EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Sor Juana Inés de la Cruz

Fernando Lasso Echeverría

Mayo 30, 2017

(Tercera parte)

En 1667, Juana Inés decide –a los 19 años– dejar la vida cortesana e ingresar a un convento como religiosa. Todavía eran los marqueses de Mancera los virreyes de la Nueva España, quienes a pesar de la extrañeza que les causó su decisión, no opusieron ninguna traba para que cambiara de opinión; al final del proceso, la misma Leonor Carreto la animaba a hacerlo, seguramente por las confidencias que Juana Inés debe haberle hecho, exponiéndole los motivos que tenía para hacerlo; esas causas desconocidas e inexplicables para los historiadores, que tuvo la “preferida de la virreina” para ingresar a la vida religiosa, a pesar de tener una vida privilegiada en la Corte virreinal, hecho que ha intrigado a todos los biógrafos que ha tenido este personaje, y a muchos ensayistas que han escrito sobre ella y cuya mayoría habla hipotéticamente de un amor desdichado que la orilló a tomar esta determinación. Lo cierto es que Juana Inés sabía que a los marqueses de Mancera no les quedaba mucho tiempo como virreyes, y que en fechas futuras no muy lejanas los iban a cambiar y ¿a dónde iría ella, si tuviese que dejar el palacio a la salida de sus protectores? ¿Volver a su terruño, cuando a su madre tenía otra familia y ya ni la veía? ¿Regresar al medio rural lleno de gente ignorante e inculta? Ni pensarlo. Volver a la casa de sus tíos los Mata, tampoco era una opción, pues además de no haber sido nunca bien vista en ella, su tío ya había muerto. El convento era pues, el refugio indicado.
Inicialmente, ingresó como novicia a un convento de las Carmelitas Descalzas, en donde la disciplina era muy dura y estricta, y ahí Juana Inés no soportó esta difícil vida más de tres meses, al cabo de los cuales vuelve a la Corte, sin tomar los votos. Poco tiempo después, decide ingresar al convento de Santa Paula, de la Orden de San Jerónimo, fundado en 1586 exclusivamente para las criollas; la llamada Orden de las Jerónimas era una organización religiosa con unas normas y una disciplina más flexibles, en donde un año y medio más tarde –con 21 años cumplidos– nuestro personaje profesó en forma definitiva, y obviamente –por su misma preparación– se distinguió en la organización que la adoptó, desempeñándose como archivista y contadora. Las celdas de las religiosas, eran individuales y en ocasiones tan grandes –de dos pisos– que dentro de ellas podía albergarse holgadamente una familia entera; estas estancias se vendían o alquilaban y tenían baño, cocina, y una pieza que funcionaba como sala en donde se podía recibir visitas, además del aposento que servía como dormitorio. Cada monja, tenía sirvientes y hasta esclavas, regaladas por la familia de la religiosa; Juana Inés tenía una, proporcionada por Isabel su madre. En realidad, los conventos eran pequeñas ciudades sujetas a una autoridad exterior, que en el caso de las Jerónimas era el arzobispo, quien con alguna frecuencia “metía mucho las manos” en la organización conventual, o bien, alguna monja en especial se ganaba la antipatía de la máxima autoridad religiosa de la colonia convirtiéndose en “víctima” del arzobispo; todo esto hacía que tanto las autoridades de los conventos como algunas monjas en particular buscaran la protección de algún otro personaje poderoso del virreinato –como el virrey en turno por ejemplo– para que les sirviera de contrapeso ante la autoridad del arzobispo; este hecho, le sirvió a Sor Juana Inés de la Cruz durante mucho tiempo, para esquivar los embates de algunos superiores religiosos que criticaban y reprobaban sus actividades literarias, argumentando que sus escritos eran ajenos y muy distantes de la vida religiosa que una monja debía practicar.
En el siglo XVII, la Nueva España estaba colmada de conventos y monasterios, que además de ser centros religiosos y culturales ejercían una actividad económica muy intensa, de la cual salían los recursos para el funcionamiento y sostenimiento de hospitales, orfanatorios, asilos para ancianos, hospicios para huérfanos y para desamparados, además de que estos conventos en particular se desempeñaban como centros de enseñanza, hechos que convertían a las órdenes monásticas en organizaciones que realizaban dos funciones que hoy desempeña el Estado: la educación y la asistencia social –esta última– llamada en ese entonces y hasta hace poco tiempo beneficencia. Había conventos para españolas, para criollas, para descendientes de los conquistadores y hasta uno más –el de Corpus Christi– para las nobles de origen indígena.
