EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Poder de una sola brújula

Gibrán Ramírez Reyes

Marzo 11, 2019

Por alguna razón que no viene a cuento, releo una crónica de Ricardo Garibay sobre Gustavo Díaz Ordaz, que mezcla críticas y empatía. Es un texto problemático –en su tiempo se lo reclamó Carlos Monisváis–, entre otras cosas porque Díaz Ordaz becó a Garibay y lo incluyó en su entorno más cercano sin haber, aparentemente, mucha razón ni explicación. Le caía bien y le gustaba platicar con él. Garibay, transparente, relata el inicio de su beca: dice que el secretario particular del presidente “me entregó un sobre sellado y firmado. En el coche lo abrí. Eran diez mil pesos. Abrí las ventanillas y aspiré el aire de diciembre. Desde ese momento cambió mi vida. Se aquietó el ritmo cardiaco. Pude entregarme enteramente a leer y escribir”.
Además de la química personal, creo que había otro asunto de fondo, más de régimen que de estilo personal de gobernar. Los intelectuales importaban para dar un rumbo al gobierno: coordenadas ideológicas, interpretación histórica para salir de la cotidianidad de la grilla, de la inmediatez del poder. Y esto no era palpable sólo en el papel que le dio Díaz Ordaz a Garibay, que después le daría también Echeverría, sino en el que jugaban muchos otros políticos intelectuales de un perfil que iría desapareciendo poco a poco. Díaz Ordaz mismo consideraba a Jesús Reyes Heroles “mi carta mayor, mi colaborador confiable”, y daba juego a otros varios, como Emilio Uranga, al que tanto espacio dio el régimen que algunos lo han considerado genio maligno de grandes horrores gubernamentales. Ellos y otros varios acompañaron y dieron norte al poder, desde Ruiz Cortines, hasta López Portillo.
El régimen neoliberal tuvo también a sus intelectuales, si bien fueron más técnicos y menos filosóficos, pero también acompañaron su visión histórica de largo plazo, determinaron reformas necesarias, se hicieron una idea de la sociedad que querían y funcionaron como legitimadores mediáticos de la implementación de sus ideas, que tenían sus singularidades además de ser la versión mexicana de ideas neoliberales. En buena medida, el luto que invade páginas de este y otros diarios, responde a que muchos de esos intelectuales se sienten padres de la democracia de la transición, grandes fijadores de rumbo, y la obra reformista de AMLO afecta su vanidad y autoreconocimiento.
Pero no era eso lo que quería decir. Me llama la atención más bien el papel que juegan los intelectuales del obradorismo, reducidos a hacer sólo la mitad del trabajo. No fijan rumbo, sólo explican al que sí lo hace, exponen sus razones y las del pueblo que lo sigue. En ese sentido, no hay vanguardia intelectual, sino más como una retaguardia. Una parte puede explicarse porque es la antidemocracia la que pone de relieve el juicio de unos cuantos. Díaz Ordaz, por ejemplo, decía (y esto lo recupero nuevamente de Garibay): “no busco el aplauso del pueblo, de la chusma, ni figurar en los archivos de ninguna parte. Al carajo con el pueblo y con la historia”. Por el contrario, al presidente López Obrador parece importarle más que nada el pueblo, su aplauso, y su lugar en la historia, y vive esa relación sin intermediarios. Su lance no pasa por el tamiz de la interpretación histórica, lo decide él en su diálogo con el pueblo.
A ello se suma que la izquierda ha vivido las últimas décadas a la defensiva, en la crítica más que en la activa construcción de futuros deseables y posibles. Por otra parte, se trata de un espacio dominado por sus propias relaciones de poder, con sus caciques y sus santones, donde tampoco circula muy bien el aire. Tener un horizonte superior a los cien puntos del zócalo exigirá que la vena intelectual del bloque social que representa el presidente sea capaz de extender su visión sobre el presente y el futuro, a cada paso.