Rosa Icela Ojeda Rivera
Julio 06, 2016
En esta entidad guerrerense hombres y mujeres vivimos durante muchos años las expresiones de la violencia del Estado como parte del ejercicio gubernamental, aprendimos a asumirla como componente de la política sin saber a ciencia cierta en ese momento que el ejercicio del poder basado en la fuerza y la represión son propios de regímenes no democráticos. Uno de los saldos de la violencia estatal de los años 1970 que no podremos olvidar son los más de 600 paisanos desaparecidos, quienes a pesar del tiempo transcurrido siguen siendo un episodio doliente en la memoria histórica.
Esa generación de jóvenes hombres y mujeres atestiguó otras formas de violencia, legitimadas y justificadas como respuesta necesaria a la violencia política estatal. Me refiero a la violencia política rebelde en su forma de guerrilla, la cívica de Genaro Vázquez y la antisistémica de Lucio Cabañas Barrientos con el Partido de los Pobres y su Brigada de Ajusticiamiento. Aunque las acciones de la guerrilla de Lucio quedaron en el plano simbólico en tanto nunca pusieron en riesgo las bases del sistema, un sector del estudiantado guerrerense empatizó fuertemente con el movimiento guerrillero y esa identificación contribuyó a delinear aspectos importantes de la cultura política, de muchas de sus formas organizativas y de su actuación.
Con la alternancia política en México y en la entidad se exacerbaron otras formas de violencia: la violencia ligada al tráfico de drogas y a la trata de personas eclosionó otras múltiples formas de violencia delincuencial. Este fenómeno se extendió con rapidez por la identificación generada entre los jóvenes y los grupos delincuenciales que se convirtieron en su fuente de inspiración, nada raro, sobre todo en espacios geográficos como Guerrero, caracterizado por la escasez de oportunidades para ascender socialmente por medios lícitos como el estudio o la oportunidad laboral.
Una y otras formas de violencia, la estatal, la insurgente y la delincuencial, terminaron por influir fuertemente en la conformación de una cultura política con amplia proclividad a la violencia, negación al diálogo como forma de entendimiento racional, y obstáculo para un camino que genere mecanismos para la gestión pacífica de los conflictos.
La larga historia de las violencias ha sido determinante para que ninguna demanda, ninguna reivindicación, ningún reclamo por mínimo que sea se exprese por vía pacífica. Desde el plano institucional tampoco se crearon mecanismos suficientemente democráticos y eficientes que hagan innecesario el uso reiterado de los mismos repertorios violentos que terminan atentando contra el interés de todos, al contrario, desde el ámbito institucional continúan usando la amenaza del uso de la fuerza y la represión como parte de una lealtad histórica a la cultura autoritaria que se empeña en seguir siendo reproducida como forma de vida.
Un nuevo punto de inflexión ocurrió con los sucesos de Iguala el 26 y 27 de septiembre del 2014 que pusieron en claro el nivel de penetración en las instituciones responsables de la seguridad por parte de los grupos delincuenciales. Esa noche perdieron la vida seis personas, al menos una treintena resultaron heridas y 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa continúan desaparecidos hasta el día de hoy. La gravedad de los hechos obliga a replantear un camino diferente para Guerrero en el que la violencia y la cultura política autoritaria tengan un punto final y se inaugure un nuevo comienzo.
El nuevo camino exige el inicio de un proceso de justicia transicional que ponga fin a los ciclos de la violencia iniciando con el impulso del perdón y la reconciliación como otro concepto de justicia, distanciado de la venganza, porque la venganza una y otra vez ha abierto nuevos ciclos de violencia.
Desarrollar procesos de perdón y reconciliación no es fácil sobre todo donde el autoritarismo forma parte de una cultura que proviene de larga data: para el Estado puede parecer innecesario y para las víctimas imposible. Para el Estado, la violencia ejercida se enmarcó en el uso de una fuerza instauradora, protectora del orden; para las víctimas todo abuso estatal requiere de justicia, castigo y venganza. Ambas posiciones pierden de vista que la violencia en la que estamos inmersos como sociedad y la que hemos introyectado como individuos puede llegar a ser un proceso infinito, interminable, dado que la venganza perpetúa los antagonismos del pasado y es la prolongación del odio.
Sólo el perdón desnaturaliza la violencia como parte del ejercicio del poder, sólo el perdón plantea el uso de la violencia como el fracaso de la política, sólo el perdón busca un nuevo comienzo, uno que no han logrado ni la justicia ni la paz, aun cuando ambas han sido parte de la búsqueda tradicional del fin a la violencia política. Ninguna reconciliación es posible sin perdón, no sólo porque las heridas son irreversibles, sino también porque ningún daño puede realmente ser reparado, lo que no niega que el impulso de los procesos de perdón inicia con la atención eficiente de las víctimas de la violencia o de las violencias.
El perdón lleva al punto final de la venganza porque es lo más alejado del autoritarismo, es el punto indispensable para construir relaciones de nuevo tipo que si bien no implican el olvido de los agravios sí plantea su superación. El perdón es el olvido de los excesos, es lo único que supera a la justicia como sed de venganza, por ello posibilita una nueva forma de relación que permite la renovación de la existencia por medio de liberar de las consecuencias del acto a quien perdona y a quien es perdonado.
Los ciclos de violencia vividos por las viejas y nuevas generaciones de guerrerenses dejaron su impronta en todos los aspectos de la vida política, social y familiar, contribuyeron a reforzar una cultura violenta y autoritaria que se niega a desaparecer y obstaculizan el desarrollo de una cultura cívica que promueva libertad, autonomía, felicidad, bienestar y desarrollo. Ello obliga a establecer un compromiso desde el plano institucional pero que a la vez cuente con la participación activa y comprometida de todos los actores políticos y sociales para poner un punto final, para abrir el acceso a otra forma de vida libre de violencia, parte fundamental de nuestros derechos.