Gibrán Ramírez Reyes
Octubre 24, 2018
La idea del apodo fue de Julio Aibar, y me parece brillante. De entrada, porque suena igual que el nombre, da cuenta del fondo totalitario de cualquier teoría de determinismo genético, como lo fue en su momento la de la superioridad de la raza aria, y muestra también lo genérico de sus planteamientos, exhibe lo gringo y simple que resulta sugerir que la naturaleza es la base del éxito de uno y del fracaso de otros; gringo, rutinario, aburrido y de fácil recepción masiva, como hamburguesa de McDonald’s. Me refiero, desde luego, a Macario Schettino y su serie de artículos que empezó con uno llamado “Son los genes”.
“Por una redacción inadecuada” –inicia el fallido intento de disculpa de Macario– su texto causó “una polémica innecesaria”, siendo el problema fundamental que no se leyera junto con los que escribió posteriormente. El problema es ese, no que haya dicho que “son los genes” y que lo hubiera fundamentado y defendido. Quiero repasar primero sus palabras, y discúlpenme los lectores por traerlo a estas páginas, pero merece crítica pública. La pide a gritos.
Macario asienta: “Los genes determinan en gran medida cómo somos cada uno de nosotros. O, visto al revés, cómo es que nuestro entorno no tiene una influencia muy significativa. Somos nuestros genes y, en mucho menor medida, nuestra historia”, de lo que se infiere que el estado de las cosas es algo así como principalmente natural. Macario dispara: “Queremos pensar que la inteligencia, el carácter, las costumbres y los vicios son adquiridos y no de origen. Pero los datos dicen otra cosa”. ¡Nada más que las costumbres y los vicios son de origen! O sea que si usted es alcohólico, seguramente lo trae en los genes; si es impuntual, también; si es gordo, no se culpe: los datos dicen que el origen, el origen genético, tiene mucho que decir al respecto de sus propios vicios y costumbres.
La fuente de Macario es peor, y lo dice sin estupor: “Buenos padres tienen buenos hijos, porque son buenos genéticamente”, según cita Nathaniel Comfort en Nature. Válgame. Pero eso no es todo; según Macario y su autor esto puede establecerse con precisión. “El desempeño educativo, en general, tiene un peso genético de 60 por ciento, y en ciertas disciplinas llega a 70 por ciento”; únicamente “el 20 por ciento del resultado depende de lo que llamamos ‘educación’”. Hay un problema en la escritura, no puede negarse, pero lo que está radicalmente mal es la idea. Ponga usted a un niño sin educación a resolver una prueba PISA. Saldrá muy mal, pero sólo el 20 por ciento dependerá de esa falta de educación. Es tan tonto como suena, y se pone peor.
Según Macario –en esto sigue a otro autor– hay “diferencias en inteligencia –es decir, lo que miden los tests– entre grupos de origen étnico distinto”. Si ya es dudable que las pruebas midan inteligencia –miden memorización, adquisición de herramientas mentales, conocimientos, habilidades, pero no inteligencia–, la clasificación racial que se presenta no tiene ningún asidero científico. Macario nos previene: es duro, pero “los grupos reportan diferente ‘inteligencia’, empezando por asiáticos, luego blancos, hispánicos y afroamericanos”. Lo dice con la gravedad de quien, en una telenovela, va a revelar a su hijo que en realidad es adoptado, sin saber aún si está preparado para aceptar la dureza de la vida. El “son los genes” de Macario tiene el defecto adicional de que es insostenible, por más que intente moderar después el efecto del entorno y la educación que restringió de inicio a un 40 por ciento –a un 30, en el caso de las cosas que mide PISA.
Las implicaciones morales de la seudociencia de Macario brotan al avanzar un poco más su “argumento”. Faltaría un empujoncito para decir que la correlación de la tonalidad de la piel con la permanencia en la escuela implica causalidad. Recuérdese el Módulo de Movilidad Social Intergeneracional del Inegi: sólo 10 por ciento de los de piel más clara no cuentan con escolaridad, mientras que el número se duplica en los tonos más oscuros. Sumado a los dos libros que cita, la diferencia, en vez de ser socialmente construida, vendría de la genética y sería causa, no consecuencia, de la desigualdad social. No somos iguales, no lo seremos jamás, dice Macario, porque hay unos que son mejores que otros “pero esto nos cuesta trabajo aceptarlo”. La igualdad es un mito del generoso liberalismo que nos permite hacer mejores sociedades, pero la desigualdad social es un dato, y es producto principalmente de la genética.
Salta a la vista, más que nada, la ignorancia de considerar que las diferencias genéticas se plasman en diferencias raciales o étnicas –aun si precisamente la genética ha descartado la existencia de razas en un sentido biológico–, de un modo tal que permita establecer una diferencia clara entre asiáticos y blancos, como la que cita Macario; o entre éstos y los hispanoamericanos. ¿Está seguro Macario de que hay diferencias genéticas mayores entre un vietnamita y un chino que entre un blanco estadunidense y uno ucraniano?, ¿y entre un chileno blanco y un mapuche?, ¿son los dos hispánicos?, ¿cuál es la distancia genética que hay entre un filipino y un indígena mexicano? No lo sé, y estoy dispuesto a que el articulista me lo explique. Si la respuesta fuera que es más complejo que eso, le diría: exactamente, y toda esa complejidad es la que deja de lado en su serie de artículos y en la absurda relación de desempeño educativo y genética, pasada por el tamiz de la etnia, “en un 70 por ciento”. La clasificación es absolutamente arbitraria y carece de cualquier sentido. La explicación excluye, además de los factores sociales y culturales, los epigenéticos, es decir, casi todas las variables que intervienen en eso que se concibe como “inteligencia”, más todavía en el logro educativo y que es imposible enclaustrar en un porcentaje cuando se afectan recíprocamente. Lo de Macario es fantasía ideológica, dogmática. Hay muchas referencias útiles en un artículo de Boris Chaumette que Nexos reprodujo el pasado 21 de octubre.
No es la primera vez ni será la última que Macario tenga exabruptos racistas y clasistas. Ya antes redujo la diversidad ideológica y política de Morena a “zoológico”, o sea que el partido triunfante y sus bases son más bien una colección de animales diferentes que un sujeto colectivo de personas pensantes. Quizá últimamente ha sido más descarado. Dijo, por ejemplo, que “las redes sí juegan en contra de la libertad de opinión: las jaurías van golpeando a los críticos”. Jaurías contra críticos.
Obviamente, Macario se tira al piso ante la crítica, porque él puede sugerir que los miembros de un partido son animales, que quienes lo critican son –somos– perros (jauría), o que la desigualdad educativa es de raíz primordialmente genética y reside en la diferencia étnica de inteligencias –aun si esta diferencia puede atenuarse con “el otro 40 por ciento”–, pero uno no puede denunciar lo elemental de sus ideas y lo hediondo de su justificación de la injusticia sin que esto sea reducido a ruido para ignorar la verdad de las palabras.
A veces, algunos de nuestros más conspicuos liberales suman al clasismo y racismo también la charlatanería. ¿De verdad eso es lo que merece nuestra conversación pública?