Profesar no era fácil: la limpieza del linaje era un riguroso requisito, tanto o más que la dote y los gastos de la ceremonia de la toma del velo. La primera exigencia obligó a mentir a Juana Inés, afirmando que era hija legítima, y aunque las reglas exigían una vida en común, generalmente cada monja llevaba una vida separada en “celdas” que en realidad eran apartamentos o incluso casitas construidas en los grandes patios que tenían los conventos; la existencia de cocinas en cada vivienda conventual provocaba que tampoco se cumpliera la regla de comer comunitariamente. Igualmente, nunca se practicaba la disposición de que las monjas trabajaran juntas en una sala común de labor, ni se respetaba el voto de pobreza, pues las religiosas podían tener rentas, realizar operaciones lucrativas, poseer bienes y alhajas como pulseras o anillos que podían portar, pues el reglamento de las Jerónimas era blando y relajado y las infracciones numerosas y generales. La prohibición de dar o recibir regalos era clara y firme como norma, sin embargo, Sor Juana Inés, recibió muchos presentes –algunos muy valiosos– y ella también obsequiaba a sus amistades no sólo apreciables presentes sino también bellos poemas con adulaciones cortesanas que satisfacían mucho a los personajes a los que iban dirigidos, sobre todo a las virreinas. Los retratos de Sor Juana Inés de la Cruz no recuerdan los rigores y austeridades de la vida ascética conventual, sino la elegancia de la sociedad aristocrática.
El ingreso de Sor Juana Inés al convento no rompió su amistad con la virreina Leonor Carreto; al contrario, es bien conocido el hecho de que la virreina y su marido, el marqués de Mancera, “solían asistir a la capilla para las oraciones de las vísperas, y luego en el locutorio acostumbraban departir con Sor Juana”. Los acompañaban sus familiares y algunos cortesanos que habían tratado a la joven monja durante sus años palaciegos. Entre los visitantes se encontraban sobre todo, clérigos y seglares aficionados a las letras –algunos muy jóvenes– que cultivaron la amistad de Sor Juana Inés, y que al paso del tiempo alcanzaron distinguidos puestos y brillaron en ellos; uno fue Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, que fue rector de la Universidad de México, catedrático de escrituras, autor de sermones, obispo de Yucatán, y editor del primer periódico mexicano: La Gazeta de México en 1722. A él se le debe la edición –en 1700– del tercer tomo de las obras de Sor Juana Inés, titulado Fama y obras póstumas.
El locutorio se convirtió en una especie de club, en donde se reunían con frecuencia los miembros del círculo social y literario de Sor Juana Inés, encabezado por los virreyes; en él se discutía y se filosofaba; se improvisaban poemas y se murmuraba un poco, sobre los acontecimientos de la colonia y también se tomaba chocolate, panes y confitería elaboradas dentro del convento y en ocasiones se encendían fuegos y juegos artificiales. Se dice también que entre los asistentes a esas reuniones se encontraba Manuel Fernández de Santa Cruz, teólogo erudito, hábil administrador y político muy cuidadoso y precavido con las formas, quien – como veremos más adelante– tuvo con Sor Juana Inés una relación muy estrecha y prolongada, aunque finalmente negativa, pues influyó para el retiro de la monja de las letras. Nombrado obispo de Chiapas cuando llegó a la Nueva España en 1673, muy pronto fue enviado como obispo de Guadalajara. Fue amigo y protegido de Fray Payo Enríquez de Rivera, en esos años arzobispo de México y después virrey. En 1676 fue promovido a la silla episcopal de Puebla, el obispado más importante del país, después del arzobispado de México.
En 1673 fue designado un nuevo virrey de la Nueva España que suplió al marqués de Mancera; éste fue elegido –mediante un desembolso de 50 mil ducados– por el rey español, y se llamaba don Pedro Nuño Colón de Portugal, duque de Veragua; este procedimiento nunca se había usado antes en España en esos niveles, y llegó a causar cierto escándalo; el duque de Veragua llegó a la Ciudad de México el 16 de noviembre del año mencionado e hizo su entrada solemne el 8 de diciembre. Cuatro días después, murió en forma inesperada y este pobre hombre y su familia se fueron sin poder “resarcirse” de la enorme suma que habían invertido para lograr el virreinato; a este personaje, Sor Juana Inés dedicó tres sonetos fúnebres con motivo de su muerte (190, 191 y 192) en los cuales da muestras de su excelsa poesía. Los marqueses de Mancera no regresaron de inmediato a España y vivieron seis meses más en la Ciudad, alojados en la casa del conde de Santiago, y el 2 de abril de 1674 dejaron la Ciudad de México, pero en el