EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Putas

Gibrán Ramírez Reyes

Junio 20, 2018

Entre noviembre de 2011 y febrero de 2012 desaparecieron 50 mujeres en Veracruz, algunas convocadas a una fiesta que nunca quiso llevarse a cabo, otras emboscadas en una operación meticulosamente planeada. Lo contó Falko Ernst, en un texto de octubre de 2017 en Nexos, que, por alguna razón, no se convirtió en un escándalo nacional e internacional, aunque fuera “un feminicidio masivo por diseño” y más. Yo acabo de enterarme, muy casualmente, por haber escuchado el caso en un seminario. Me lo reprocho.
Lo peor es que no es extraño que, salvo por el texto de Falko, el asunto y ellas mismas estén en el olvido. Es quizá uno de los más desgarradores asuntos de la guerra a la que Felipe Calderón nos metió: este país no sabe qué le pasó. Las memorias personales y locales no se conectan nunca con la imagen que tenemos del país. No tenemos idea de cómo reconstruirnos porque no sabemos ni siquiera hasta dónde llega la destrucción y, cuando se llega a saber, nosotros elegimos mirar para abajo. Optamos por sacar a muchos de los muertos y los agraviados de nuestro universo moral, por expulsarlos de nuestra vida (una ficción que sirve para tenernos más tranquilos quizá, aunque en realidad habiten el mismo mundo y el mismo espacio que nosotros). No sabemos ni siquiera todas las cuentas que hay que cobrar a Javier Duarte y a Fidel Herrera, destructores ambos del estado de Veracruz, con patente de corso expedida por los presidentes a cambio de su cooperación. Más de uno recordará los audios filtrados donde se hablaba de los mil millones que había enviado Duarte al PRI en año electoral. Era parte de su cuota para ser el rey del infierno.
Hace más de seis años desaparecieron a 50 mujeres, en general menores de 25 años. Ninguna había sido hallada hasta hace poco. ¿Por qué nos olvidamos de ellas, aunque su existencia quedara plasmada en una de las revistas más leídas por la comentocracia y el círculo rojo? Podría ser que fuera por su oficio –escorts de la más alta categoría, reclutadas en antros u otro tipo de espacios similares–, condición que las convierte en objetos deseables y despreciables, incluso para los hombres que les pagaban, que las compraban como adorno, como diversión para las fiestas, como desahogo sexual nada más. Incluso para aquellos que las tuvieron como parejas, pero siempre con la marca sospechosa de que “lo puta no se quita”. Despreciables también para los demás, para quienes no pueden pagarlas y por ello vierten sobre ellas todos los siglos de odio acumulado contra la prostitución. Despreciables u olvidables para algunos de sus familiares, seguramente; para sus parejas, para mucha gente que ve mal que la belleza se convierta en medio de superación económica, en un sustituto fácil del sacrificio que nos pide la sociedad para pasar de un estrato económico al otro.
En resumen, la sociedad no les lloró por considerar que formaban parte de los malos, y entonces su final no fue esperado sino elegido. No faltará quien justifique que acabaran su vida como cuerpos desechables, sin derecho al entierro. Eran malas, si malas quiere decir utilizar sus ventajas estéticas en el mercado erótico en lugar de seguir en los trabajos en los cuales las reclutaron. Lo eran, si ser malas significa preferir ganar 5 mil pesos por evento, en lugar de ganarlos al mes (aunque 5 mil pesos no sean suficientes más que para sobrevivir e impidan que uno se realice casi en cualquier aspecto).
Lo he visto de cerca. Entre mis amigas y conocidas hay más de una que ha ido a pedir trabajo de mesera, en restaurantes caros de la avenida Insurgentes, en bares en zonas ricas y pobres, y salen con una oferta de trabajo de prostitución, a veces de “alto nivel”, porque el mercado de la belleza en realidad funciona como un continuo, sin que sean especialmente discernibles los ámbitos del modelaje, del servicio de alimentos –cuando se buscan meseras especialmente agraciadas–de edecanes, de shows eróticos; todos están conectados con la prostitución en alguna escala, de modo discreto o abierto. Pero el punto no era ese. Admiro especialmente a quienes prefirieron ganar 10 mil pesos, aun siendo profesionistas, que el triple o cuádruple de eso y gastando menos de un cuarto de ese tiempo. Es rechazar una fuga a las limitaciones estructurales. Es cambiar el valor de su cuerpo, que conocen en el mercado, por nada o casi nada. Pero creo que el reverso de ese juicio puede mostrar también las razones de quienes eligen lo contrario. Se dirá que las estoy justificando, aunque entre esas mujeres algunas se ennoviaran con Zetas, se hicieran parte de la estructura de trata, colaboraran en crímenes, como cuenta Ernst. Pero otras seguramente no lo hicieron, y en todo caso la memoria de todas merecería la verdad. La muerte en estos casos no sustituye la justicia. Pero eso dijeron los funcionarios de la Procuraduría: que eso les pasaba por andar en malos pasos.
Cuando 50 mujeres jóvenes desaparecían, se despedía el gobierno de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto entraba en una campaña a tambor batiente. Era un periodo electoral como este. ¿Qué cosas de esas estarán sucediendo sin que nos enteremos, ahora que el país es todavía más violento, más sembrado de muertos? ¿Por qué nadie, salvo un funcionario ya despedido y amenazado, hizo nada desde el estado, desde cualquier orden de gobierno? Primero, porque algunos eran clientes, presentes en la órbita de la élite del poder –legal e ilegal, es la misma– veracruzano; también porque muchos estaban implicados en todas las mafias que confluyeron en la compra de esas mujeres; después, porque no merecían trato de ciudadanas mexicanas con derechos, quién sabe si de seres humanos, porque al final sólo eran putas. Y así vamos deshumanizando a casi todos, a todas las víctimas que tuvieron algo de victimarios, para empezar, en un afán injustificable e inalcanzable de pureza.
¿Qué otros dramas ignotos habrá en esas decenas de miles de desaparecidos, en los más de 200 mil muertos?