Raymundo Riva Palacio
Diciembre 21, 2016
Cuando uno pasa frente a la casa presidencial apenas si se pueden apreciar los altos muros blancos que esconden los montículos de tierra y pasto dispuestos como barreras de seguridad. Se puede apreciar la gran reja verde –de herrería similar a Las Rejas de Chapultepec que construyeron en Francia– que mandó hacer el jefe del Estado Mayor Presidencial en el gobierno de Ernesto Zedillo, el general Roberto Miranda, y que cerró definitivamente el viejo acceso peatonal, antes vehicular, que pasaba frente a las puertas de Los Pinos. Cada gobierno le ha puesto su sello a la seguridad y en un cuarto de siglo se han vuelto murallas que rodean un castillo de cristal.
En el gobierno de Enrique Peña Nieto, el jefe del EMP, el general Roberto Miranda, homónimo de su antecesor en la administración zedillista, ha llevado la seguridad al ridículo. El único acceso desde hace tiempo es por el extremo norte de Los Pinos donde hay una pluma. El general Miranda ha incorporado, además de las revisiones a los vehículos para evitar que sean coches-bomba o transporten armas, que cada persona que quiere ingresar, visitantes con citas previas o trabajadores, se tiene que bajar de su vehículo para que lo revisen sus soldados, que abren cajuelas y guanteras. Las medidas son mucho más rígidas, en lo físico, que para entrar a la Casa Blanca, al Kremlin, El Vaticano o al número 10 de la Calle Downing en Londres.
Esas medidas son absurdas cuando existen sistemas de información y bancos de datos que permiten conocer en tiempo real todo lo que se requiera sobre la persona cuyos datos se colocan en los sistemas. Pero los miembros del EMP no son policías chinos. Esas medidas parecen responder más a lo que los rebasa, la beligerancia social que cada vez que lo desea toma las calles, edificios públicos, propiedad privada y secuestra los espacios ciudadanos, ante lo que la autoridad pacta o tranza para liberar lo tomado, sin atreverse a aplicar la ley.
La Secretaría de Gobernación es un ícono de ello. El Palacio de Bucareli, su sede, cuenta como apéndices permanentes vallas y muros anti manifestaciones porque no saben cuándo llegará una protesta por un problema que en su lugar de origen –más del 95 por ciento de las manifestaciones en la Ciudad de México no son por molestias capitalinas– no se resolvió. El miedo y las precauciones en Los Pinos y en Gobernación son recordatorio diario de los problemas de gobernabilidad en México. Se nos olvida a veces porque son cotidianos, pero esta realidad origina la percepción en el mundo de un Estado fallido.
La semana pasada en Guerrero, donde hay protestas de todo tipo un día sí y el otro también, se dio algo extraordinario en ese estado de condiciones siempre extraordinarias. En acciones simultáneas, normalistas de Ayotizinapa, maestros y activistas, entre muchos otros, atacaron con bombas molotov la 35ª Zona Militar en Chilpancingo y el 27º Batallón de Infantería en Iguala, mientras que el gobierno de Héctor Astudillo servía de intermediario para que una banda de secuestradores regresara a su cautivo a fin de que los familiares del cautivo liberaran a la madre del jefe de la banda criminal, a quien habían secuestrado en represalia. La Ley del Talión ante la imposibilidad de un gobierno para gobernar, mientras que las guarniciones militares recibieron la orden de apertrecharse para aguantar sin defenderse. Las fotografías a la entrada del 27º Batallón de Infantería, donde se levantaron barricadas, evocó a los países en guerra donde las bases militares tienen que ser protegidas de sus enemigos.
En ningún caso había una amenaza militar. Ni siquiera hay simetría de fuerzas. La capacidad de fuego del Ejército y la Policía Federal supera ampliamente a cualquier organización social. No hay miedo porque no existe un poder asimétrico, sino que es una posición cautelosa y preventiva porque la autoridad carece de legitimidad como autoridad cuando de temas políticos y sociales se trata. Cuando hay un evento de esta naturaleza, los gobiernos hacen a un lado la ley y negocian. La explicación permanente es que no pueden aplicar la ley, que siempre es usada como eufemismo de mano dura, porque las cosas empeorarán aún más.
¿De dónde viene este argumento? Si están seguros que no habrá mejora sino mayor gravedad si hacen aquello por lo que se les paga con impuestos, ¿no significa que hay un problema de fondo con el ejercicio de gobernar? Lo que han demostrado es incompetencia que resuelven con lo que llaman tolerancia institucional. La gobernabilidad está en crisis en este país que nadie se atreve a llamar ingobernable. Lo que han perdido las autoridades mexicanas es lo que define al poder como la capacidad para lograr imponer la voluntad de uno sobre los otros para poder establecer relaciones asimétricas –los gobernantes ordenan a los gobernados–, como lo definió en 1996, poco antes de morir, el filósofo Cornelius Castoriadis.
El gobierno no tiene el poder para gobernar, porque de lo que carece es de los acuerdos institucionales para hacerlo. Si los tuviera, la aplicación de la ley, cuando se violan las leyes, sería algo normal y no algo anormal e imprudente como es hoy en día. Cuando las autoridades hablan de la capacidad de tolerancia frente a la beligerancia social, en realidad admiten su incapacidad para gobernar. Mientras no resuelvan sus carencias y deficiencias, las paredes de miedo seguirán siendo el paisaje cotidiano en este país que vive de cabeza.
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