EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Son pluralistas, pero no demócratas; una crítica a José Woldenberg (2 de 2)

Gibrán Ramírez Reyes

Mayo 23, 2018

En la entrega anterior decía que la crítica de José Woldenberg a Andrés Manuel López Obrador resultaba desconcertante, que olvidaba que la democracia es el régimen de la soberanía del pueblo, y que los pueblos se construyen forjando mayorías –es lo correcto, aunque él sea más partidario de la fragmentación y de la composición elitista de mayorías artificiales, como la del Pacto por México. Decía también que en su argumentación subyacen dos proposiciones: 1) para él, el pueblo es pura ficción –tan sólo la suma de individuos–; 2) si hay una mayoría, esto es, un grupo que ponga por delante lo que se tiene en común y que logre ocupar con su acuerdo la mayor parte del espacio político, eso es el resultado de una acción visceral. Late ahí un disimulado desprecio por el pueblo. Vuelvo a la carga.
Para Woldenberg, la adhesión mayoritaria a López Obrador no tendría que ver con elegir un proyecto de nación, una fórmula de desarrollo, o una preferencia moral, sino con sus “formulaciones simplistas, refractarias a asumir la complejidad, pero altamente pegadoras” –ay, ese pueblo tan poco afecto a las políticas públicas– y, además, “el hartazgo producto de fenómenos de corrupción reiterados”. No importa que la encuesta de Reforma muestre como sentimiento primordial de esta elección la esperanza, porque su saber le dice otra cosa: así son las mayorías, se enojan y deciden con la tripa, en vez de asumir la complejidad. ¿De qué otro modo se inclinarían por alguien cuyo “método no consiste en rebatir los argumentos, en colocar mejores diagnósticos” sino en descalificar a los corruptos?
El asunto de Woldenberg no es, entonces, la formación de voluntades colectivas grandes, inmensas; es la limitación del poder, la asunción de la complejidad, el debate fino, los mejores diagnósticos, cosas no muy “pegadoras”, que parece que no se les dan a las mayorías sociales. Suena atendible, pero no es democrático: la democracia parte de que las personas pueden elegir entre lo que les conviene, con más o menos igual validez. Lo que sostiene Woldenberg ha sido, al contrario, un argumento del liberalismo más aristocrático, de los tecnócratas y de los neoliberales desde el Coloquio Lippmann. (Fernando Escalante Gonzalbo lo argumenta de forma brillante en su conferencia Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia, que editó el INE). Que hoy ese planteamiento pase como democrático no es más que un signo ominoso de los tiempos. Lo que JW le reprocha a AMLO cuando habla de un supuesto talante autoritario es, en realidad, que ejerza el oficio de político –construir voluntades colectivas–, que asuma al adversario, que ponga la moral como parte central del programa –y que eso sea tan efectivo–, que destaque que la persona que gobierne también importa, e importa mucho, porque no todo son formulismos.
3. Representar al pueblo es autoritario, e incluso un peligro
Empecemos con la cita: “El peligro mayor es que alguien con poder realmente se crea el representante del pueblo y actúe en consecuencia. No de una parte, no de una fracción, de una corriente o partido o coalición, sino de esa constelación inabarcable y compleja a la que llamamos pueblo. Porque de manera ‘natural’ acaba de convencerse de que sus dichos y sus obras son no la expresión de sus convicciones e intereses, sino de anhelos, expectativas y necesidades del Pueblo”. Esto es quizá lo más curioso. El mecanismo de elección por mayoría tiene sentido exactamente por eso, porque el presidente, de hecho, representa al pueblo –a todo, no a una parte, aunque no queramos– y entonces debe tener el mayor reconocimiento posible. Es que esto no es ni siquiera de extrañarse. Para José Woldenberg, sin embargo, quizá habría sido preferible que Enrique Peña o Felipe Calderón se ostentasen como representantes de una parte de México, que en los foros internacionales comenzaran sus alocuciones aclarando: “Como presidente y representante de una tercera parte de los mexicanos”. O quizá se trata más bien de un problema personal de López Obrador. Eso explicaría el giro psicologista de “realmente” “acabar de convencerse” de que sus decisiones son anhelos del pueblo (y si es así, quizá habría que explicar por qué los otros presidentes del pluralismo, de Vicente Fox a Peña, han resistido esa propensión que para Woldenberg es tan “natural”).
De cualquier modo, es claro que sin mayorías que decidan en nombre de toda la comunidad, que se piensen como representantes del pueblo, la democracia se vuelve un mecanismo para repartir el poder sin tener que decidir sobre lo que significa el bien público, y así se llega al absurdo de una democracia sin pueblo, que no asuma el mandato mayoritario, sino sólo la representación de tantos matices como sea posible. Pero, de nuevo, eso no es democrático: en el corazón de la democracia habita la noción de igualdad. Nadie dice, nadie podría hacerlo, que no seamos diferentes unos de otros, incluso diferentes de nosotros mismos cuando nos levantamos en la mañana. No se trata de eso, más bien se trata de en qué preferimos poner el acento. Hay toda una corriente que en esto piensa igual que el maestro Woldenberg: en poner el acento en las diferencias. Está bien, es totalmente legítimo, aunque eso haya resultado en un pluralismo elitista, una democracia descafeinada de mayorías impensables, de fragmentación, donde la noción de pueblo más bien estorba. Son pluralistas, es claro, pero no son demócratas.