Gibrán Ramírez Reyes
Septiembre 22, 2017
Este es el mes de la patria. Probablemente se trata del término más vivo de la antigua tradición romana. Patria es el sitio de la casa principal, una especie de casa solariega donde rige el pater familias y jefatura a sus hijos y las familias de éstos. Es un territorio y un conjunto material del que dependen –y el cual tienen en común– muchas personas para sobrevivir. Es algo propio –se llama patrimonio– que defiende la comunidad que se beneficia de él. En los grandes Estados nacionales conserva ese sentido. Es lo común y lo propio, pero significa diferentes cosas según quién lo vive, lo narra, desde dónde.
En estas fiestas septembrinas, la élite mexicana celebró su patria. Puede verse en las revistas sociales como Club, el suplemento de Reforma que, como todas las revistas de ese tipo, sirve para que nuestros ricos vanidosos se acuerden de que existen como clase. La edición de Club encontró el primer motivo patrio de la segunda semana de septiembre en el festejo del aniversario de La No. 20. La cantina, dice Daniel Karam, es un recordatorio de lo mexicano y de lo que debería enorgullecernos ante el mundo –como él se enorgulleció en Miami cuando vio a tantos extranjeros disfrutar de “nuestras costumbres”, es decir, de comer garnachas y tomar tequila. Sergio Berger, unos de los dueños, destacó que “estos lugares nos representan a nivel mundial, y lo que quisimos hacer con este proyecto es rescatar esa cultura”. Algo similar dijo Víctor Noriega, otro asistente: nos representan la gastronomía y la música regional, la fiesta.
Y no voy a negarlo ni a condenarlo. No quiero ser alevoso. Es verdad que están en una cantina y van a hablar de comida. Pero hago hincapié en dos cosas. La primera: en dicha fiesta, una fiesta de blancos, como casi todos los que suelen salir en esas revistas –Mario Arriagada lo probó en un artículo llamado Quién no es quién hace unos años–, con todos correctamente ataviados, sonaron canciones rancheras: el rey, la barca, mujeres divinas, se me olvidó otra vez. Fueron servidos tacos dorados, gorditas, cosas así. Se trata de elementos de la cultura popular, no expropiados pero sí apropiados, es decir, que han sido aportados de abajo hacia arriba. ¿Qué elementos simbólicos del patriotismo de la vida cotidiana se han aportado en sentido contrario? Las cosas de todos que nuestras élites hacen suyas son las festivas, y éstas son las que se perciben como representativas.
Sin embargo, me parece mucho más ilustrativo el texto central de Club, intitulado Los colores de México. En él, Francisco Bernot, Denise Gorocica y Miguel Gómez de Parada exhiben y piensan su amor por México. Es irrelevante quiénes son ellos. No importan como personajes singulares, pero son útiles para hacer algunas observaciones de lo que se comunica en publicaciones del tipo. Bernot destaca lo mismo que los convivientes de la cantina, añadiendo los destinos turísticos. Como ha vivido entre Cuernavaca y la Ciudad de México, dice el reportero, “su visión de la vida conjunta lo mejor de las tradiciones nacionales con lo más significativo del país”. Y diagnostica que podemos sacar adelante al país con emprendimiento de calidad, siendo participativos y exigentes. O sea que el cambio está en uno.
Pero lo que me llamó más poderosamente la atención fue la entrevista a Gorocica y Gómez de Parada. La primera piensa que “debemos observar las cosas buenas que tenemos y no enfocarnos sólo en nuestras carencias y defectos”. El segundo cita como su referente histórico mexicano a su abuelo: un jugador de Polo, Jorge Gómez de Parada, deportista que, según Wikipedia, contendió con personajes de la realeza y otros de alto rango; gloria del frontenis y el polo. Se vale –supongo–, pues se sienten actores históricos dignos de reconocimiento: México es su patria –y vuélvase en esto al primer párrafo– y así lo perciben.
Mientras terminaba de escribir esta entrega, la tierra comenzó a moverse y mis libros saltaban del librero hacia mí. Se fue la luz –y llegaría dos días después, hasta el jueves–, por lo que no pude enviar esta colaboración a tiempo. Lo que sí llegó fue la solidaridad inmediata, la cooperación de todo tipo, la empatía de muchos. Llegó, con ello, el recordatorio de la patria de otros, que no tienen sino lo que tenemos en común como habitantes de esta Tierra. El mejor ejemplo es el herrero Ángel Gómez, que gana 2 mil pesos al mes y fue quien clavó la bandera sobre las ruinas del palacio municipal de Juchitán, para dar un mensaje de firmeza del pueblo, en el terremoto anterior al del 19, el del 7 de septiembre, que ya van siendo tradición en el mes de la patria, parece, sin que sus trágicas consecuencias toquen casi nunca a los de la patria privilegiada. Pero agregaría a los rescatistas y voluntarios cantando el cielito lindo para darse ánimos en la penumbra y ante la muerte, o el silencio automático hecho ante el alzar de los puños, señal para que no se escuche sino a los atrapados entre escombros.
La patria vista en la singular tradición de la solidaridad masiva ante la furia de nuestro suelo. La patria que es el otro.