan perder. El ejemplo más a la mano es el contraste entre las elecciones de 2000 y 2006. En el año 2000 perdió el partido del gobierno, pero el régimen tecnocrático y neoliberal, como lo ha caracterizado Octavio Rodríguez Araujo, quedó en pie con unas cuantas modificaciones, con mayor poder de los gobernadores, pero sin cambiar un ápice la política económica –y su vocación para el mercado externo más que para el interno–, los procesos de privatización del territorio, el aumento de la desigualdad.
Fue un ajuste, no un cambio de régimen que significara el sello de la transición a la democracia. Los límites del nuevo sistema electoral mexicano –un pluralismo autoritario– quedarían a la vista en la elección de 2006: pese a montones de irregularidades acreditadas hasta la saciedad, no hubo recuento de votos y se utilizaron los mecanismos institucionales existentes con el criterio más estrecho posible para impedir la victoria de Andrés Manuel López Obrador. La civilidad del 2000 quedó en espejismo. No puede olvidarse la sentencia del Tribunal Electoral para ese año que en resumen asentó que la ley se había violado masivamente, pero era imposible saber cómo había impactado eso en el voto, el cual, además, no fue recontado. El voto podía cambiar al partido, siempre y cuando fuera el PRI o el PAN, pero no al régimen –es decir, había alternancia sin alternativa, algo muy poco democrático.
Ese bloqueo ha ido superándose con una apuesta por la política territorial combinada con la demostración cada vez más fuerte de que el mejor diagnóstico de los males políticos de México era el de López Obrador –y con un último empujón de comunicación política creativa. No hay mejor prueba de ello que lo inamovible de la gran ventaja del candidato puntero en las encuestas, pese a la persistencia y dimensión de las violaciones a la ley de sus adversarios. Para poder tener tan altas posibilidades de triunfo, mucho tuvo que cambiar en estos años de lucha de Morena y AMLO, único político en la historia de este país que ha recorrido cada uno de los municipios mexicanos. Ese cambio tan profundo en la correlación de fuerzas es, por sí mismo, una alteración mayúscula del régimen.
Si todo sigue como va, también el sistema de partidos tendrá que cambiar. La derrota del PAN y del PRI será más estruendosa porque se está dando pese a que contaron con todo el dinero del mundo para hacer campaña y comprar votos. Después de esto, difícilmente podrán sostenerse, pues habrá mucho menos dinero del erario para mantener su operación cotidiana (sus gobernadores estarán vigilados). Tendrán que aprender a vivir sin desvíos de recursos, sólo con las prerrogativas legales, lo que disminuirá su margen de actuación ilegal de modo estrepitoso. Tendrán que vivir, ahora sí, en democracia, o bien, desaparecer, rearticularse, pero no podrán seguir igual.
Un tercer cambio en el régimen es que, aunque sea en menor medida, habrá una reestructuración simbólica del espacio público. Para todo mundo será una buena lección que a veces puedan ganar los que siempre pierden, que los que siempre ganan puedan ahora perder el gobierno. Tardarán mucho en digerir la derrota, y seguirán las explicaciones que recurran a hablar de una supuesta irracionalidad, de la primacía del enojo, de los errores de todos que casi mágicamente beneficiaron a AMLO –como dice León Krauze en su más reciente artículo–, porque no comprenden que la mayoría de la adhesión, además de ser emocional, tiene sus motivos, como sucede también en los electorados liberales. (El votante programático es una criatura mitológica y los programas reales de los partidos casi nunca se circunscriben al papel). No deja de ser irónico que quienes hablan de irracionalidad lo hagan desde un repelús casi inexplicable a lo popular.
Tendrán que replantearse las cosas. No mucho, pero algo habrá de modificar la manera en que el país se ve a sí mismo que esta vez ganen los que para Turrent son irracionales, para Fox la perrada, la prole para la hija de Peña, de los que a veces dicen nadien o ariopuerto, porque en democracia todos valemos igual y nuestras razones han ganado el debate público, aunque no se quiera reconocer. Quizá será ahí también donde se encuentre uno de los principales límites del movimiento lopezobradorista: con una élite partidista ya consolidada, con una imagen mucho más plebeya que la de la conformación real de su élite, tendrá que luchar contra las inercias que ya reproduce, si no quiere terminar de coalición de blancos hablando mal del racismo, arribistas hablando mal de las cúpulas y juniors nuevos hablando mal de los juniors de antes. Aunque incluso ese desalentador escenario parece mejor que la negación en la que hemos vivido las últimas décadas, espero que no sea así.
Más allá de eso, el inevitable triunfo de Morena significa la apuesta por un proyecto histórico diferente al actual, soberanista, nacionalista, incluyente, abocado al desarrollo del mercado interno y a una democracia más intensa. Será sobre esos ejes que tendrá que articularse la oposición. Viene el cambio de régimen, y con ello la verdadera prueba de fuego de las instituciones electorales, de las que se presumió que aguantaron el terremoto del año 2000. Comparado con lo que va a suceder el domingo 1 de julio –alternancia y alternativa– eso no fue nada.