Gibrán Ramírez Reyes
Junio 06, 2018
Fraude electoral ya había en México cuando el país nació. En las elecciones al Constituyente de 1822 la palabra era de uso corriente –porque las prácticas lo eran– y pertenecía al mismo género que el soborno y el cohecho. Había prácticas más o menos sutiles, como la utilización de los recursos oficiales para favorecer a algunos candidatos; otros meticulosamente planeados, como la manipulación de los órganos y mesas electorales; y otros descarados, como siempre. Por eso, hubo quienes –entre ellos Joaquín Fernández de Lizardi– propusieron soluciones radicales.
La idea que más me gusta, tal como lo cita María José Garrido Asperó, fue esta: quien realizase alguna ocultación de votos, la transferencia de éstos “u otro género de maquinación, sea en el acto, y a presencia del pueblo, pasado por las armas, sin darle más tiempo que una hora para que se disponga a morir, siendo su cabeza puesta en un palo por tres días en el mismo lugar, con un mote que diga ‘por traidor a la confianza pública’”. No era impensable en su tiempo, y quién sabe si con el ejemplo de aplicar castigos tan violentos nos habríamos librado de nuestro largo historial de violaciones a la voluntad colectiva.
Pero más que eso, es digno de hincapié que el énfasis del fraude electoral no se pusiera sobre su carácter de acción contra las leyes –que no regulaban con puntualidad la mayoría de los asuntos– sino contra la confianza pública, que era lo importante. Fraude, como lo definía entonces el diccionario –y continúo siguiendo el texto de Garrido–, eran “prácticas o acciones en las que alguien corrompe a otra persona para que cometa una acción que violente las normas aceptadas”. Es claro que el objetivo mínimo de estas normas, para no hablar de calidad de la democracia y otros debates más bien contemporáneos, es el sufragio libre y efectivo. Desde entonces, y hasta ahora, fraude es lo que impida alguno de esos dos atributos: la efectividad (que los votos se cuenten y se cuenten bien) y la libertad (asunto un poco más problemático).
En algún punto del proceso de cambio de régimen, la noción de fraude electoral se achicó tremendamente, para empezar a significar un catálogo de prácticas muy concretas que implicarían, conjuntamente 1) cambiar al ganador de una elección y 2) alterar las boletas y las actas electorales. El espacio de validez de esa caracterización fue un suspiro, vigente de 1988 a 2000, y sirvió, sobre todo, para la profesionalización del IFE, para terminar de afinar un sistema basado en la desconfianza, para reducir los márgenes de operación de las trampas más burdas.
El resultado fue razonablemente bueno, pero sus límites se hicieron obvios en 2006 y 2012. En 2006, porque fue imposible saber lo que había realmente en las urnas, y las actas se llenaron mañosamente en muchos sitios, sin que eso sea rastreable sistemáticamente. Pero permítaseme la siguiente licencia como indicio: si ya en la elección de 2016 en Veracruz, Morena y su candidato Cuitláhuac García lograron recuperar en recuentos más de 25 mil votos que le habían carranceado en los conteos de casillas, con el concurso de los jefes locales –y eso sin lograr la apertura de la mayoría de los paquetes–, ¿no es por lo menos plausible que eso haya sucedido en 2006 al menos en 10 estados, cuando el IFE mismo mandó un documento pidiendo no abrir paquetes? Es menos obvio que 1988, pero también se llama fraude. En 2012, los reclamos de prácticas electorales fraudulentas fueron por otro camino: se reclamó, sobre todo, la compra del voto, el lucro con la pobreza, es decir, no que el sufragio no fuera efectivo, sino que no fuera libre. Otro tipo de fraude, fundido con el clientelismo, es el que se opera a través de los programas sociales. Todos son ejemplos vigentes que cambian resultados electorales: el fraude está bastante arraigado entre nosotros.
Por lealtad al espejismo democrático, quizá, ni la academia ni las organizaciones de la sociedad civil se abocaron a estudiar o combatir la traición a la confianza pública que significan todos los tipos de fraude (no contamos, por ejemplo, con investigación cualitativa profunda al respecto). Es un problema politizado, pero a ciegas: no sabemos los mecanismos ni la dimensión del fraude electoral –apenas lo conocemos en algunas manifestaciones. Con suerte, eso empezará a cambiar. Hay ya en marcha proyectos a propósito: uno es de la Coordinación de Humanidades de la UNAM, se llama Diálogos por la Democracia, lo dirige John Ackerman y está abocado a documentar violaciones a la legislación electoral y asesorar a los ciudadanos para registrarse como observadores electorales; otro lo encabeza Alberto Serdán, de Acción Ciudadana contra la Pobreza, y documenta sobre todo la compra del voto –tiene como hallazgo, por ahora, que sucede en todo el país.
Muy probablemente el fraude electoral no ponga en entredicho la validez de la elección. Será una buena noticia. Pero no deberíamos, por esa razón, perder la oportunidad para mirar sistemáticamente la gran asignatura pendiente de nuestro pluralismo, si es que queremos que sea democracia con todas las letras.