camino a Veracruz, en el pueblo de Tepeaca, el 21 del mismo mes, muere también repentinamente Leonor Carreto, causando una gran pena en Sor Juana Inés, quien dando rienda suelta a sus sentimientos, le compone también tres sonetos de elaboración perfecta a “Laura” (187, 188 y 189), en los cuales no se aprecia nada personal, pues sus emociones se ven sometidas a la doble tiranía de la estética barroca y el decoro, aunque en el primero de ellos exalta la belleza corporal de su amiga; el segundo es muy platónico y se refiere al alma de su hermosa amiga; en el tercero finalmente, confiesa todo lo que su amiga había influido en su poesía y en el cual termina diciendo: “y hasta estos rasgos mal formados sean/ lágrimas negras de mi pluma triste”. El marqués por el contrario, vivió muchos años, y al volver a España ocupó numerosos cargos, participando en todas las intrigas políticas de la época y desempeñando diversos papeles importantes en las cortes en las que colaboró. Murió en 1715, a los 104 años de edad.
Al morir el duque de Veragua fue nombrado en su lugar Fray Payo Enríquez de Rivera, quien pertenecía a la más alta nobleza española –la casa de los duques de Alcalá– reuniendo así en su persona los dos poderes: el del bastón y el del cayado. No obstante, el ex arzobispo –ahora virrey– se desempeñó sin abusos de poder y con una capacidad de conciliación con los otros poderes, que le permitió hacer un buen gobierno; Sor Juana Inés gozó de la simpatía y aún de la protección de Fray Payo, quien en varias ocasiones llegó a defenderla de envidias y celos de las superioras del convento en donde Sor Juana Inés estaba internada. Las actividades de nuestro personaje durante este periodo virreinal no son bien conocidas, debido a que la documentación guardada por siglos en las bibliotecas y archivos de los conventos, y entre la cual se encontraban los originales o copias manuscritas de Sor Juana Inés, fue destruida a mediados del siglo XIX, con las leyes de Reforma, tiempo en el cual menospreciaban todo lo hecho durante la colonia, así se tratase de artes, literatura, o ciencia.
Fray Payo dejó el gobierno virreinal el 7 de octubre de 1680. Fue siete años virrey y 13 arzobispo de México; antes había sido arzobispo de Guatemala, de modo que la parte más significativa de su vida y su carrera pertenecía a su estancia en América; fue suplido por un primo suyo, don Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, quien venía acompañado por su esposa María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes de Nava, ambos de familias muy ilustres y opulentas de España e Italia, pues María Luisa era hija primogénita de un príncipe del Santo Imperio Romano, llamado Vespesiano de Gonzaga y perteneciente a la casa reinante de Mantúa. Los nuevos virreyes tenían cinco años de casados y 42 y 31 años de edad respectivamente al llegar a México, por lo que la virreina –futura amiga íntima de Sor Juana Inés– era prácticamente contemporánea de la monja.
Los marqueses de la Laguna, vivieron en México cerca de ocho años, desde noviembre de 1680 hasta abril de 1688. Este periodo fue el más rico y pleno –poéticamente hablando– de Sor Juana Inés. María Luisa tenía fama de una bella mujer y, a juzgar por los poemas que le compuso Juana Inés, debe haberlo sido en extremo. También debe haber sido sensible e inteligente, pues de otra manera sería inexplicable su admiración por Sor Juana y el apasionado interés que mostró por sus escritos. Además de ser la inspiradora de muchos de los poemas de Sor Juana, la nueva virreina estimuló a ésta para que escribiera una de sus mejores obras: El Divino Narciso, y también es de recordarse que a ella se debe la publicación del primer volumen de Sor Juana; sin embargo, por la inexistencia de documentos o pinturas de ella, es imposible hacer un retrato fiel de esta admirable mujer, aunque puede vislumbrarse que tanto ella como su marido eran sensibles y cultos, y que con la misma pasión y gusto con que amaban los actos fastuosos sociales y el lujo, lo hacían con las artes, la poesía, el teatro y la música.
¿Pero cómo conoció Sor Juana Inés a los nuevos virreyes? Esto sucedió gracias al rito político barroco, que organizaban las autoridades locales para darles la bienvenida a estos personajes cada vez que llegaba uno nuevo, y que parte importante de él –entre otras cosas– era la instalación de arcos triunfales en el recorrido que hacían éstos durante su entrada a la ciudad. A Sor Juana Inés le tocó elaborar el arco de la catedral; esta comisión le daba al autor la posibilidad de acercarse al nuevo virrey y buscar su favor.

*Presidente de Guerrero Cultural “Siglo XXI” A. C.