EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Pelotaris, pirrurris, burócratas

Gibrán Ramírez Reyes

Diciembre 13, 2017

Mikel Arriola es campeón nacional de jai alai. Ha sido un pelotari de calidad internacional desde el lejano 1991. Estuvo a nada de ganar el mundial –más de una vez y ya colecciona platas– pero por circunstancias de la vida eso todavía no ha podido ser. Siempre, como corresponde al importante juego –“un deporte vasco muy arraigado en México”, según Mikel–, se hace acompañar de importante gente. Por ejemplo, hace poco, lo animó de cerca su importante amigo, otro aficionado, un señor Meade Kuribreña, que además lo acompaña en sus aventuras burocráticas desde 2002, como funcionarios con el PRI o el PAN, porque el partido no ha importado nunca demasiado cuando se trata de servir a México. Otro compañero de su entusiasmo, o por lo menos solidario en él, es Salomón Chertorivsky, con quien ambos coincidieron en la reinauguración del Frontón México, pues iba representando al gobierno de la capital, por el PRD esta vez, aunque antes coincidieran todos como funcionarios en el gobierno de Felipe Calderón. En algo se parecen los tres y el jai alai: pese a que son todos destacados, con gran arraigo, nadie los conoce.
Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y venir a coincidir, desde el ITAM, a la reinauguración del palacio del jai alai. Desde sus tiempos de itamitas, relata Chertorivsky, él y otros se imaginaban en los distintos puestos de gobierno, desde diferentes partidos quizá: negociando, trabajando, rescatando al país –cosas de itamitas. Y helos ahí ahora. El destino ha conspirado a su favor. Tanto, que Meade y Arriola, ciudadanos sin partido pero con méritos, serán candidatos del PRI al gobierno de México y al de su capital. Tanto, que Chertorivsky se apresta a fungir como ariete contra Alejandra Barrales, a arrebatarle la candidatura frentista a la Ciudad de México para consumar la revancha de Miguel Ángel Mancera contra ella por su inopinada incondicionalidad a Ricardo Anaya.
Puede que no sea una casualidad sino apenas un síntoma de nuestra política enferma; una en que quienes mandan cultivan su segregación en un sistema de escuelas privadas, no cualesquiera ni todas, sólo unas pocas que importan y que garantizan el futuro, separadas por completo del sistema de educación pública –y del grueso de la sociedad y sus problemas. Tal es la desigualdad de México que ha acabado por abrir un abismo en todos los espacios. Tal, que el PRI no ha podido sostener su mitología de políticos encumbrados por la “cultura del esfuerzo” sino que ha tenido que recurrir a sagaces juniors apartidistas. Tal, que la izquierda perredista –es un decir– ha tenido que voltear a ver a sus propios itamitas –a uno llegado a la izquierda capitalina a golpe de cenas, como él mismo lo ha narrado–, porque sus líderes territoriales no bastan bien para llenar candidaturas que requieren un cierto fuste intelectual.
Es la división social del trabajo político, donde los unos orientan clientelas y hacen gestiones, mientras los otros mandan. Es, para más señas, el síntoma de un país que son dos, con la desventaja de que uno manda sobre el otro sin conocerlo: sea de izquierda o de derecha tu candidato, te dice el régimen, debe tener garantía ITAM y, si se puede, un certificado Chicago, Yale, Harvard. Con eso alcanza.
No es un problema de cuna ni de apellidos sino de estilo político –y puede verse en contrario el ejemplo de Claudia Sheinbaum, que ha tenido experiencia militante desde muy joven sin venir precisamente de abajo. Del derecho a gobernar un pueblo que no conocen como no sea por estadísticas y power points nadie tiene duda, ¿pero es la mejor idea? No. A eso se refiere Andrés Manuel López Obrador cuando reprocha a los candidatos que sean pirrurris: hablan diferente, comen diferente, ven cosas diferentes, conviven con gente diferente a la que gobiernan, y acaso eso tenga sus problemas. No que sean muchachos fresas, que difícilmente pueden quitarse la papa de la boca cuando hablan: su argumento para llegar a mandar es una carrera hecha dentro de edificios de oficinas, siendo líderes de nada y sin necesidad de construir grandes voluntades colectivas, o sea sin hacer política, incluso despreciándola.
Esa es su gran carta de presentación: son mejores porque no han defendido, en el espacio público, una manera de hacer las cosas sobre otra. Han pasado del calderonismo panista a buscar ser cabezas de sus proyectos desde el perredismo o el priismo. ¿Así van a convencer a las estructuras militantes de promoverlos, afirmándoles la inferioridad de su consistencia en una causa partidista?
Las candidaturas de los susodichos, y otros, son la expresión de una mezcla perfecta del viejo sistema mafioso y del nuevo sistema burocrático. Del mafioso, porque han ido tejiendo sus ascensos por relaciones personales; del burocrático, porque los acredita para ello un cierto conocimiento en áreas técnicas que pueden abordarse desde cualquier punto de vista político. Mezclan lo peor de lo que se supone que deben ser dos mundos: el servicio público que no debería depender de los vaivenes de la política, y la política que debería defender la primacía de unos valores sobre otros. Adictos al poder, rechazan la medianía de la continuidad burocrática. Burócratas, desprecian la política de la calle, como si gobernar fuera asunto de manejar software y funcionarios obedientes. Para Arriola es clarísimo. Lo dijo algo así: si pude con el IMSS, seguramente que puedo con la Ciudad de México –como si fuera lo mismo hacer números que gobernar alebrestados y cabrones, para decirlo con el Andrés Ascencio de Ángeles Mastretta.
En la teoría clásica de las formas de gobierno, todos podían gobernar para el bien común, pero había una diferencia sustancial si lo hacía un rey, una aristocracia o una asamblea de hombres libres. No es baladí, porque hay un componente decisional que no se basa solamente en la frialdad de los números sino en sentir el sentimiento del otro, sus dolores. Sin representación simbólica de una presencia similar, estamos ante la misma hipótesis del rey o la aristocracia buena, que saben y son generosos. Pero a veces ese saber no basta. Un ejemplo fantástico es la pensión para adultos mayores. Los especialistas en política pública la reconocen como una innovación que no sugería la teoría. Originalmente se vio incluso como ocurrencia, pero después fue copiada por unos y otros. Eso pasa porque quien es de verdad político, sabe subordinar los números a la dignidad y a cierta moral pública. Así debe ser, no al revés.